Cuando algunos piensan que el obispo está loco

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El conflicto en Cabo Delgado (Mozambique) ha provocado el desplazamiento de más de 800.000 personas



Por Marta Carreño



Mozambique es uno de los países prioritarios para la ONGD Manos Unidas, que este mes de febrero propone, como cada año, su Campaña Contra el Hambre. A través de la educación, como en tantos lugares del mundo donde financia proyectos, pretende acabar con la violencia y la pobreza.



La fecha del 24 de octubre de 2017 quedará grabada en la memoria de la joven Alima Alí (en la fotografía) para siempre. Ese día, al amparo de la noche, emprendió un viaje que nunca hubiera querido comenzar. Junto a sus hijos y su marido, Alima recorrió los más de 600 kilómetros que separan su localidad natal, Mozimboa da Praia, en la provincia de Cabo Delgado, al norte de Mozambique, de la ciudad de Nacala, situada en la provincia fronteriza de Nampula. En 2020, poco más de dos años después de su partida y tras haber recalado provisionalmente en Mueda y en Montepuez, donde se quedaron su marido y dos de sus hijos, llegó al que, hasta el momento, es el lugar que le ofrece refugio.

Alima sueña con volver al lugar donde nació. Cree que allí se encontrará con el resto de su familia, de la que no tiene noticias desde hace cinco años, aunque sabe que su casa fue destruida durante los ataques de los grupos armados que, desde hace algo más de un lustro, siembran el terror entre la población de la provincia más septentrional del país africano.

La vida no es fácil en el barrio del Triángulo, en el que Alima intenta ganarse la vida vendiendo carbón. Allí, en los alrededores de Nacala, donde se han establecido muchas de las más de 800.000 personas a las que el conflicto de Cabo Delgado ha obligado a dejar toda una vida atrás, malviven, hacinadas en viviendas inhóspitas, cientos de familias. 

Mons. Alberto Vera, obispo de Nacala. Fotografía: Marta Carreño



El barrio del Triángulo es un ejemplo de esos lugares en los que los representantes de la Iglesia católica, misioneros y misioneras, religiosos y seglares, en este caso encabezados por monseñor Vera, ponen en práctica la petición que el papa Francisco hizo a los obispos durante el viaje que realizó a Mozambique en septiembre de 2019: «Jesús solo pide una cosa, que vayáis, busquéis y encontréis a los más necesitados». Allí y en el barrio de Ontupaia, o en el de Mathapue, el lugar que alberga el mayor número de personas desplazadas por el conflicto en zona urbana, encuentran a esas personas a las que la vida ha situado en un lugar en el que nunca imaginaron que iban a estar. La vida y una guerra cruel y despiadada de la que casi nada se sabe y que ha causado ya miles de muertos. Un conflicto cuyas causas reales se ignoran y al que muchos aplican el sobrenombre de «La guerra sin rostro» por desconocerse quién está verdaderamente detrás de tanta brutalidad y dolor. 

«Los que son capaces de matar, de secuestrar o de quemar son personas utilizadas por otros que están en la sombra, que no sabemos quiénes son, pero que realmente son los que provocan el conflicto», explica monseñor Alberto Vera.

 

Causas difusas

El de Cabo Delgado es un conflicto que, tanto en Mozambique como en el extranjero, se quiere presentar como religioso en el que los yihadistas y el Estado Islámico se enfrentan al resto de la población y, fundamentalmente, a los cristianos. Pero para monseñor Vera las causas ocultas de la guerra van mucho más allá. 

«Es cierto que ahora acaban de quemar en Chipene la parroquia de San Pedro de Lurio y matar a la hermana comboniana Maria de Coppi», explica el religioso riojano, que no quita el ojo de los móviles en los que recibe, casi en tiempo real, actualizaciones de los ataques que se van produciendo y que cada vez se acercan más a su diócesis. Y este tipo de incursiones lleva a que aquellos que están ahora a la cabeza de estos grupos fanáticos, «quieran, de manera intencionada, que parezca ante el mundo como un conflicto religioso del Estado Islámico». Pero la realidad es otra.

Monseñor Vera sitúa el motivo principal de esta guerra en la riqueza del subsuelo de Cabo Delgado, donde se han encontrado materiales y minerales «que hoy en día se valoran mucho». 

Las minas de grafito al aire libre, montañas de un mineral imprescindible para fabricar los coches eléctricos tan de moda en todo el mundo; los rubíes de muy buena calidad, que alcanzan un precio muy elevado en las subastas de Indonesia; y el oro son las riquezas que avivan las ansias de los más codiciosos para sumir en la miseria y el abandono a la población más vulnerable.

Dos niños en el campo de desplazados internos 25 de junho, en Metuge, donde viven más de 30.000 personas que han huido de la violencia en Cabo Delgado. Fotografía: John Wessels / Getty



Y para rematar, el obispo de Nacala asegura que en estos momentos en que el gas es una de las fuentes de energía fundamentales, «y más con la guerra de Rusia contra Ucrania», se ha descubierto en Cabo Delgado un yacimiento enorme, que puede ser uno de los más grandes del mundo. «Este es el mar de fondo de la situación de guerra y violencia que tenemos aquí», asegura el obispo. Un cóctel de riquezas que, como sucede en otras guerras como las de República Centroafricana y República Democrática de Congo, se están convirtiendo en la mayor pobreza de la población. 

La gente, como Alima, abandona sus hogares y la provincia va quedándose despoblada. El Gobierno está dando concesiones a empresas extranjeras que han comenzado a establecerse en la zona. 

«¿Y qué van a hacer ahí? –se pregunta el obispo–. Lo que hay debajo de esas tierras solo lo saben el Gobierno y las empresas; y el pueblo, como siempre, se queda sin nada… Al final, los pobres son los que pagan el pato en todas las ocasiones. Y en esta, más», lamenta.

Hambre y pobreza

A pesar de ser una guerra en la que nadie da la cara, en nuestro viaje para conocer el trabajo que la ONGD Manos Unidas lleva a cabo en el país, tuvimos la ocasión de poner rostro y nombre a muchas de las víctimas de ese conflicto alimentado por el hambre y la pobreza. 

A las puertas de su casa, igual que hizo Alima, nos esperan Severino, su mujer y algunos de sus siete hijos. Mientras el pequeño, aún lactante, se aferra a su madre, tres de las niñas –Juliana, Luisa y Adelaida– se esconden tras su padre y asisten, impávidas, a lo que sucede a su alrededor. No hablan ahora, como tampoco lo hicieron por la mañana en el centro gestionado por la diócesis de Nacala. En ese lugar, como si fuera un escenario preparado para una película, se levanta una gran tienda de campaña. El silencio a primera hora de la mañana es casi absoluto, y los únicos atisbos de que en esa tienda está sucediendo algo son las decenas de pequeños pares de zapatos que se amontonan a la entrada y un rumor monótono y constante. 

Ya dentro de la tienda, decenas de cabezas inclinadas sobre los cuadernos de escritura, lengua o matemáticas revelan que en ese lugar se estudia. Y se estudia mucho. Los 260 niños que asisten al centro en turnos de mañana y tarde pertenecen, todos ellos, a familias de desplazados. Los niños que van por la mañana -estudian por la tarde y viceversa. Todos ellos reciben una comida fuerte con maíz, leche y azúcar, que para muchos es lo único que comen en todo el día, y, además, tienen actividades recreativas, esenciales para su desarrollo psicosocial. 

Severino con su esposa y algunos de sus hijos en la puerta de su casa. Fotografía: Marta Carreño



No es fácil que estos pequeños se abran a los desconocidos para contar su historia. El trauma vivido durante los ataques a sus aldeas, los días escondidos en la selva y las noches caminando en pos de un lugar seguro en el que vivir han marcado sus vidas para siempre. Muchos han visto matar y morir. Otros han nacido ya en el lugar de destino de sus padres, pero en sus hogares respiran tristeza y falta de esperanza. 

No es así en casa de Severino, que cada día se levanta con el convencimiento de que su vida cambiará. Aunque le cueste y a veces la esperanza flaquee. En Cabo Delgado, trabajaba como comercial, pero en Nacala no ha podido encontrar todavía un trabajo que le permita mantener a su gran familia. «Estoy pasando muchas dificultades, pero Dios me está ayudando. Mis hijos están estudiando y en cuestiones de salud no encuentro problema. Pero tengo dificultad para dar de comer a mi familia». 

Su esperanza es que termine el conflicto para volver a su casa, donde confía en poder retomar la vida que dejó atrás en 2021, cuando la situación se hizo insoportable. «Perdí muchas cosas. Dejé mi casa y mis bienes, y esa casa y esos bienes fueron quemados». Solo piensa en volver, aunque no sabe ni cómo ni cuándo lo hará. «Ahora soy como un preso. No tengo donde ir ni donde estar».

El objetivo de la educación

La Iglesia católica de Mozambique es consciente de la necesidad de trabajar unida para poner fin a un conflicto que no solo está causando violencia, muerte y pobreza en el norte del país, sino que está repercutiendo en todo Mozambique: las empresas se están retirando, el turismo se resiente, no hay inversión empresarial… La guerra causa estragos en un país que, en el último informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ocupa el puesto 185 de los 191 países analizados según el Índice de Desarrollo Humano (IDH). «El nuestro es un trabajo de conferencia episcopal. No hay un obispo que vaya de francotirador», asegura monseñor Vera. 

Desde 2017, cuando comenzó el conflicto, todo el episcopado mozambiqueño está unido a los obispos de Cabo Delgado siguiendo los mismos criterios. La educación es uno de los sectores fundamentales del trabajo de la Iglesia católica, y así se refleja en la labor del P. José Eugenio López en el Instituto Politécnico Mártir Cipriano de Nacuxa (ver MN 624, pp. 42-47) y Lumbo; o con el trabajo a menor escala del P. -Antonio Gasolina, sacerdote local, y la hermana Aurora, que han hecho una batalla personal de la lucha contra el cambio climático y sus consecuencias entre los más pobres. Batalla que ponen en práctica en todas las actividades que se desarrollan en la Escuela Agropecuaria de Netía. 

Una mujer desplazada y su hijo esperan turno para ser atendidos en el centro médico. Fotografía: Marta Carreño

Los obispos quieren involucrar a toda la comunidad cristiana en la actividad educativa. En una educación que sea «de calidad», porque ahí es donde saben que descansa el futuro del pueblo mozambiqueño. «La formación es la mejor manera de superar muchas costumbres ancestrales que vive la cultura macua, y de superar también, cómo no, la pobreza». 

En un país como Mozambique donde el 50 % de la población tiene menos de 18 años, el joven sin estudios solo tiene una opción que es el trabajo en el campo. El joven que no tiene preparación tiene pocas oportunidades, y este es uno de los factores que ha contribuido para que, en la guerra que se está dando en Cabo Delgado, sea fácil reclutar jóvenes musulmanes –muchos de ellos instruidos en mezquitas de orientación fundamentalista– y cristianos que ven en la actividad terrorista la única manera de hacer frente a la falta de oportunidades.

El obispo Vera, consciente de que las necesidades de la población en esta zona del mundo son enormes, asegura: «Cuando uno vive aquí, sabe qué hay que priorizar». La educación –el abandono escolar ronda el 50 % y un alto porcentaje de estudiantes terminan la formación básica sin saber leer ni escribir– se ha convertido en su caballo de batalla. «Siempre digo, porque así lo pienso, que en mi diócesis cada parroquia debería tener una escuela. Y hay algunos que me miran y piensan que el obispo está loco…», reflexiona el obispo. 

Evangelizar, abrir caminos y ser ejemplo son los motivos que mueven al religioso riojano a pensar de esa manera. «Un niño aprende de lo que ve, y si tú te conviertes en un modelo de honestidad frente a la corrupción, de respeto frente al maltrato a la mujer, de progreso… Y cuando a ese niño de hoy le llegue el momento de plantearse “¿por qué camino quiero seguir?”, la educación recibida jugará entonces un papel fundamental en la respuesta».   

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