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Migraciones africanas: propuestas para una cuestión polémica

Por Dagauh Komenan

La migración africana hacia España se convirtió en uno de los temas fundamentales de la agenda pública de las últimas décadas tras la entrada del país, el 25 de junio de 1991, en en el espacio Schengen. Este año se cumplen tres décadas desde que iniciara su compleja relación con las personas migrantes africanas. El siguiente texto pretende abogar por un necesario replanteamiento de la cuestión.

Las movilidades hacia España son un fenómeno bastante reciente en la larga historia migratoria del país. La emigración española arranca a finales del siglo XIX y finaliza en la década de 1970, aunque sufre nuevos picos en este siglo, motivados por diferentes crisis socioeconómicas. Los principales destinos de los migrantes españoles estaban en Latinoamérica (1900-1950) y Europa (1950-1970). La emigración española sigue siendo significativa hoy: la ONU la estima en 1,4 millones de personas (un 3,05 % de la población), lo que la sitúa en el puesto 44 de la clasificación mundial. Es mayoritariamente femenina (53,87 %) y sus principales destinos son Francia (20,99 %), Alemania (10,73 %) y Estados Unidos (8,35 %).

España devino en polo de atracción migratoria a partir de principios del siglo XXI, y ya se ha convertido en el principal país de llegada de migrantes a la Unión Europea (UE) –solo entre 2002 y 2007 llegaron más de 600.000 personas–. En el país viven, según la ONU, 6,1 millones de inmigrantes (el 12,9 %) de la población [En el análisis de la población migrante en España, ver pp. 18-23, su autor toma como fuente el Observatorio Permanente de la Inmigración, que a 31 de diciembre de 2020 daba una cifra de 5,8 millones de migrantes residentes en nuestro país.]. La inmigración femenina (52,26 %) supera a la masculina (47,73 %).

La migración procedente de la UE es la más numerosa: 1,8 millones de personas en 2020. Es una cifra en descenso, puesto que en 2011 casi 2,4 millones de comunitarios residían en territorio español (41,6 % del total de migrantes), según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Los inmigrantes de la UE residentes en España llegan principalmente de Rumanía, Reino Unido, Italia, Bulgaria, Alemania, Francia, Portugal y Polonia.

Sin embargo y según Datos Macro, la mayor población extranjera en España en 2019 era la marroquí (711.792 personas), seguida por la rumana (622.555) y la ecuatoriana (415.310).

El numero de migrantes africanos en España evoluciona desde casi 1.084.793 en 2011 hasta 1.193.407 en 2020. En términos de proporción, pasó de representar el 18,9 % del total de inmigrantes en 2011 al 22,7 % en 2020. Este incremento se debe al crecimiento de la comunidad -marroquí. 



Un vendedor de huevos en un mercado de Abiyán (Costa de Marfil) el pasado mes de junio. La venta informal se ha visto seriamente afectada por la pandemia. Fotografía: Issouf Sanogo/Getty


Oportunidades laborales

La inmigración africana hacia España ha adquirido tintes de cuestión humanitaria con la reproducción de imágenes de jóvenes subsaharianos jugándose la vida a bordo de embarcaciones de fortuna. Sin embargo, este cliché tan popular esconde dos mentiras: no todos los africanos que viven en España han llegado en patera o cayuco, y la mayoría de la inmigración africana no es subsahariana sino marroquí. 

Esto último se podría explicar por dos factores. Primero, en los años 80, Marruecos no se sometía al régimen de visado con España y, por tanto, una parte de los marroquíes que migraron para trabajar en la agricultura decidieron establecerse en territorio español. Segundo, el norteafricano es el país del continente que más se beneficia de visados de entrada en España –fue el tercero del mundo en términos de concesión de visados españoles en 2018, solo superado por Rusia y China–. En 2019, de  262.227 visados solicitados por ciudadanos marroquíes, se concedieron casi el 81 %.

La migración irregular es un fenómeno bastante marginal en España. Según el INE, de los 748.759 extran-jeros que entraron en España en 2019, solo un 4,3 % lo hizo de manera irregular. La razón principal que se esconde tras la realidad migratoria africana hacia España es que el país es parte de la frontera sur europea y, por tanto, territorio de paso hacia destinos como Francia o Gran Bretaña. 

De hecho, el idioma es una aspecto destacado a la hora de analizar las migraciones. El francés y el inglés son los más extendidos por el continente africano, por lo que facilitan la integración en estos países. Este hecho convierte a España –o a -Grecia– en un territorio de tránsito. 

Familiares durante la ceremonia de nacionalización de una burundesa en Vermont (EE. UU.). Fotografía: Robert Nickelsberg/Getty
Refugiados y migrantes económicos

A partir de 1995, la doctrina oficial del Ministerio de Asuntos Sociales español deja claro que la definición de refugiado no se puede aplicar a la mayoría de los migrantes africanos que viven en el país, ya que los territorios de origen descartan la motivación de la búsqueda de un santuario. Exceptuando los casos de Malí y Nigeria, no hay conflictos de gran intensidad y, de hecho, los africanos constituyen una minoría en términos de petición de asilo.

A los migrantes subsaharianos se los engloba habitualmente bajo la etiqueta de «migrantes económicos», considerando que buscan oportunidades socioeconómicas. Su voluntad de migrar resulta de factores endógenos y exógenos. Entre los primeros encontramos, principalmente, los casos de los senegaleses y marroquíes que eligieron migrar a España en 2020. La pandemia de la Covid-19, según Txema Santana, exportavoz de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), hundió la industria turística de sus países e imposibilitó su supervivencia como «guías, taxistas o vendedores de la calle». Entre las segundas destacan, indudablemente, los acuerdos de pesca con Senegal y Mauritania. A raíz de los mismos, los barcos europeos dificultan enormemente la pesca local: además de destruir o dañar el instrumental de los pescadores africanos, cada barco europeo puede recoger hasta 250 toneladas de pescado diario, lo que equivale a la captura anual de 56 barcos locales, según Greenpeace. Además, la protección de sus respectivas ZEE (zona exclusiva económica) provoca tensiones entre estos países. Por ejemplo, Mauritania ha prohibido faenar en sus aguas a alrededor de 20.000 pescadores senegaleses –-establecidos en el país, en algunos casos, durante décadas–, aunque lo hicieran en asociación con mauritanos y en embarcaciones legalmente registradas en el país. La lucha contra la pesca ilegal provoca también incidentes, como el asesinato del pescador Serigne Sall, de 19 años, por guardacostas mauritanos en 2018.

Estas realidades convencen a algunos para abandonar sus actividades económicas y buscarse la vida en otros sitios, ya sea en otros países africanos o en España.



Dos migrantes indonesios en una fábrica de la prefectura de Gunma (Japón). Fotografía: Kazuhiro Nogi/Getty


Ejemplos a favor y en contra

Uno de los territorios que mejor comprende la importancia de la inmigración es Estados Unidos, algo que resulta compatible con su lucha feroz contra la migración irregular. Desde 1990, el país ofrece anual y gratuitamente cerca de 50.000 visados con el programa Diversity Immigrant Visa o la Green card. En el caso canadiense, su estrategia de atracción de migrantes ha permitido al país conservar su pujanza y sus políticas sociales. En 2020, la población extranjera constituía un 21 % de sus 38 millones de habitantes. Un tercer ejemplo es el de Alemania, que reclutó activamente a los llamados gastarbeiter o «trabajadores invitados», principalmente de países europeos y Turquía, entre los años 1950 y 1970. Tras un acuerdo entre las autoridades alemanas y españolas (1954), cerca de 2,7 millones de trabajadores españoles arribaron en tierras germanas entre 1961 y 1973. De ellos, unos 750.000 se quedaron. Por último, la inmigración es lo que mantiene el prestigio internacional de Francia, tanto a nivel militar con la Legión Extranjera, como a nivel deportivo o cultural. Desde 2010, su programa de movilidad Campus France facilita la inmigración selectiva de jóvenes universitarios. En 2019, con 343.000 estudiantes, se convirtió en el primer país no anglófono en conceder visados de estudios

En las antípodas de los países mencionados, Japón no ha favorecido tradicionalmente la inmigración. En 1986, el entonces primer ministro, Yasuhiro Nakasone, afirmó que el nivel de inteligencia estadounidense era inferior al nipón debido a la presencia de negros e hispanos en su población. Hoy en día, los inmigrantes representan el 1,9 % de la población japonesa, y el país padece las consecuencias. A pesar de la amplia robotización de su economía, la falta de capital humano joven implica una escasez de fuerza laboral (1,63 empleos por persona), lo que dificulta mantener sus sistemas sanitario y de solidaridad para atender a una población envejecida. Su esperanza de vida al nacer es de 84,2 años –la única del mundo que supera a la española, de 83,4 años–. En 2018, en torno a un tercio de los japoneses tenía más de 65 años.

A partir de los años 50, el Gobierno nipón impulsó la incorporación de las mujeres al mercado laboral. Sin embargo, dada la baja tasa de fertilidad y sin inmigración para rejuvenecer su fuerza laboral, las japonesas acabaron en casa, cuidando niños y cediendo a los hombres sus puestos. Además, la enorme presión laboral expone al 20 % de los trabajadores al karoshi (desgaste laboral). Ante esta situación, en enero de 2019, el Congreso se decidió a facilitar la «importación» de 300.000 trabajadores extranjeros hasta 2025.



Un migrante guineano trabaja en una panadería de Chapelle du Chaterland (Francia). Jeff Pachoud/Getty


Hacia una política simbiótica

España gozaba de una población joven en los 80, pero la situación ha cambiado drásticamente. Dada su similitud con Japón, sería interesante plantearse si su tasa de inmigración no es el factor que la salva de los problemas que sufre el país asiático y, por tanto, si habría que repensar su forma de considerar la migración –actualmente concebida como un problema de seguridad que se soluciona con deportaciones y la militarización de las fronteras–, y asumirla como una oportunidad.

El director del área de investigación de la Fundación -porCausa, Gonzalo Fanjul, opina que, a pesar de una automatización acelerada en sus procesos productivos, Europa necesitará en el futuro nuevos trabajadores de todos los niveles de cualificación. Coincide con él el economista y ministro español de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, que estima necesarias entre «ocho y nueve millones de personas» para mantener la fuerza laboral española al mismo nivel en 30 años. En estas condiciones, la migración africana no puede abordarse como una cuestión humanitaria ni policial: es una variable que España debe aprovechar, igual que hicieron otros países. 

Para tranquilizar a quienes temen el efecto llamada, Mauricio y Seychelles no necesitan visado para viajar a Europa, pero sus ciudadanos no invaden Europa. Flexibilizar las condiciones migratorias para los africanos tendría un efecto opuesto al esperado: reduciría la inmigración irregular, desviaría los fondos hacia circuitos legales –tarifas de solicitud de visados, seguros o transporte aéreo– y devolvería el carácter circular a estas movilidades. Muchos africanos en situación precaria elegirían de forma voluntaria volver a su país de origen si pudieran regresar a España de forma fácil y legal cuando mejoraran las condiciones laborales. Desaprovechar la voluntad de trabajar y las capacidades de un capital humano deseoso de contribuir a un sistema que adivina su colapso parece poco visionario. 

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