De ciudadanos a extranjeros

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El limbo legal de los sursudaneses en Sudán

El pasado 31 de marzo, ACNUR cifraba en 2.246.933 el número de sursudaneses que viven fuera de su país, de los cuales 818.462 lo hacen en Sudán. Las relaciones entre el sur y el norte de Sudán antes de la escisión del país en 2011 siempre fueron tensas, a lo que hoy se suma una marginación por haber abandonado el país hace 9 años. 

Conocimos a Martina Lowisebra durante nuestra visita a Sudán. Ella, de padres sursudaneses de etnia balanda, nació en este país. Vive en Jartum, la ciudad donde estudió, creció y conoció a casi todas sus amistades. En sus 31 años de vida, solo en dos ocasiones visitó Sudán del Sur, la tierra de sus antepasados, pero enseguida quiso regresar a su hogar en Jartum, donde se sentía contenta e integrada. Sin embargo, el 9 de julio de 2011, día de la proclamación de la independencia de Sudán del Sur, Martina perdió su nacionalidad sudanesa y se convirtió, de la noche a la mañana, en lo que es ahora, una extranjera sin derechos. Entró en un limbo legal, ni regularizada ni ilegal. Solo pudo realizar sus estudios de medicina gracias al permiso de residencia que le consiguió una institución académica.

Martina Lowisebra. Fotografía: Carla Fibla García-Sala

En Jartum y Omdurman la gente llama refugiados a los -sursudaneses para distinguirlos de los desplazados internos nubas, procedentes de Kordofán. Es cierto que muchos sursudaneses están viviendo en campos de refugiados, algunos en situaciones muy difíciles, pero sería excesivo calificar a todos los sursudaneses como refugiados, aunque sean considerados extranjeros y alegales. Todos comparten las mismas dificultades para obtener permisos de trabajo o de residencia, y la inmensa mayoría sobrevive en el marco de la economía informal. Algunas instituciones les otorgan permisos de residencia para poder estudiar o realizar otro tipo de actividades dentro de un marco de legalidad. En el momento de escribir estas líneas, a mediados de abril, el nuevo Gobierno todavía no ha hecho nada para cambiar esta situación de discriminación y sacar a los sursudaneses de este limbo legal.



Un poco de historia

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Las raíces son profundas. En este territorio amplio y multiétnico, dominado primero por los turcos, y desde finales del siglo XIX por el condominio anglo-egipcio, siempre fueron difíciles las relaciones entre el sur y el norte. Los colonizadores tienen una gran responsabilidad porque, como escribe Alfredo Langa en su libro Sudán y Sudán del Sur, «en 1916 se produjo la división del país en dos administraciones separadas: una en el norte, donde se dieron oportunidades de progreso económico y educación, y otra en el sur, donde la prioridad fue el establecimiento de la ley y el orden», y citando a Joseph Oduho y William Deng, autores de The problem of the Southern Sudan, añade: «Sudán nació enfermo por el dominio que desde su nacimiento el norte ha ejercido sobre el sur».

La independencia de 1956 fue protagonizada por las élites del norte, que siempre han intentado acaparar el poder y los recursos del país. El descontento del sur era más que evidente, y se materializó en dos guerras civiles entre 1955-1972 y entre 1983-2005. Las acciones bélicas se concentraron casi exclusivamente en el sur, donde hubo cientos de miles de víctimas, provocando oleadas de desplazados hacia el norte. El componente étnico y religioso del conflicto –con dos bandos bien definidos: árabes musulmanes y negroafricanos cristianos o animistas– agudizó el distanciamiento y dificultó el diálogo entre ellos. Al final, el referéndum de enero de 2011 llevó a la escisión del país. En julio de ese mismo año nacía el estado más joven del mundo.

Daniel Adwok, obispo auxiliar de Jartum. Fotografía: Carla Fibla García-Sala
Kosti

Daniel Adwok es obispo auxiliar de Jartum y responsable de la región pastoral de Kosti, fronteriza con Sudán del Sur. Es sursudanés de la etnia silluk, y aunque vive en Sudán desde hace 25 años, sabe que este no es su país: «Aquí pinto muy poco, los del sur somos considerados extranjeros. Me pueden expulsar en cualquier momento». Al preguntarle si se podía haber evitado la secesión, recuerda que «desde los años 50 tuvimos muy claro que los del norte no daban ninguna oportunidad a los del sur para crecer y desarrollarse. No tuvimos otra opción. Yo he viajado por Europa y América rogando para que se escuchara al sur. No abogábamos tanto por la separación, sino por dar voz al sur. Con ciertas condiciones mínimas, el sur hubiera aceptado ser un único país, pero no fue posible».

Muchos sursudaneses que vivían en Sudán se marcharon al nuevo estado en 2011, y ya antes, en 2010, para participar en el referéndum de autodeterminación. Pero cuando en 2013 estalló la guerra civil en Sudán del Sur, regresaron en masa. Ahora lo hacían no como ciudadanos sudaneses, sino como extranjeros y refugiados. Los más afortunados pudieron instalarse en sus antiguas viviendas, pero la mayoría las habían vendido antes de marchar, con frecuencia a precios irrisorios debido a las prisas por partir, y tuvieron que instalarse en campos de refugiados. «En los campos cercanos a la ciudad de Kosti –comenta Daniel -Adwok– la gente vive mucho peor que en otros campos del estado de Nilo Azul. Son tratados de mala manera. Los responsables de los campos no pertenecen a organizaciones internacionales, son organizaciones locales del Gobierno. No les llega la comida e incluso tienen que comprar en las farmacias y en las clínicas que regenta la gente local las medicinas que la OMS suministra de forma gratuita a los refugiados».

El P. John Gatlwak. Fotografía: Carla Fibla García-Sala

Para explicar las causas de esta guerra fratricida, Daniel Adwok se pone muy serio. Solo después de una larga pausa responde: «Muchos políticos no quieren dejar el poder, ni lo ejercen para buscar el bienestar de la población porque solo piensan en sus intereses. En Sudán del Sur es necesario un cambio para crear una base política que realmente crea en la diversidad cultural y la respete».

Jebel Aulia

En Jebel Aulia, a 40 kilómetros al sur de Jartum, hay un gran campo de refugiados sursudaneses apoyado por ACNUR a través de organizaciones locales que alberga a cerca de 40.000 personas. No todos son tan grandes. Junto a la parroquia católica de San Carlos Lwanga, hay uno más pequeño, donde viven unas 500 familias. A pesar de la proximidad del Nilo Blanco y de una gran presa construida en 1937, la zona es un desierto. Sus casas están hechas con adobe, barro, sacos y plásticos. La pobreza salta a la vista.

Desde la parroquia intentan echar una mano, sobre todo a través de la escuela parroquial, donde la mayoría de los niños y niñas vienen del campo de refugiados. El párroco, el P. John Gatlwak, un sursudanés nuer, conoce bien las dificultades por las que atraviesan: «La política para los refugiados en Sudán es que todos deben trabajar y buscar su propia comida. Las personas dependen de sí mismas y se acogen a cualquier trabajo que puedan encontrar: pequeñas factorías, agricultura, fabricación de cerveza local…, ya que deben encontrar una forma de sobrevivir». El P. Gatlwak recuerda que «el campo se abrió en 2011, cuando comenzó el proceso de repatriación. Algunas personas quedaron bloqueadas por falta de medios para viajar y siguen aquí». La Unión Europea aportó un fondo sustancioso para facilitar la repatriación de los sursudaneses que vivían en Sudán, pero el dinero fue desviado y mucha gente no tuvo acceso a las ayudas.

Una clase de inglés en la escuela parroquial de Jebel Aulia. Fotografía: Carla Fibla García Sala



Casi nadie habla inglés en el campo. Gracias a Martina Lowisebra podemos hablar con algunos refugiados. Christina es madre de seis hijos: «Vine a este campo para que me llevaran al sur, pero no hubo transporte y me quedé aquí. Muchos trabajamos en el servicio doméstico, sin salario, con lo que te dan por los servicios prestados». Teresa, tiene 30 años y es madre de tres hijos, para los que busca sustento con la producción de alcohol: «Lo hacemos por la noche, a partir de las seis. Es una actividad prohibida y no queremos problemas, pero tenemos que sobrevivir. Los políticos deberían ver nuestro dolor». Ibrahim llegó al campo con su familia en el año 2011: «Soy uno de los líderes del campo, mi trabajo consiste en mediar cuando hay conflictos, sobre todo entre las diferentes etnias que compartimos este lugar. Mi deseo es regresar a Sudán del Sur cuando se den las condiciones y haya una posibilidad real de instalarnos allí».

A mediados de marzo se configuró el nuevo Gobierno de unidad nacional en Sudán del Sur, que prevé la celebración de elecciones dentro de tres años. Después de numerosos alto el fuego y de varios acuerdos de paz, tal vez esta sí sea la buena, y la estabilidad y la paz empiecen a reinar en un país en guerra desde diciembre de 2013. Solo así podrán regresar Christina, Teresa, Ibrahim, tal vez también Martina y tantos otros sursudaneses que malviven en Sudán y en otros países limítrofes. Desde luego sería lo mejor para ellos, porque Sudán no parece ser una tierra que los acoja con los brazos abiertos.   

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