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Por Carolina Valdehíta, Ciudad del Cabo (Sudáfrica)
«Cada vez que se descubre petróleo o algún otro recurso en África, la población local se teme el peor escenario». Esta frase cargada de razón me la dijo en noviembre de 2015 el representante del sindicato de pescadores del lago Turkana, al noroeste de Kenia, en un momento en el que la región experimentaba unos efectos devastadores a causa del cambio climático. En cuestión de meses se había reducido drásticamente el nivel del agua en una zona que es inhóspita per se. Y esto, mezclado con las elevadas temperaturas, había multiplicado la pérdida de cabezas de ganado, había echado a perder cultivos completos y la pesca había bajado su extracción notablemente. A esta situación de inseguridad alimentaria, que a menudo deriva en conflictos por el control de los recursos para alimentar a los animales o conseguir agua, se añadía el factor de que dos años atrás se había descubierto petróleo en la región. Con la llegada del oro líquido la vida nómada de los turkanas, pastores y agricultores tradicionales estaba desde ese momento amenazada. Algunos pastores que viven alrededor de los pozos de extracción han denunciado que desde entonces les han sido arrebatadas grandes extensiones de tierras, y temen que las empresas no vayan a compensarlos por privarles de su medio de subsistencia.
Kenia invierte gran parte de su presupuesto nacional en importar petróleo, pero desde que se supo del hallazgo la teoría es que con la explotación de los nuevos -yacimientos se conseguirá ahorrar dinero para ser invertido en otros sectores. De manera que el crudo puede ser el maná para diezmar la pobreza nacional y contribuir de alguna manera al enriquecimiento o a la mejora en las condiciones de vida de los habitantes de la región. Sin embargo, pocos esperaban llevarse parte de un pastel que ya tiene asignados los comensales, sino que se contentan con que la extracción petrolífera no conlleve consecuencias amargas, como ha ocurrido en el pasado.
Según el barómetro de 2017 de Transparency International, Kenia ocupa el puesto 143 de 180 en el ránking de percepción de corrupción. Además, su estabilidad política y económica ha quedado muy debilitada tras la crisis que derivó en la repetición de las elecciones presidenciales. Por otro lado, la localización de los yacimientos en Turkana no colabora a la estabilidad, ya que se encuentra próxima a la triple frontera con Etiopía, Uganda y Sudán del Sur. Se espera que el país comience a explotar el petróleo no antes de 2020, y según Oxfam, las reservas se agotarían en unos 23 años. Las tres compañías implicadas en la búsqueda de petróleo y agua son Africa Oil Corporation –compañía canadiense con presencia en Kenia y Etiopía–, la británica Tullow Oil, y la danesa Maersk Petrol&Gas.
África tiene el subsuelo más rico del planeta y, al mismo, tiempo alberga la pobreza y miseria más arraigadas. «Hay mucho escrito sobre el vínculo entre conflicto y recursos naturales, y hay muchas opiniones sobre este tema», señala a Mundo Negro Michael Gibb, experto de la oenegé Global Witness (GW), especializada en denunciar las relaciones entre los conflictos, la corrupción y los abusos contra el medioambiente. «En muchos casos variará con el recurso en cuestión y con el contexto del gobierno local. Si bien algunos conflictos tienen que ver con el acceso a los recursos naturales, a menudo las raíces del conflicto van más allá, pero los recursos naturales proporcionan los medios para extender e intensificar los conflictos, o proporcionar incentivos económicos a los partidos clave para que prevalezca el caos sobre la paz». Es decir, los recursos por sí mismos no suponen una amenaza directa para los habitantes de la región en la que se encuentran, pero terminan colaborando de manera indirecta a una crisis por el control de los mismos o generando disputas porque no se está de acuerdo en cómo se están invirtiendo los beneficios. De los conflictos actuales en el continente, gran parte de ellos están retroalimentados por la lucha por el control de la explotación.
De los tres gigantes petroleros del África negra, Nigeria, Angola y Guinea Ecuatorial, los dos primeros han experimentado la acción violenta de grupos contrarios al Gobierno, los Niger Delta Avengers (NDA) en el caso de Nigeria y los rebeldes de la región de Cabinda en Angola. Estos grupos se oponen a la explotación por parte de compañías internacionales y reclaman que la riqueza derivada de los recursos sea para el pueblo. Un reclamo que genera violencia, aunque en estos dos casos no es hacia la población local. Nigeria siempre ha estado a la cabeza de la producción de crudo en el África subsahariana hasta que los militantes del NDA, brazo armado de los separatistas de Biafra, comenzaron a bombardear algunas de las instalaciones petroleras. Su objetivo era establecer un estado soberano y controlar los yacimientos de petróleo. Estos ataques obligaron a paralizar la producción de crudo en la región causando pérdidas millonarias durante casi todo 2016. Finalmente, durante la segunda mitad de 2017, Nigeria recuperó su trono como exportador regional del oro negro, después de ceder el puesto durante unos meses a Angola.
Sudán del Sur se independizó de Sudán en 2011 después de décadas de guerra civil y de una lucha por el control de los recursos. La división supuso que el 75 por ciento de los pozos petrolíferos quedaran en la nación recién nacida. En 2012 se produjo un breve enfrentamiento entre ambos países, conocido como la crisis de Heglig, que se desarrolló principalmente en los estados de Unidad y Kordofán. Al final Sudán aceptó la derrota, pero se cobró su venganza aumentando los impuestos en el refinado del crudo –eran poseedores de las refinerías– y sobre su transporte hasta el golfo Pérsico. De haber podido obtener ganancias –es el tercer país subsahariano con mayores reservas de crudo–, podría haber ayudado a paliar la enorme crisis que experimenta la economía local, con una población al borde de la hambruna y sin apenas recursos. El conflicto está, además, agravado por la guerra civil, cuyos enfrentamientos iniciados en diciembre de 2013 han matado a decenas de miles de personas y han forzado a millones de sursudaneses a abandonar sus casas en busca de asistencia humanitaria dentro y fuera del país.
El investigador de GW Michael Gibb plantea un interrogante que muchos debemos hacernos. «La pregunta principal no es de dónde provienen los recursos, ya que en ninguna parte es intrínsecamente problemático. El negocio responsable es acerca de cómo se obtienen estos recursos, no únicamente dónde». Aunque las naciones productoras reciben mucha atención, «es importante señalar que este problema persiste también porque hay un mercado dispuesto a comprar recursos que se han vinculado a conflictos y abusos contra los derechos humanos», insiste Gibb.
Otro de los fundamentos que hacen que esta industria prevalezca es que con demasiada frecuencia se descubre que la corrupción y la falta de transparencia van de la mano en lo relativo a la extracción de los recursos naturales. A nadie extraña que algunos Gobiernos no vean la necesidad de ser transparentes con respecto a las grandes sumas de dinero que provienen de su explotación y esto, asegura Gibb, «puede erosionar el contrato social entre el ciudadano y el Estado, -alimentando la corrupción, la fragilidad del Estado y socavando la confianza en las instituciones a nivel nacional o local».
Una investigación de Human Rights Watch (HRW) denunciaba en junio de 2017 que más del 80 por ciento de los ingresos del petróleo en Guinea Ecuatorial –uno de los países africanos con mayor PIB, que en 2012 alcanzó los 24.304 dólares per cápita– van dirigidos a la inversión en infraestructuras realizadas por empresas vinculadas al Gobierno, en lugar de mejorar los sistemas sanitarios y de educación, que reciben menos del 10 por ciento de la inversión. Otro informe de GW –de -agosto de 2017– subrayaba que la élite de Zimbabue es quien -controla casi la totalidad de las explotaciones mineras, mientras que las poblaciones locales apenas se benefician de las ganancias derivadas de los recursos que extraen. Y estos son únicamente dos ejemplos.
Un tercer factor que contribuye a que continúe este comercio es que sigue siendo muy fácil acceder a los mercados internacionales. En este sentido, la Unión Europea adoptó un nuevo reglamento en el mes de mayo con el que se pretende que los países revisen sus cadenas de suministro de manera más exhaustiva en busca de riesgos. Sin embargo, este tratado está lejos de contentar a organizaciones como Amnistía Internacional, cuya representante ante las instituciones europeas, Ivena Mc Gowan, declaró que la regulación «es un intento incompleto de hacer frente al comercio de minerales procedentes de zonas de conflicto, que únicamente someterá a controles básicos a las empresas que importen materiales en bruto».
La clave para que se perpetúen algunos de los conflictos es que se trata de productos muy fáciles de contrabandear debido a su escaso tamaño, como el oro y los diamantes; son fáciles de extraer ya que no requieren de maquinaria sofisticada, tienen un mercado que siempre busca satisfacer la demanda y, en algunos países, pueden ser difíciles de controlar para los Gobiernos, con lo que son fuentes de financiación relativamente accesibles para grupos armados, como en el caso de RDC. La antigua colonia belga prevalece como uno de los rincones más inestables del continente, especialmente las zonas cercanas al lago Kivu, fronterizas con Uganda y Ruanda, donde hay grandes reservas de minerales.
Los diamantes de sangre no recibieron su nombre en vano. Sierra Leona y Liberia fueron escenario de horribles masacres por culpa de estos minerales durante la década de los 90, y la guerra civil en Angola demostró cómo la venta de diamantes había colaborado a la financiación del bando armado UNITA, -desoyendo las sanciones impuestas por la ONU. Este episodio hizo que en mayo de 2000 se redactase el Proceso de Kimberley, con el objetivo de abordar el problema de los diamantes de conflicto. Pero en la devastada RCA prevalece este comercio, y así lo demuestra otra investigación de GW, en la que, además, señalan que las nuevas tecnologías colaboran a establecer un contacto más rápido entre compradores y contrabandistas.
El país se sumió en su segunda guerra civil en 2012 y firmó una frágil paz en 2015 entre las dos milicias principales Seleka y anti-Balaka. Pero mientras la comunidad internacional trabaja con el Gobierno y las empresas de diamantes para garantizar el suministro legítimo, hay un incipiente mercado negro paralelo que colabora a la financiación de los grupos armados, que aún controlan grandes áreas ricas en diamantes tanto en el este como en el oeste, y se benefician de los diamantes que llegan a los mercados internacionales con facilidad.
Mientras, los muertos son incontables, una de cada cinco personas ha sido desplazada y más de dos millones necesitan asistencia humanitaria urgente. A pesar de ser uno de los estados más ricos en oro y diamantes, en 2016 RCA ocupaba el último puesto en el Índice Global del Hambre. «Las ganancias de este comercio no solo proporcionan a los grupos armados los medios necesarios para seguir luchando, sino que ofrecen un incentivo económico para perpetuar el caos y la inestabilidad por encima de la paz», dicen desde GW.
Pero nada de esto es nuevo. En épocas de la colonización europea, además de los recursos, se produjeron masacres de animales para comercializar con el marfil de sus cuernos, sus pieles, colmillos o cabezas. Bosques enteros que albergaban maderas preciosas como el ébano o el palo rosa fueron talados –y aún hoy lo siguen siendo, a pesar de que la ley internacional prohíbe su comercio– ocasionando enormes desastres para el medioambiente y para el hábitat de personas y animales. Mientras haya reservas seguirá existiendo el comercio y será la población local la que convivirá con las peores consecuencias.
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