«¿Dónde está tu hermano?»

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Francisco y el desafío de las migraciones

Por Jennifer Gómez


Lampedusa fue el destino del primer viaje apostólico de Francisco. Después, a lo largo de su pontificado, el Papa ha denunciado en numerosas ocasiones la situación que sufren millones de personas migrantes y refugiadas en todo el mundo. La autora analiza en estas páginas algunas de las claves del discurso papal sobre esta realidad.

Jorge Mario Bergoglio inició su pontificado el 13 de marzo de 2013. Era un papa de tierras lejanas, un hijo de inmigrantes. Tan solo cuatro meses después, el 8 de julio de 2013, decidió hacer su primer viaje oficial fuera de Roma a Lampedusa, una pequeña isla italiana ubicada en el Mediterráneo que antaño fue lugar de ­desembarco para fenicios, romanos, griegos y bereberes.

Este viaje estaba motivado por dos asuntos cruciales: las noticias que había visto sobre la muerte de unas 25.000 personas en el mar intentando llegar a costas europeas y una carta que recibió del párroco de Lampedusa en la que le explicaba la dramática situación de hacinamiento en la que estaban cientos de personas migrantes y refugiadas. Lampedusa se estaba convirtiendo en un gran campo de refugiados.

Este primer viaje apostólico de Francisco puede darnos las pistas necesarias para comprender el pensamiento que ha ido tejiendo el Santo Padre a lo largo de sus años de pontificado sobre la movilidad humana.

En la encíclica Fratelli Tutti (FT), Francisco propone una reflexión en torno a las migraciones que no debería sernos ajena. El Papa lanza la siguiente pregunta apoyado en el relato creacional del libro del Génesis: «¿Dónde está tu hermano?». Esta es la pregunta que le hace Dios a Caín ante la ausencia de Abel, afirmando que «la voz de su sangre grita hasta mí». No es difícil constatar que la cuestión que Dios dirige al principio de la Humanidad es la misma que nos hace hoy a todos nosotros, hombres y mujeres de este tiempo: «¿Dónde está tu hermano? ¿Dónde le has dejado?». La respuesta también suele ser la misma que se relata en el Génesis: «¿Acaso soy yo guardián de mi hermano?». Con ella evadimos toda responsabilidad ante el rostro del otro y damos paso a la cultura de la indiferencia y el descarte. No es de extrañar entonces que Francisco recordara en un discurso pronunciado en México en 2018 que «la transformación positiva de nuestras sociedades comienza por el rechazo de todas las injusticias, que hoy buscan justificación en la cultura del descarte, una enfermedad pandémica del mundo contemporáneo». Por otro lado, evidenciamos consternados que la voz a la que se refiere Dios en el relato es también la de tantos hermanos y hermanas muertos en el mar y en las fronteras del mundo mientras buscaban un futuro mejor. «¿Dónde está la sangre de tu hermano cuyo grito llega hasta mí?». Hoy nadie se siente responsable de estas situaciones, nos resultan ajenas y lejanas, hemos perdido el horizonte de la fraternidad.

El papa Francisco con una mujer migrante durante la audiencia general en la Plaza de San Pedro, el 27 de septiembre de 2017. Fotografía: Giuseppe Ciccia/Getty



Cuatro verbos

A partir de estas primeras constataciones, intentaremos dilucidar algunas de las ideas más relevantes del Papa para ofrecer pistas que nos ayuden a articular una respuesta coordinada y común en torno a cuatro verbos –acoger, proteger, promover e integrar– a los que Francisco alude con frecuencia.

Muchos son los discursos, escritos y homilías en los que Franciscohace referencia a un asunto como el migratorio, tan actual y urgente Además, cuando echamos un vistazo a los mensajes de las jornadas mundiales de migrantes y refugiados percibimos una preocupación constante también mencionada en FT: «El mundo corre sin un rumbo común», y cada vez es más evidente «el cisma entre el individuo y la comunidad humana», incrementando así la indiferencia, el miedo y el rechazo hacia el otro, sobre todo si ese otro forma parte del grupo de personas que se mueven masivamente a lo largo y ancho del mundo. Nos olvidamos con facilidad de que los movimientos migratorios han ­acompañado la historia de los seres humanos en su peregrinar por la Tierra. El 26 de octubre de 2016, durante una audiencia general, Francisco afirmaba que «la crisis económica, los conflictos armados y los cambios climáticos empujan a muchas personas a emigrar; sin embargo, las migraciones no son un fenómeno nuevo, ­sino que pertenecen a la historia de la humanidad. Es una falta de memoria histórica pensar que sean algo típico solo de estos años».


Signo de los tiempos


La instrucción Erga Migrantes Caritas Christi del Pontificio Consejo para la Pastoral de los Migrantes e Itinerantes, publicada en 2004, hablaba del fenómeno migratorio como «signo de los tiempos». También Benedicto XVI lo afirmaba, y Francisco continúa en esta misma línea, convirtiéndola en una de sus ideas clave cuando se refiere a la movilidad humana. En el mensaje de la Jornada de 2018, el Santo Padre afirmaba que «he manifestado en repetidas ocasiones cuánto me preocupa la triste situación de tantos emigrantes y refugiados que huyen de las guerras, de las persecuciones, de los desastres naturales y de la pobreza. Se trata indudablemente de un “signo de los tiempos”».

La expresión «signo de los tiempos» tiene su origen en el Evangelio. En el de Mateo (16, 1-3), Jesús increpa a los de su época y les recuerda que los «signos» hacen referencia a la instauración de un reinado de servicio y de entrega a los demás y no de poder y fuerza. A lo largo de la historia de la Iglesia, esta expresión ha estado presente y el Concilio Vaticano II la recupera en sus documentos finales. Nos interesa retomar tres elementos fundamentales de esta expresión: propone una visión positiva de la historia, donde a pesar de la oscuridad se percibe una luz de esperanza; en segundo lugar, su fundamento es Jesucristo mismo, en cuanto que es el «signo de los tiempos» por excelencia; la expresión tiene un valor mesiánico por la íntima relación con el Mesías, que significa, al mismo tiempo, leer la realidad a la luz de la venida del Reino de Dios.

Las migraciones como «signo de los tiempos» tienen una raíz cristológica: el Hijo de Dios viene como extranjero e inmigrante a poner su tienda entre nosotros (Jn 1,14). Al mismo tiempo, las migraciones hablan de la constante peregrinación de la humanidad hacia el Reino y, en un sentido histórico-pastoral, las migraciones representan una característica propia de nuestra época y evidencian la presencia de un Dios que camina con su pueblo.

Un pesquero libio con cerca de 450 personas migrantes procedentes, en su mayoría, de África subsahariana, llega al puerto de Lampedusa el 30 de agosto de 2020. Fotografía: Lorenzo Palizzolo/Getty




Respuesta común y global

El Santo Padre ha insistido en repetidas ocasiones en que para poder hacer frente al complejo fenómeno de las migraciones hace falta gestar una legislación (gobernanza) global. No basta con el trabajo aislado e individual de los Estados: urge una respuesta común que establezca planes a medio y largo plazo enfocados en el diseño e implementación de proyectos que ayuden a la integración de las personas migradas en los países de acogida. El desafío de las migraciones se juega hoy en el plano de la acogida, la gestión de la diversidad, la convivencia, la hospitalidad y la ciudadanía. Todo esto requiere políticas capaces de invertir en recursos humanos y económicos que redunden en el bienestar de las personas, de los ciudadanos, y no de otros intereses particulares y/o ­partidistas.

Gracias a esta claridad ante la necesidad de un proyecto común, la Sección de Migrantes y Refugiados de la Santa Sede ofreció los 20 Puntos de Acción como contribución a la redacción y adopción del Pacto Mundial sobre Migración de 2018, comprometiéndose a trabajar con la comunidad internacional en cada uno de los temas propios de la realidad migratoria. En ese texto se desarrolla el magisterio del Papa alrededor de los cuatro verbos que son, al mismo tiempo, actividad y llamamiento a la acción: «acoger» para trabajar por abrir nuevas vías y canales legales y seguros para las personas migrantes y refugiadas; «proteger» para garantizar sus derechos y dignidad; «promover» con el objetivo de favorecer su desarrollo integral; e «integrar» para enriquecer las comunidades a través de una mayor participación de estas personas. Aunque por limitaciones de espacio no podemos abordar aquí cada una de las propuestas políticas y prácticas que se hicieron, sí es interesante saber que cada una de ellas contribuye a ese ideal de gobernanza común que promueve Francisco.

Del descarte al encuentro

Bajo esta premisa entendemos que los conceptos «mundo abierto-familia humana», «hospitalidad», «fronteras sin derechos» y «cultura-diversidad» son fundamentales para el análisis. Asistimos a la época de la indiferencia; las fronteras –las hay físicas, pero también invisibles dentro de las ciudades y hasta en las familias– se han convertido en espacios de muerte, de vulneración de derechos y de segregación; no tenemos conciencia de mundo abierto ni de familia humana porque reina el individualismo; molesta la diferencia, la diversidad, aquello que no forma parte de mi grupo social, religioso y/o étnico; se han abierto viejas heridas y hemos dado paso a la xenofobia y a nacionalismos cerrados; se nos ha olvidado que la hospitalidad es una virtud humana totalmente abierta al rostro del otro. Y el Papa insiste en FT: «La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida», urge trabajar juntos para que en nuestras sociedades se pueda convivir desde la diferencia que enriquece e invita al reconocimiento del otro, dando así paso al encuentro.
No olvidemos la responsabilidad que tenemos como Iglesia a la hora de hacernos cargo de la realidad, no podemos optar por el silencio y la indiferencia ante las injusticias y debemos recordar las palabras de Francisco: «Ustedes son para mí verdaderos poetas sociales, que desde las periferias olvidadas crean soluciones dignas para los problemas más acuciantes de los excluidos».



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