Publicado por Javier Fariñas Martín en |
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Cyril Ramaphosa debía ser el elegido. Pero en su lugar, el Congreso Nacional Africano (CNA) eligió a Tabo Mbeki para relevar a Nelson Mandela en la presidencia ejecutiva del partido. La asamblea en la que la formación tricolor tomó esa decisión tuvo lugar en 1997, en Mafikeng. Sería el primero de una concatenación de adioses que llevarían al histórico líder sudafricano a dejar, primero el partido, luego la Asamblea y la Presidencia y, por último, cuando la salud ya no le acompañaba ni a la vuelta de la esquina, a abandonar la vida pública y sus innumerables compromisos en luchas tan dignas y meritorias como las emprendidas contra la pobreza o el sida.
A pesar de que muchos reprocharon a Mandela –aunque fuera con la boca pequeña– que en sus cinco años de gobierno se hubiera obsesionado con la reconciliación de Sudáfrica y dejara en manos de sus subalternos asuntos también vitales para el país como las políticas sociales, la regeneración del empleo, la reactivación económica o la gestión de los ingentes recursos minerales del país austral, la épica de la lucha contra el apartheid significó un crédito entonces ilimitado para aquel partido. El viento soplaba de popa en las velas de la embarcación capitaneada, desde ese momento, por Mbeki.
Con el paso del tiempo, la mala gestión y, ante todo, la degeneración de los usos y costumbres dentro del partido –especialmente durante la presidencia de Jacob Zuma–, convirtieron ese vendaval a favor en un viento racheado o directamente contrario a los intereses del CNA. Esta nueva realidad no se traduciría tan solo en debates más o menos agrios en Sudáfrica, sino que lo pagaría con la pérdida de poder e influencia en un país donde los colores del CNA han simbolizado mucho más que una ideología o una adscripción política.
La popularidad de Zuma se despeñó sin rubor. Las imputaciones se sucedieron en los juzgados y entre finales de 2017 y primeros de 2018 la coyuntura le obligó a echarse a un lado. Cyril Ramaphosa tuvo que esperar más de dos décadas para alcanzar primero el mando en el partido, algo que consiguió en la 54 Asamblea del CNA, y después la Presidencia sudafricana. Sus primeras palabras y decisiones trajeron un cierto aroma a ese CNA ilusionante que ganó las elecciones con el antiguo preso 46664 como cabeza de cartel. Ramaphosa agarró su discurso a algunos de los grandes temas que el partido reivindicaba –junto a la lucha –antiapartheid– desde antes de alcanzar el poder: reactivar la economía, luchar contra la corrupción, trabajar por la justicia social y culminar el interminable proceso de restitución de la propiedad de la tierra a la mayoría negra.
Ramaphosa señaló que Mandela sabía que su verdadero trabajo como presidente era «fijar el rumbo, no gobernar el barco»
Por eso, cuando Ramaphosa –para muchos el legítimo hijo pródigo– llenaba sus palabras con una terminología que hubiera firmado su compañero Mandela, comenzó a remontar protagonismo el debate sobre la gestión del legado político del primer presidente negro de -Sudáfrica. Si ya la herencia supuso una encarnizada riña de barrio entre los herederos de la familia –del que se apartó sabia y silenciosamente su última esposa, Graça Machel–, el legado político es también una pieza de la que todos quieren arrobarse su titularidad. Cinco años después de su fallecimiento, y casi 20 después de su salida de los despachos de Union Buildings, sede de la Presidencia sudafricana en Pretoria, este es todavía un asunto no cerrado.
Cuando se contempla el período histórico que le tocó vivir a Mandela, el foco se coloca sin duda sobre aquel hombre que nació en el Transkei el 18 de julio de 1918 y que acometió una batalla contra un gigante de sólidos cimientos, el Partido Nacional, que parió en 1948 su gran obra política: un sistema irracional, injusto e inmoral llamado apartheid. Ahí, en ese trasiego histórico, aparecen su detención, el juicio de Rivonia, los años en la isla de Robben, su salida de la cárcel de la mano de Winnie, el Mundial de Rugby o la presencia del anciano Madiba en alguno de aquellos conciertos que congregaban a decenas de los mejores músicos del momento en torno a una buena causa. Era un hombre acostumbrado al protagonismo. Con una buena –y bien llevada– dosis de vanidad, sabía acaparar la atención y se manejaba con soltura en esas lides.
Pero, frente a eso, Nelson -Mandela también fue un hombre que por convicción e inteligencia dejaba que las personas de su entorno también ocuparan su espacio, recibieran las atenciones que merecían y cumplieran con unas obligaciones que no les eran ajenas. Cuando falleció el padre de la independecia tanzana Julius Nyerere, Mandela fue nombrado mediador en las conversaciones que pretendían llevar la paz a Burundi después de la guerra. El 16 de enero de 1990, durante una de aquellas sesiones celebradas en Arusha (Tanzania), el propio -Mandela dejó escrito que «el verdadero problema de Burundi es la falta de un liderazgo dinámico». Burundi era la excusa para un diagnóstico más profundo, que trascendía al pequeño país centroafricano. De eso se trataba, de convertir el ejercicio del poder –dentro del partido o al frente del país– en un modelo de democracia y de responsabilidades compartidas. Fue el propio Cyril Ramaphosa quien señaló que Mandela sabía que su verdadero trabajo como presidente consistía en «fijar el rumbo, no en gobernar el barco».
Mandela supo escuchar, valorar y decidir en consenso con otros. Destacó dentro del CNA por su insistencia y su obediencia
El periodista Richard Stengel, que conoció bien a Nelson -Mandela, advirtió que «por mucho que a Mandela le gustara ser el centro de atención, siempre supo que tenía que compartirlo. Se daba cuenta de que una parte del liderazgo es simbólica y de que él era un magnífico símbolo. Pero era consciente de que no podría estar siempre en la primera línea, y de que su gran objetivo podía extinguirse a menos que delegara en otros el liderazgo. […] Mandela creía sinceramente en las virtudes del equipo, y sabía que para que su gente diera lo mejor de sí misma tenía que asegurarse de que participaban de la gloria y, lo que era más importante, de que notaban que influían en sus decisiones».
Más allá de decisiones y nombramientos con gran repercusión, Mandela aplicó esa táctica también en la intrahistoria de cada uno de sus días. Después de su victoria en las elecciones del 94, cuando el personal de la Presidencia del Gobierno embalaba sus pertenencias dispuesto a dejar paso a la gente de confianza del nuevo inquilino, Mandela no solo les tranquilizó, sino que les pidió que siguieran con él. Eran y seguirían siendo necesarios. Una joven afrikáner, Zelda la Grange, se incorporó al equipo de confianza de Mandela en agosto de ese año. Amamantada bajo los auspicios del swart gevaar, el miedo al negro que habían amachambrado los jerarcas del Partido Nacional durante décadas, el pavor a que la mayoría negra se hiciera con el poder y tomase la revancha como arma, La Grange entendió que aquel hombre no solo no era estandarte de aquel eslogan, sino que compartía y hacía partícipes a los sudafricanos blancos de la nueva etapa que vivía el país. Con aquella actitud pretendía poner los mimbres de la democracia sudafricana para el futuro. Llegó a la presidencia con 76 años y era más consciente que nadie de que su papel como protagonista debía ser obligatoriamente corto. La siembra era para el futuro.
Nelson Mandela no solo fue así cuando agarró las riendas del Ejecutivo de Sudáfrica. Ya desde sus tiempos incipientes en el CNA supo escuchar, valorar y decidir en consenso con otros. No siempre fue esa una secuencia fácil ni estandarizada. Destacó dentro del partido tanto por su insistencia como por su obediencia, fuese cual fuese la decisión adoptada. Muchas veces su ímpetu le hacía incidir y reincidir en sus reivindicaciones, como cuando advirtió ante las bases del partido que solo con la beligerancia política no podrían acabar con el apartheid. Mandela proponía crear un brazo armado que boicoteara y saboteara objetivos del Gobierno de Pretoria. Aquella pelea finalmente concluyó con la creación en 1961 de Umkhonto we Sizwe (La Lanza de la Nación), pero inicialmente la propuesta de Mandela fue retirada. Dentro del partido se consideraba que el intento de diálogo, la huelga o cualquier otra forma de protesta que pudiera sugerirse en cada momento eran vías más efectivas para acabar con el apartheid. Tuvo enfrente adversarios tan contundentes como -Albert Luthuli, otro de los históricos del CNA –también Nobel de la Paz–. Mandela asumió con humildad cada uno de los noes que fue recibiendo. Con humildad aceptó las negativas. Pero con tenacidad trabajó hasta que consiguió la puesta en marcha de aquel instrumento, considerado como uno de los grandes lunares en su historial.
También hubo reveses públicos, con luz y taquígrafos, en la época en la que la vida pública de Mandela era analizada con el interés de un entomólogo. Con la presidencia del partido en la mano y la vista puesta en las elecciones de 1994, propuso dentro del CNA la posibilidad de rebajar la edad para votar hasta los 14 años. Era para Mandela una forma de valorar a aquella juventud que se estaba dejando la vida –literalmente– para acabar con el apartheid. Ahí estaban Sharpeville, Soweto o tantos otros lugares donde la muerte se había hecho protagonista. Cuando puso sobre el tapete la idea, lo que siguió no fue una faena de aliño, un coser y cantar plácido. El partido debatió, rebatió y, al final, decidió que no era oportuno. Nelson Mandela, más allá de intentar imponer su idea a través de la jerarquía que tenía dentro de las filas del partido tricolor, acató lo que sus compañeros habían decidido. No volvió a incidir en la propuesta.
Una de las pocas ocasiones en las que Mandela tomó decisiones sin contar con sus compañeros de partido fue cuando el Gobierno de Botha le propuso en 1985 iniciar las conversaciones que habrían de culminar con el final del apartheid. Estaba ya en la prisión de Pollsmoor, y después de uno de sus ingresos hospitalarios fue informado de que ya no compartiría celda con Walter Sisulu, Ahmed Kathrada, Andrew Mlangeni y Raymond Mhlaba, sus históricos compañeros de presidio. En su autobiografía, el propio Mandela reconocería que «si mis camaradas hubieran conocido de antemano mi plan de hablar con el Gobierno, su preocupación acerca de que lo hiciera un único hombre aislado de ellos habría sido comprensible». Cuando el propio Botha configuró un comité encargado de las negociaciones, con el ministro Kobie Coetsee al frente, fue Mandela el que compartió con sus compañeros aquella posibilidad. Todos, excepto Kathrada, dieron el visto bueno.
La sudafricana Desre Buirski fue la creadora de las vistosas y elegantes madibas, las coloridas camisas que vistió con asiduidad el primer presidente negro en la historia de Sudáfrica. Estas prendas también tenían su propio lenguaje. Richard Stengel recordaba en su obra El legado de Mandela que «esas camisas simbolizan una nueva clase de poder: africano, autóctono, seguro».
Y también compartido. Porque Nelson Mandela, a pesar de su indudable protagonismo en el final del apartheid, siempre fue consciente de que en aquella historia fue uno más. ¿Relevante? Sí. Pero uno más. ¿Significativo? Sí. Pero uno más. ¿Imprescindible? Para muchos sí, sin duda. No tanto para él mismo.
Y esa forma de hacer política compartida, intrínsecamente democrática y generadora de sinergias con la gente de su partido y también con históricos adversarios como De Klerk o Buthelezi, a los que incorporó a su gabinete, puede que sea otra buena porción de su legado, ese por el que luchan desde hace casi 20 años sus compañeros de formación y aquellos que pretendan alcanzar cualquier cargo representativo en el futuro. Tanto en -Sudáfrica como fuera de ella. El donostiarra Fernando Aramburu, en su obra Autorretrato sin mí dice que «Infinito es el número de las bifurcaciones, pero a la postre el trayecto es solo uno». Y ese es el que trazó Nelson Mandela.
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