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Daddy Canada, o al hombre de 43 años que se esconde tras ese seudónimo con el que le gusta presentarse, le metieron en la cárcel de Pademba, la prisión central de Freetown, la capital de Sierra Leona, en 2018. Le acusaron de trata de niñas, de tener sexo con menores de edad, de abuso sexual y le condenaron a pasar ocho años en este correccional, un auténtico infierno en la tierra. Daddy Canada se dedicó durante mucho tiempo, demasiado, a convertir a muchachas de la calle –abundan en este país de África en el que la falta de recursos es absoluta y donde el 53 % de la población, unos ocho millones de habitantes, viven en pobreza extrema– en prostitutas. Su trabajo consistía en ponerlas en contacto con hombres que pagasen por sus servicios sexuales y cobrar comisiones por ello.
Pero no siempre fue así. Sentado en un banco de madera en uno de los patios exteriores de la prisión, su uniforme de preso raído y deshilachado, un rosario colgado del cuello, Canada cuenta que regentaba una peluquería, un negocio de belleza, en Mabella, un populoso barrio capitalino. Que fue ahí donde comenzó a dar cobijo a las niñas de la calle que acudían a pedirle ayuda. Y que, al principio, las acogía y les daba trabajo. Nada más. «Algunas empezaron a querer más dinero y a irse fuera, a discotecas, bares o clubs para conseguirlo. Allí se prostituían. Ellas me daban una parte de lo que ganaban para que les comprara comida, ropa… Y yo también les ofrecía protección», justifica.
La protección de la que habla se convirtió en explotación, y la peluquería y un par de cobertizos colindantes en los lugares donde decenas de muchachas vendían sus cuerpos, dormían y hacían su vida diaria. Daddy Canada vio dinero fácil y rápido. A medida que subían sus ingresos, aumentaban también las menores a su cargo, su poder sobre ellas y su codicia. «Un día, una niña le dijo a la Policía que yo había tenido sexo con ella. Se había enfadado conmigo y fue a los agentes a denunciarme. Pero no era verdad, se lo inventó todo», cuenta. Cierto o no, aquella acusación y otras muchas pruebas en su contra acabaron con el proxeneta entre rejas. «Yo creo que no hice nada malo. Cuidaba de aquellas chicas, nada más», finaliza. Después se levanta y regresa al interior de una oscura celda de -Pademba, la que será su hogar durante los próximos años.
Las tres amigas, que viven y trabajan en Allen Town, un suburbio a las afueras de Freetown, cuentan historias parecidas: huyeron de sus hogares por discusiones, por la pobreza o porque se quedaron sin familia. Mary Fofanah, la mayor, una joven que acaba de cumplir los 18 años, dice que todo eso ya es pasado, que ahora vive con su madre y que, aunque las cosas están difíciles, ambas tiran para adelante como pueden. Las otras dos, Elisabeth Musa y Mabinty Sesay, de 17 y 16 años, afirman que la prostitución es todavía una realidad demasiado rutinaria para ellas. Que, estando en la calle, sin estudios ni conocer profesión alguna, no encuentran otra opción para ganar dinero. Y que su país no reserva una vida de ensueño para muchachas como ellas. Las tres hablan interrumpiéndose entre sí, bromeando y ratificando lo que escuchan de las otras y consideran real: las palizas, los miedos, las enfermedades, las ganancias.
«Yo me fui de casa al poco de morir mi madre. Mi padre se volvió a casar y su nueva mujer no se portaba bien conmigo. No querían hacerse cargo de mí, ni podían pagarme el colegio, así que decidí marcharme», cuenta Elisabeth. Mabinty, en cambio, nunca conoció a su madre. Ella vivió con su padre hasta que este falleció. Como no tenía más familiares, la calle fue su única opción.
–¿Cómo es vuestra vida ahora?
–Salimos por las noches a buscar hombres. Ya sabemos los sitios donde podemos encontrarlos… Después tenemos sexo con ellos y, cuando acabamos, volvemos a -casa a -descansar. Y así todos los días –contesta Mabinty.
–¿Cuánto os pagan?
–Depende… Hay quien llega hasta los 30.000 leones (alrededor de 2,5 euros), y también están los que apenas nos dan 5.000 leones (unos 40 céntimos de euro). No todos tienen el mismo dinero –interviene Elisabeth.
–¿Y cómo os tratan? ¿Os respetan?
–No… Algunos nos pegan, abusan de nosotras o no nos pagan –vuelve a decir Mabinty.
Antes de que acabe de hablar, Elisabeth la interrumpe.
–Sí. Nos golpean, nos molestan, nos agreden verbalmente… Nos tratan realmente mal.
Entonces toma la palabra Mary Fofanah. Dice: «Cuando tenía 13 años, me quedé embarazada. Se lo conté a un amigo y me aconsejó que abortara. Así que fui a una casa y me pusieron una inyección. Pasaron tres días, en los que tuve unos dolores muy fuertes, hasta que expulsé el feto. Fue la peor experiencia que yo tuve durante el tiempo que viví en la calle».
Y la conversación entre las tres deriva a todo lo malo que les sucede: las enfermedades de transmisión sexual que han padecido, los casos concretos de palizas y maltratos, los hospitales que se han negado a atenderlas por ser prostitutas, las adicciones a todo tipo de drogas (marihuana, tramadol, cocaína), la extrema soledad, la dolorosa sensación de no tener nada ni a nadie en la vida.
«El principal error es ver a estas chicas como un problema. La Policía, el Gobierno o los militares lo hacen a menudo y dejan de tratarlas como un sujeto de derecho. Es que son niñas, con todos sus derechos… Algunas se pintan, se ponen vestidos provocativos para salir por la noche, y a la mañana siguiente lo cambian por el uniforme para ir a la escuela. Hay quien se prostituye para costearse la educación, otras para pagarse un plato de comida…», explica el P. Jorge Crisafulli, misionero salesiano y director de Don Bosco Fambul, una ONG que desarrolla programas en Sierra Leona para sacar a menores de edad de las calles. «Nuestro objetivo es que regresen con sus familias, que vuelvan a estudiar o que aprendan un oficio. Que recuperen el control de sus vidas», añade.
Cuenta Crisafulli que, desde septiembre de 2016, más de 1.000 niñas se han beneficiado de estos programas –algunas en un refugio en el que se rehabilitan para comenzar de nuevo, otras con un techo y apoyo hasta que pueden salir de la prostitución–. Pero no todas son historias de éxito. En estos cinco años y medio, el salesiano guarda historias enquistadas como heridas que se niegan a cicatrizar. Cuenta una: «Hay una chica, Aminata, a la que hemos tratado de sacar de la calle desde que comenzamos. Al principio no tenía VIH, ahora sí. Era una niña muy guapa. Ahora parece una chica de 30 años y todavía no ha cumplido los 18. No se cuida, no toma la medicación… Y no quiere dejar de venderse. Dice que es cuestión de familia. Que su abuela era prostituta, que su madre también, y que a ella le toca lo mismo. Tiene una mentalidad fatalista, como si estuviera presa de un destino del que no puede librarse».
Explica también el salesiano que cuando una niña se va a vivir a la calle, la prostitución se convierte en una cuestión de supervivencia. Y que, a menudo, los primeros enemigos son las mismas autoridades que tendrían que velar por su seguridad. «No podemos poner a todos los agentes en el mismo saco. Algunos intentan ayudarlas, llaman a las trabajadoras sociales, pero otros las persiguen y las maltratan. Los casos de violaciones, incluso dentro del ambiente policial, son numerosos. Lo que pasa es que tratan de encubrir todo eso», dice. En este sentido, un documento sobre la trata de niñas y mujeres en Sierra Leona publicado por el Instituto Español de Estudios Estratégicos y firmado por Patricia Ramírez, directora de la ONG Child Heroes, que trabaja junto a Don Bosco Fambul, argumenta que para erradicar la prostitución es necesario crear ambientes en los que las niñas se sientan seguras al denunciar, mejorar los procesos judiciales y que el Gobierno convierta en prioridad la lucha contra la corrupción.
Hawanatu Tarawallie tiene 18 años y ya hace casi tres que decidió salir de las calles y dejar de prostituirse. Ahora vive con su madre y sus dos hijos, de tres y seis años, fruto del tiempo en el que ganaba entre cuatro y cinco euros por noche por acostarse con hombres. «No sé quién es el padre. Casi nunca utilizaba preservativo. Ellos no querían y pagaban más si yo permitía que no se lo pusieran», cuenta. Hawanatu procede de Congo Water, otra barriada capitalina donde la miseria se ve en cada una de las esquinas, en cada comercio y en cada persona. Afirma la joven: «Nos cuesta mucho salir adelante. La pobreza crea muchos problema». De aquel tiempo pasado, al que prefiere no acercarse ni a través de su memoria, recuerda sobre todo las enfermedades. Dice que todavía no había cumplido los 15 años cuando sufrió su primera gonorrea. Hoy celebra que, incluso con todas las carencias imaginables, puede dormir bajo el mismo techo que su madre, que se preocupa por ella y por sus pequeños.
Pero no todos los progenitores se muestran cariñosos y comprensivos. Es relativamente común que los padres biológicos se nieguen a aceptar que su hija vuelva a casa si ha estado ejerciendo la prostitución. «Muchos indican que han deshonrado el nombre de la familia y que, para ellos, la niña está muerta. Con la familia extendida –tíos, primos– también encontramos algunos obstáculos. A veces reciben a las chicas, pero las discriminan: les dan menos comida, hacen que trabajen mientras los muchachos de la casa acuden a la escuela…», cuenta de nuevo Crisafulli.
Con todo, en este proceso de reubicación familiar, hay un grupo que no falla nunca. El salesiano lo explica así: «Los abuelos son los más buenos. Lo que pasa es que hay muy pocos –el porcentaje de población sierraleonesa que tiene más de 64 años no llega al 3 %. En España, este guarismo se dispara hasta casi el 20 %–. Tal vez sea la sabiduría de la vida, pero a los abuelos no les importa lo que las niñas hayan hecho en el pasado. Dicen: “Eres mi nieta y se acabó”. Es algo sagrado para ellos». Es la forma más humana que tienen las muchachas de regresar a la vida, de volver a sentirse libres y dignas. Algunas lo han logrado y ahora regentan sus propios negocios. Otras muchas, demasiadas todavía, sufren a diario noches de codicia, miedo y esclavitud.
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