De la cordillera de Simen al monte Sion

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La comunidad judía etíope busca la integración real en Israel



Por Irene Ramírez

Los israelíes de origen etíope luchan por la igualdad real en un país al que soñaron regresar durante siglos, pero en el que la barrera cultural los situó un peldaño por debajo del resto de sus compatriotas.

Había una vez un estudiante que no podía entender las matemáticas más sencillas. Un día su profesor estaba enseñando a restar y viendo que no entendía sus explicaciones, le puso un ejemplo.
–Imagina que tienes cinco ovejas y que una se cae por un agujero. ¿Cuántas te quedarían?
El estudiante respondió:
–Me quedaría sin ninguna.
El profesor perdió la paciencia y gritó:
–¿Cómo puedes cometer un fallo como ese?
El estudiante rompió a llorar y entre lágrimas dijo:
–Profesor, yo sé cómo se comportan las ovejas. Si una se va, el resto la sigue.
Tras la respuesta, el profesor y el resto de alumnos no pudieron evitar echarse a reír.

Como la mayoría de niños en Etiopía, Atakilt Tesfame podría haber escuchado un cuento tradicional como este antes de irse a dormir. A él, sin embargo, todas las noches le contaban una historia sobre Jerusalén. «De pequeño pensaba que Jerusalén era una ciudad de oro donde la mayoría de las personas eran judíos negros como yo», explica.

Aunque nació en Gondar, la mayoría de sus recuerdos son de Adís Abeba, donde se crio. Entre las callejuelas de la capital etíope, Atakilt era como el resto de los chicos de su edad; entre las paredes de su casa era judío. «La mayoría de mis amigos no sabían que era judío, pero no porque hubiera antisemitismo, sino porque la religión era algo que vivíamos en casa y en el pueblo de mis padres, no en la ciudad», recuerda sentado en los pasillos de la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde estudia Ciencias Políticas y Educación. Acceder a esta institución, sin embargo, no ha sido tarea fácil. Hasta que pudo pisar por primera vez la tierra prometida en 2009 tuvieron que pasar 12 años para demostrar que él y su hermano eran familiares, ya que en Etiopía estaba registrado en el colegio con otro nombre.
Para entonces, ya no era el niño inocente que escuchaba historias de Jerusalén cada noche, sino un hombre de 28 años decidido a integrarse en la que, durante tanto tiempo, había creído como la tierra prometida. Pero allí no encontró el paraíso que tanto había esperado. En lugar de eso, se topó con un país con sus virtudes y problemas.

«Comenzar una nueva vida, estudiar otro idioma, encontrar un trabajo y conocer gente nueva es muy difícil», reconoce. Tesfame dice que a eso se le suma el racismo, que hace que a veces sea más complicado ser negro en Israel que judío en Etiopía. Sin embargo, acepta que nunca volvería atrás. «Soy un judío etíope, pero también soy israelí. En casa hablo amárico, como comida etíope y escucho música negra, pero con mis amigos hablo hebreo, como lo mismo que ellos y escucho su música. Las dos facetas van de la mano», afirma.

Un kessim explica a jóvenes etíopes el origen de su comunidad y el viaje que hicieron sus antepasados para llegar a Israel. Fotografía: Irene Ramírez



El punto de partida


Ocultos entre las montañas de Simen, principalmente en la ciudad de Gondar, los beta Israel o falashas –así es como se conoce a los judíos de Etiopía– permanecieron aislados del resto de la diáspora judía hasta los años 50. Fue entonces, una vez que el Estado de Israel ya había sido creado, cuando escucharon hablar del sionismo por primera vez. Ese aislamiento no solo los alejó de lo que ocurría a su alrededor, sino que el resto del mundo tampoco tuvo noticias suyas, lo que ha generado diferentes teorías sobre su origen. Por un lado, la versión cristiana dice que los Beta Israel son descendientes de Melenik I, un hijo de la reina de Saba y el rey Salomón. Los judíos, en cambio, creen que provienen de la tribu de Dan, una de las 12 tribus perdidas tras la destrucción del segundo templo, en el año 70 d. C., y así fueron reconocidos de manera oficial en 1975 tras la investigación del gran rabino Ovadia Yosef.

Desde ese momento, el Mossad y la Agencia Judía comenzaron a pensar en cómo salvarlos de la sequía y la guerra civil que asolaban su país. Aunque con algún antecedente, la primera maniobra a gran escala, conocida como Operación Moisés (ver MN 600, pp. 34-40) , se organizó en 1984. Debido a la influencia soviética en Etiopía, que prohibía cualquier ayuda a Israel, el rescate fue llevado a cabo en absoluto secreto entre los Gobiernos de Israel y EE. UU. y las Fuerzas de Seguridad de Sudán, donde miles de judíos etíopes esperaban en campos de refugiados. Durante 45 días, 6.364 personas fueron trasladadas desde Sudán a Israel, otras 1.000 se quedaron en tierra cuando los países árabes recriminaron a Sudán que estuviera ayudando a Israel, y alrededor de 4.000 murieron en el camino de Etiopía a Sudán.

Aunque entonces solo tenía cinco años, Daniel Sahalo recuerda bien la travesía. «Mis padres vendieron todo para pagar al guía que nos llevó hasta Sudán. Caminamos descalzos durante ocho semanas, siempre de noche. Casi no había agua ni comida, pero lo peor era ponerse enfermo. Mi hermana fue una de las que falleció. Cogió la malaria y murió a los pocos días. La siguiente estación fueron los campos de refugiados de Cruz Roja en Sudán, donde esperamos nueve meses en unas condiciones muy duras. En cada tienda vivían unas 20 personas. La mayoría de los niños sufrimos malnutrición. Cuando el Mossad estuvo preparado, vinieron a buscarnos en camiones de ganado. Tras varias horas por el desierto, se detuvieron en medio de la nada, donde nos esperaban aviones militares. Nos sentamos en el suelo, y en cuatro horas se acabó un viaje que había durado un año».

La Operación Moisés fue, sin duda, el movimiento migratorio más épico de todos, aunque no fue el que más personas trasladó a Israel. Según la Agencia Judía, desde 1948 unos 92.000 falashas han participado en iniciativas como la Operación Salomón (1991) o la Operación Alas de Paloma (2010-2013). En la actualidad, el número total de judíos de origen etíope asciende a unos 150.000.

Roni Akale, director de la ONG Ethiopian National Project. Fotografía: Irene Ramírez


Integración y educación

Sin duda, la mayoría de israelíes se pueden sentir identificados con las historias de Tesfame o Sahalo, ya que Israel es un país de inmigrantes venidos de las cuatro esquinas del globo. Para facilitar su integración, la Agencia Judía y el Ministerio de Absorción de Inmigración crearon en 1949 el programa Ulpan. La duración media de este programa es de seis meses, aunque en el caso de los falashas puede extenderse hasta los dos años.

Para reducir la brecha entre la comunidad etíope y el resto de israelíes, en 2001 se creó el Ethiopian National Project (ENP), una organización que tiene como foco principal la educación. «Los padres de la mayoría de chavales no son capaces de ayudarles con sus deberes porque en Etiopía trabajaban cultivando la tierra, pero tampoco tienen los medios económicos para pagar un profesor particular, por lo que van retrasados en relación al resto de alumnos», explica Roni Akale, director de la organización, con un característico acento africano.

Como la mayoría de sus compatriotas, Akale llegó sin nada a Israel. «Sabía que tenía que estudiar si quería cambiar mi vida», dice. Cuando decidió matricularse en Trabajo Social y, más tarde, en Administración Pública, tenía claro que quería dedicarse a empoderar a su comunidad. «El 80 % de los etíopes de Israel son menores de 40 años. Somos una comunidad joven y la educación es la única manera de cambiar nuestra realidad», remarca, y añade que «si nos convertimos en abogados o políticos no solo nos estaremos ayudando a nosotros mismos, sino que también estaremos contribuyendo al desarrollo de nuestro país».
En su opinión, el Gobierno de ­Israel invierte mucho para integrar a los etíopes, pero a veces no lo hace de la manera correcta y el dinero no llega a la comunidad. «Estamos intentando convencerles de que dejen en nuestras manos ese tipo de decisiones, pero el Gobierno cree que no somos capaces de hacerlo, y eso es algo que hay que cambiar», acepta.

Una familia de judíos etíopes en Gondar. Fotografía: Uriel Sinai / Getty


Iniciativas privadas

Algunas empresas privadas tratan de llenar los vacíos que dejan las ayudas gubernamentales. La fábrica de joyas Yvel es un buen ejemplo. Sus creadores, Isaac y Orna Levy, hijos de inmigrantes argentinos, utilizaron su éxito para dar trabajo a nuevos inmigrantes, que componen el 90% de la plantilla. Además, en 2010 abrieron la Escuela de Arte y Joyería Megemeria con la idea de proporcionar formación profesional y oportunidades de empleo a etíopes con dificultades económicas para seguir estudiando. Ahora la escuela está abierta a cualquier nuevo inmigrante, 21 estudiantes son becados cada curso y, al final de la enseñanza, diseñan su propia colección de joyas que después venden. El objetivo es conseguir recursos para becar a más alumnos, pero también para convertirse en un negocio autosuficiente y emplear a los graduados.

Los pasillos de Yvel, llenos de colgantes y pulseras valorados en miles de euros, se parecen poco a los caminos por los que anduvo Daniel Sahalo en su viaje hacia Sudán. Al llegar a Israel, terminó Secundaria, hizo el servicio militar, estudió Relaciones Internacionales en la Universidad Hebrea de Jerusalén gracias a una beca y comenzó a trabajar en la ONG Joint Distribution Committe. Hace cuatro años conoció Yvel y se convirtió en su jefe de ventas en EE. UU.

Pero la lucha por la igualdad no se limita a cuestiones educativas y profesionales, sino también culturales. En su aislamiento entre las montañas, los falashas habían permanecido anclados en las costumbres judías antiguas y desconocían las celebraciones modernas. «La primera vez en mi vida que oí hablar de Janucá –conocida como la Fiesta de las Luces– fue en Israel», explica ­Sahalo. Por contra, mantenían algunas fiestas propias que, tras mucho esfuerzo, han conseguido introducir en Israel. En 2008 se reconoció la festividad del Sigd, en la que los etíopes renuevan su compromiso con Dios, y en 2018 se aceptó la figura del kessim, el equivalente al rabino.

Una mesa de trabajo de la fábrica de joyas Yvel. Fotografía: Irene Ramírez


Camino por recorrer

A pesar de todo, es evidente la brecha entre la comunidad etíope y el resto de judíos de Israel. Obtienen peores resultados académicos y perciben un salario menor, lo que hace que exista un sentimiento, sobre todo entre los falashas nacidos ya en Israel, de que son discriminados por su color de piel. Mujeres que denunciaron una anticoncepción forzosa, servicios de salud que no aceptaban donaciones de sangre de etíopes… Ahora su principal queja es que la policía emplea más fuerza de la necesaria contra ellos, lo que ha sido motivo de varias protestas en los últimos años.

Pero para algunos el racismo va más allá de la brutalidad policial. «Más de una vez me ha ocurrido que estoy haciendo la compra en el supermercado y alguien me pregunta dónde está algún producto. Dan por hecho que trabajo allí porque soy negro», se queja Tesfame.
Sahalo, en cambio, sostiene que «los jóvenes no entienden que se trata de la primera ocasión en la que un grupo tan grande de africanos ha sido acogido en Occidente como hermanos y no como esclavos». «No digo que Israel sea un país perfecto y que no haya problemas, pero en Etiopía probablemente sería pastor de ovejas, y aquí he tenido la oportunidad de educarme y tener un buen futuro. Creo que hay mucho más éxito que fracaso», continúa.

La cantante Yael Mentesnot. Fotografía: Omri Daddon


Al ritmo de la música

Pero también hay puntos comunes entre todos, como que el resto de israelíes sabe muy poco de su comunidad y que cambiar eso contribuiría a acabar con el racismo. Tesfame opina que lo único que conocen son algunos estereotipos que no se ajustan a la realidad, mientras que Akale lamenta que solo escuchan hablar de ellos cuando hay revueltas y aparecen en la prensa.

Sin embargo, algo parece estar cambiando. La gastronomía –los restaurantes de comida etíope abundan por las calles de las ciudades israelíes– y, sobre todo, la música están creando lazos entre ambas partes. Si hasta hace poco los artistas etíopes apenas conseguían hacerse un espacio en el escenario musical israelí, a día de hoy ocupan una de las primeras filas.

«La primera generación que vino de Etiopía tenía un hueco muy marginal en la sociedad israelí, pero esa situación tan dura, y los casos de racismo que hemos sufrido a lo largo de los años, nos han hecho mucho más fuertes. La segunda generación ha conseguido hacerse un hueco que en el mundo de la música es especialmente grande», explica Yael Mentesnot, cantante de 28 años.

Ella es solo una entre el montón de intérpretes de origen etíope como Gili Yalo, Aveva Dasa o ADL, convertidos en estrellas en Israel en general, y en su comunidad en particular. «Los niños y jóvenes etíopes nos ven como ídolos y nos respetan muchísimo. Se saben todas nuestras canciones y aspiran a llegar a eso ellos mismos», comenta Mentesnot. A pesar de eso, insiste en que su música no está dirigida a la comunidad negra, sino a todo el mundo porque «me muevo en varios estilos y mis letras hablan de todo: del cuerpo, de dinero, de amor…, y todo el mundo se puede sentir identificado con ellas».

En esa misma línea, la cantante explica que aunque algunos compositores usan la música a modo de herramienta para denunciar la situación de los etíopes en Israel, a ella le gusta crear amor y hacer bailar a todo el mundo. Su objetivo es crear lazos y establecer contacto entre ambas partes, lo que parece estar dando sus frutos: la sociedad israelí cada día parece estar más receptiva a escuchar a los artistas etíopes. No solo a ellos, sino también al resto de su comunidad; y aunque, como dice Mentesnot, la transformación real tenga que venir de los políticos, los humanos, al fin y al cabo, no nos diferenciamos tanto de las ovejas: donde va uno, termina yendo el resto.

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