¿Dáesh en el Sahel?

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Por David Nievas Bullejos

Miles de yihadistas africanos pueden regresar con el final del califato
La satisfacción que acompañó al anuncio de la derrota del Dáesh ha venido acompañada por la inquietud que provoca el futuro de los milicianos que han luchado durante años en el califato. La experiencia de Libia, que se convirtió en el santuario de guerrilleros de distintas procedencias y conflictos, hace temer que el Sahel corra la misma suerte.

La anunciada derrota del Dáesh tras la toma de las principales ciudades que mantenía en su poder desde 2014 por los ejércitos sirio e iraquí ha planteado diferentes cuestiones de calado. La primera de ellas es si verdaderamente el autode­nominado grupo yihadista ha sido vencido completamente. Las victorias militares de las tropas iraquíes y sirias apoyadas por sus respectivos aliados rusos y estadounidenses sobre las fuerzas de Abu Bakr al ­Baghdadi así parecen indicarlo. Si en 2014 la organización terrorista controlaba grandes zonas de Siria e Irak donde el califato se había hecho fuerte ante la descomposición de los Estados, después de las ofensivas militares de finales del año 2017 la organización ha sida arrinconada y controla una mínima parte del territorio.

Las campañas militares iraquíes y sirias, junto con el poderío militar de sus aliados, han avanzado posiciones hasta dejar muy limitado territorialmente al mal llamado Estado Islámico, que según los expertos de Soufan Group, cuenta con un número importante de bajas. Las potencias aliadas han preferido la eliminación de los combatientes con el objetivo, entre otros, de impedir que decenas de miles de combatientes extranjeros (jóvenes de hasta 40 nacionalidades) vuelvan a casa como una amenaza para la seguridad nacional de sus Estados de origen. Esta ecuación se ha tomado especialmente en cuenta por los combatientes occidentales que se alistaron. Las fuerzas de seguridad europeas y estadounidense temen que regresen y protagonicen atentados. Las potencias aliadas han querido evitar al máximo las experiencias de los diferentes ataques en Europa en los que jóvenes radicalizados habían pasado por Siria o Irak para recibir adiestramiento u órdenes.

 

Niños en Gao

Varios niños beneficiarios de la operación Frelana, de protección de civiles en el entorno de la ciudad de Gao. Fotografía: ONU / Harandane Dicko

 

Combatientes africanos

Pero surge otra cuestión ­relevante, ¿qué hay del resto de jóvenes enrolados en el ejército de Al Baghdadi que son de origen africano? ¿Dónde van a combatir los supervivientes ahora que el califato está derrotado? Es probable que entre los que no han sido eliminados haya decenas de combatientes no occidentales, y la conjetura es hacia dónde puede desplazarse la amenaza ahora que el califato ha sido diezmado, al menos territorialmente.

Los cálculos son complejos debido a la dificultad de obtener datos. Una de las dificultades reside en conocer si los supervivientes permanecerán en las diezmadas posesiones de Dáesh en Oriente Medio o han emprendido el viaje de regreso a sus países de origen. Otra posibilidad es el desplazamiento hacia otros escenarios de conflicto donde refugiarse y poder continuar con el combate yihadista.

Además de Afganistán o el sudeste asiático, uno de estos posibles focos de desplazamiento al que podrían ir los combatientes del Dáesh derrotados es la zona del Sahel africano. La región abarca de este a oeste del continente y en ella se encuentran una variedad de Estados y sociedades como Chad, Níger, Burkina Faso, Malí, Mauritania y Senegal. Esta amplia franja geográfica se ha convertido en los últimos años en una preocupación para Estados Unidos y los países europeos por la inestabilidad que de allí emana, fundamentalmente por el conflicto en el norte de Malí y por la presencia de grupos terroristas.

La llegada de estos grupos se remonta a principios del siglo XXI, cuando las huestes de la antigua formación argelina Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC) se refugiaron en la región huyendo de la presión de Argel, al aprovecharse de la porosidad de las fronteras y la débil presencia de los Estados vecinos en sus confines fronterizos. Es en el norte de Malí y las zonas nigerinas y mauritanas colindantes donde el grupo se transformó en Al Qaeda en el Magreb Islámico (­AQMI) en el año 2007, jurando lealtad a la red de Osama Bin Laden.

El estallido de la rebelión árabe y tuareg en el norte de Malí en enero de 2012, y la posterior ocupación del territorio por los grupos autodenominados yihadistas, quebró la contención de la actividad yihadista que había en la zona hasta el momento. La descomposición del Estado maliense en 2012, fruto de largos años de mala gobernanza y mala gestión del contencioso entre grupos árabes y tuaregs y el Estado maliense en el norte, fue parcialmente enmendada por la intervención militar de Francia en 2013. Una intervención militar –en enero de 2018 ha cumplido cinco años– que diseminó los combatientes yihadistas en la zona. A la intervención francesa le ha acompañado un despliegue de más de 12.000 efectivos de la MINUSMA, la misión de la ONU para intentar mantener la estabilidad de Malí, así como iniciativas europeas de adiestramiento del Ejército y de las fuerzas de seguridad malienses.

 

Dos soldados chadianos de la MINUSMA patrullan cerca de Tessalit, al norte de Malí. Fotografía: ONU / Marco Dormino

 

Vuelta al punto de partida

Sin embargo, la situación no es mucho mejor que en 2013. El norte de Malí ha sido testigo de un dramático incremento de la violencia terrorista en los últimos años, que se ha desbordado hacia el centro del país y a las naciones vecinas, como al norte de Burkina Faso.

La región es un foco de irradiación de una inseguridad que las misiones militares malienses y francesas, con el apoyo de la MINUSMA, han sido incapaces de contener, y mucho menos de erradicar. Desde 2015, coincidiendo con la firma del acuerdo de paz entre grupos rebeldes árabes y tuaregs, grupos armados no rebeldes y el Gobierno de Bamako, la presión terrorista ha ido en aumento, con un incremento de ataques y muertes. El centro de gravedad de esta inseguridad, protagonizada por un cada vez mayor número de grupos autodenominados yihadistas, se ha desplazado desde 2015 a Mopti y Ségou, en el centro de Malí, y a las zonas fronterizas con Níger y ­Burkina Faso. El año 2017 vivió el peor atentado hasta la fecha, con cerca de 70 personas fallecidas en un campo militar en Gao, y una serie de ataques contra los cuarteles del Ejército maliense, que se cobraron la vida de varias decenas de soldados.

Varios dirigentes africanos han llamado la atención sobre la hipótesis de que las derrotas de Raqqa y Mosul pudieran favorecer una reagrupación de las filas del Dáesh en el escenario saheliano. Aunque todavía no se ha comprobado la certeza de ese trasvase de combatientes a la zona, la existencia del grupo Estado Islámico en el Gran Sáhara, de Adnan Walid al Sahraui –que juró fidelidad a Abu Bakr al Baghdadi en mayo de 2015–, es una preocupación por la posibilidad de que atraiga a seguidores del Dáesh al Sahel. Sin embargo, parece que este grupo, fruto de una escisión del grupo Al Murabitún –liderado por Mojtar Belmojtar–, no ha conseguido los apoyos suficientes para posicionarse con fuerza en la galaxia de grupos yihadistas de la zona, todavía dominada por los seguidores de Al Qaeda.

El grupo de Al Sahraui, reconocido por Dáesh en 2016, ha protagonizado en los últimos años diversos ataques. El último de los que ha reivindicado tuvo como objetivo a las fuerzas estadounidenses en la localidad de Tongo Tongo en octubre de 2017, cerca de la frontera Níger-Malí. La muerte de cuatro soldados estadounidenses en misión puede ser considerada un golpe de importancia en la nebulosa terrorista del Sahel. Y no es descabellado que tras esta acción pueda atraer a más combatientes a sus filas.

 

Miembros del Movimiento por la Unidad y la Yihad en África Occidental

Varios miembros del Movimiento por la Unidad y la Yihad en África Occidental son detenidos en la ciudad de Gao, al norte de Malí, en febrero de 2013. Fotografía: Getty

 

La influencia de Al Qaeda

No obstante, los grupos con una mayor presencia y capacidad de influencia en la zona siguen siendo los leales a Al Qaeda. La reconfiguración de las alianzas entre los grupos en marzo de 2017 así parece confirmarlo. Una miríada de ellos anunció su fusión en el denominado Grupo para el Apoyo de los Musulmanes (o Jamaat Nusrat al-Islam wal-Muslimin, JNIM), entre ellos los de origen maliense Ansar Din y ­Ansar Din Macina, encabezado este último por el predicador Amadú ­Kufa, y la rama saheliana de ­AQMI liderada por el argelino ­Mojtar ­Belmojtar. El JNIM juró lealtad a Al Qaeda. Iyad Ag Ghali, el antiguo jefe rebelde maliense y líder de Ansar Din desde 2011, se ha puesto a la cabeza de una fusión quizás motivada para responder al posible crecimiento del grupo de Al Sahraoui tras su juramento de lealtad a Dáesh y para oficializar la coordinación de las mortíferas actividades de estos grupos que se venía dando desde años anteriores.

Desde el anuncio de la fusión, el grupo ha reivindicado más de 70 atentados, entre los que se encuentran asesinatos de funcionarios malienses, ataques mortíferos a los cuarteles del Ejército de Malí o el acoso a las fuerzas francesas de Barkhane. El asalto al complejo hotelero Kangaba a las afueras de Bamako también lleva su firma.
La situación se ha deteriorado desde 2015, siendo 2017 el año con más ataques y muertes desde el inicio de las hostilidades, con más de 275. Mientras el acuerdo de paz para el norte de Malí sigue avanzando de manera muy lenta y con pocos elementos satisfactorios, la violencia atribuida a los grupos autodenominados yihadistas, afiliados a Al Qaeda o a Dáesh, se ha incrementado. La descomposición del Estado en el norte del país desde 2012 no ha sido respondida con una acción política decidida a abordar las causas del estallido de la violencia de los grupos armados tuaregs, ni tampoco se han implementado medidas dirigidas a contrarrestar el atractivo que los grupos yihadistas siguen teniendo entre la población. Es necesario recordar que, si bien estas formaciones estaban presentes desde el año 2000, no fue esa la razón de la caída en el abismo de Malí en 2012, sino otras razones como una larvada rebelión tuareg y las deficiencias del Estado en la gobernanza de la delicada región del norte.

El centro de Malí no había vivido las tensiones sociopolíticas y étnicas que provocaron las sucesivas rebeliones tuaregs en el norte, pero la violencia ha emergido espolvoreada por otro tipo de tensiones intercomunitarias y de sentimientos de discriminación entre peúles o fulfudés, que han sido aprovechados por los yihadistas para acrecentar su presencia en el centro.

La creciente integración de jóvenes peúles –aunque no solo– en las filas yihadistas y la existencia del grupo liderado por el predicador peúl Amadú Kufa ha planteado un problema adicional que requerirá una respuesta política de Bamako, lo que se ha llamado la «cuestión peúl/fulfudé», relacionada con sentimientos de discriminación estatal y regional y avivada por casos de abusos sobre personas de esta etnia por parte del Ejército.

 

El futuro, una incógnita

La deteriorada situación de la seguridad en la zona norte y centro de Malí, y recientemente algunas zonas del norte de Burkina Faso, abona el terreno para que se dé la posibilidad de que combatientes provenientes de Oriente Medio encuentren un nuevo escenario donde luchar. Mientras transcurre el tiempo para ver si esa hipótesis se cumple o no, la preocupación aumenta al comprobar que los grupos yihadistas presentes tienen cada vez mayor capacidad de reclutamiento entre los jóvenes y gozan de mayores simpatías entre las poblaciones de la región, especialmente en el centro de Malí.

El recuerdo y la impronta que dejaron los yihadistas cuando controlaron el norte en el año 2012, corre el riesgo de verse desde otro punto de vista más positivo por las poblaciones locales, a tenor de los escasos avances en los servicios básicos por parte del Estado y del aumento de las tensiones entre comunidades locales. En el centro del país, zona que está fuera de los acuerdos de paz, la situación es alarmante. Es evidente la expansión de los grupos en zonas rurales alejadas de las ciudades, donde han logrado crear simpatías y complicidades entre la población local, especialmente en comunidades peúles, e incluso han podido imponer su control en algunas localidades.

Después de cinco años de la intervención francesa y el retorno del Estado, la atracción de los grupos yihadistas, que aspiran a imponer un nuevo orden en el que subvertir la situación y ofrecer justicia y seguridad a las poblaciones, sigue en crecimiento.

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