El cinturón de la inseguridad

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Múltiples actores condicionan la estabilidad del Sahel, un espacio clave en el continente africano



Por Beatriz Mesa desde Niamey (Níger)



El golpe de Estado en Níger, el creciente sentimiento antifrancés en la zona, el cambio climático o la falta de desarrollo de la población, entre otros factores, han convertido al Sahel en una de las zonas más inestables del continente.



La realidad de los ocho asesinatos diarios que se perpetraron en el triángulo fronterizo de Malí, Níger, y Burkina Faso –en el Sahel central– durante el período 2020-2022 muestra el fracaso de las políticas públicas de seguridad desplegadas en esta zona más claramente que los muertos, refugiados y desplazados que se han puesto sobre la mesa de la comunidad internacional. Se trata de una zona extremadamente inestable debido a la creciente presencia de grupos criminales transnacionales que controlan los movimientos de personas, el tráfico de drogas, de armas y ahora también la explotación irregular de minas. 



Milicianos del Movimiento Nacional de Liberación del Azawad en el Adrar des Ifora (Malí). Fotografía: Patrick Robert / Getty. En la imagen sugperior, una niña se deja fotografiar con los brazos abiertos en un campo de refugiados en la frontera sur de Níger. Fotografía: Giles Clarke / Getty


El fracaso de la seguridad

La hibridación entre las redes criminales y los grupos insurgentes armados es tal que resulta muy difícil definir con exactitud el tipo de amenaza que ha desestabilizado el corazón del Sahel, Malí, país cuyo naufragio comenzó tras la crisis de 2012 durante la cual grupos armados yihadistas y secesionistas –la mayoría tuaregs, árabes y peúles– se unieron para instalarse en la región de Azawad –al norte de Malí–, apoyados por las familias más poderosas de las regiones clave de Kidal, Tombuctú, Gao y Menaka. 

Las dinámicas de violencia han superado el territorio maliense y se reproducen e incrementan en el famoso triángulo de la región de Liptako-Gourma que incluye también a Burkina Faso y Níger, a la vez que los mecanismos de seguridad internacionales se han multiplicado o se han trasladado de un país a otro de acuerdo con los cambios geopolíticos en la región. El fracaso de este puzle se le atribuye a Francia, sobre la que ha recaído el peso de las estructuras de seguridad desde 2012. El balance de la gestión francesa que han hecho las autoridades malienses tras estos diez años ha sido abiertamente negativo. 

Las tropas francesas no han logrado devolver a Malí su integridad territorial, a pesar de que esa fue la razón de la intervención internacional, en principio denominada Serval y más tarde Barkhane. La intervención se planeó para socorrer al país de la ocupación del Azawad por las milicias secesionistas y yihadistas. Desde entonces, un sector de la insurgencia secesionista gestiona el ámbito político-económico sin rendir cuentas ante la Administración central. Durante el período de despliegue de las fuerzas internacionales, el Estado maliense no solo perdió su soberanía en el norte y está en vías de perderla también en el centro el país –en la región de Macinas–, sino que además se enfrenta a la multiplicación de las milicias armadas y un pandemonio de violencia. 

Todo ello contribuyó al giro estratégico del coronel Assimi Goita al apoderarse de la silla presidencial tras un golpe de Estado en agosto de 2020. El fracaso militar de Barkhane y el colapso de otros servicios esenciales del país legitimaron su poder frente a una población superada por la inseguridad que prestó su apoyo a la entrada de los mercenarios de Wagner. Al cambio de posicionamiento del presidente de Malí, que pasó a alinearse con la estrategia rusa, cortando los vínculos con su antiguo socio francés, se ha sumado la retirada de la misión de Naciones Unidas en el país, la MINUSMA, a petición también de Bamako. Más de 12.600 cascos azules procedentes de Alemania o Francia, pero también de Níger o Gambia, deberán retirarse progresivamente del país. En su actuación sobre el terreno, las limitaciones de la MINUSMA han sido muchas, especialmente, cuando, entre 2016 y 2017, se produjeron en Macinas los ataques intracomunitarios más graves de la historia del país. La población pidió en vano la intervención de los cascos azules para la protección de los civiles y, desde entonces, se ha mostrado extremadamente reacia a su presencia en suelo maliense. 



Inforgrafía OIM (Julio 2023), Displacement Tracking Matrix


Nuevos actores

Esta decisión entronca con la nueva dinámica estratégica de buscar apoyo en nuevos agentes que, además de declarar su respeto por la soberanía de Malí, carecen de pasado colonial y se comprometen a devolver al Estado los territorios ocupados por las milicias insurgentes, pues en los paramilitares también reside la supuesta responsabilidad de debilitar a los grupos armados. 

Sin embargo, de momento, la presencia rusa está provocando un incremento del porcentaje de alistamiento de los jóvenes en los grupos armados insurgentes a cambio de protección y como reacción a la presencia de los mercenarios. Estos han sido acusados de cometer las peores atrocidades contra los peúles, también conocidos como fulanis, etnia que integra un porcentaje elevado de los miembros de dos de las organizaciones armadas del Sahel, el Daesh de Níger y el Frente de Liberación de Macinas (FLM) de Malí. La ciudadanía maliense aún recuerda la masacre de Moura en la que las Fuerzas Armadas malienses (FAMA) apoyadas por Rusia, según organizaciones humanitarias locales, segaron la vida de 400 personas, entre las que se encontraban numerosos civiles. A pesar de ello, el régimen maliense calificó de exitosa la operación dado que «permitió la neutralización de 203 combatientes de grupos armados terroristas», declaró Goita, en «una operación aeroterrestre de gran envergadura». Fueron cinco días de guerra sin cuartel por parte de las FAMA en los que no se distinguió entre el yihadista perteneciente a la katiba de Amadou Koufa y el joven alejado de las armas.

Efecto contagio 

La exposición sistemática de Malí a la violencia ha hecho mella también en el vecino Níger, cuya población ya venía rechazando una entrada en su territorio de los agentes de seguridad liderados por Francia tras su retirada de Malí. «Más de un 90 % de los nigerinos declararon que no deseaban un desembarco de tropas internacionales por miedo a una potencial deriva hacia una mayor inseguridad», señaló el investigador Rachid Id Yassine, de la Universidad Gaston Berguer de Saint Louis (Senegal), que ha coordinado una encuesta de percepción de seguridad en Niamey, la capital de Níger, con más de 600 personas entrevistadas. La opinión pública, por el contrario, no fue relevante para el depuesto presidente Mohamed -Bazoum que, el año pasado, aprobó en la Asamblea General el despliegue de fuerzas internacionales en el país, acudiendo de nuevo a la narrativa endémica acerca de la incapacidad de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad nigerinos para hacer frente al terrorismo. 

Lo cierto es que el G5 SAHEL tampoco logró recoger frutos de una siembra que dura más de ocho años. Esta iniciativa de los Ejércitos regionales de la que formaba parte Malí –y en la que, en la actualidad, continúan Níger, Burkina Faso, Mauritania y Chad–, fue diseñada y apoyada económicamente por Europa y la comunidad internacional. El G5 debía haber desplegado sus fuerzas en las fronteras amenazadas por los grupos armados, algo que no ha sucedido. Con esta mezcolanza de intervenciones de distintos agentes de seguridad tanto del exterior como del interior, en Níger se ha producido un nuevo golpe de Estado –el tercero, tras los de Malí y Burkina Faso, en mitad de la crisis multidimensional del Sahel, ver pp. 6-7 y 10– encabezado por el coronel Tchiani y empleando los mismos argumentos que Malí: el agravamiento de la inseguridad y el aumento de la precariedad. 


Una mujer se dirige al mercado a las afueras de Niamey, la capital de Níger. Fotografía: Omer Urer / Getty

La violencia, una oportunidad 

La situación se vuelve cada vez más complicada para la ciudadanía -saheliana en las zonas fronterizas más sensibles porque la mayoría de las oportunidades que se les ofrecen les abocan a la violencia; deben elegir entre la guerrilla insurgente secesionista liderada, entre otros grupos, por el Movimiento Nacional de Liberación del Azawad (MNLA) o la insurgencia yihadista en manos del tuareg Iyad Ag Gali o en las de su pupilo, el imam Amadou Koufa, que representa la parte de violencia peúl. Todas estas guerrillas se asientan en el interior de Malí, en la zona norte y central que se han demostrado incontrolables por los cuerpos y fuerzas de seguridad malienses, que progresivamente están troceando el Sahel. Así las cosas, el movimiento secesionista ha declarado Azawad un estado y lo mismo está haciendo Koufa, que denomina las zonas bajo su control como un «estado pastoral». Idéntica situación encontramos en la frontera con Níger, en la región de Tillabéry, al oeste del país, donde tampoco hay presencia de las autoridades nigerinas y otro grupo, embebido teóricamente de salafismo yihadista, opera sembrando el terror entre las poblaciones rodeadas de «mares» –puntos de agua fundamentales para el pastoreo–. «La vasta franja de pastos de Gao-Tahoua, que divide la frontera entre Níger y Malí, es muy conflictiva porque se trata de un área codiciada por el agua. Este espacio está pensado para hacer un estado religioso en manos de Daesh. Llegan hombres armados a las aldeas, amenazan a la gente para que salgan con lo puesto, van liberando los lugares y sometiendo a las personas. Aquellos que se resisten son asesinados y les roban los animales», declararon fuentes oficiales a esta autora en Niamey, la capital nigerina.

Sobre el terreno, las insurgencias han vencido a los Estados sahelianos y, sobre el papel, los agentes internacionales de seguridad proyectan una imagen de fuerza y control sobre las estructuras armadas. Sin embargo, una década después de la intervención internacional liderada por el Ejército francés y otras intervenciones europeas para la formación y entrenamiento de los cuerpos y fuerzas de seguridad, el que había sido país central del Sahel, Malí, no logra enderezarse. En la actualidad, el terrorismo en este país se concentra en su frontera este, en las áreas de Menaka y Gao, que conectan con la región de Tillabéry (Níger), donde dos organizaciones armadas con bandera yihadista pelean por el control del territorio, los puntos de agua, los recursos y la población. Se trata del Estado Islámico en el Gran Sahara (EIGS) y del Grupo de apoyo del Islam y los musulmanes (GSIM), ligado a Al Qaeda. Cada estructura lucha por sus zonas de influencia, lo que ha obligado a casi 400.000 personas a abandonar sus hogares, provocando una de las mayores crisis humanitarias de los últimos años. El desplazamiento de las poblaciones es clave en la estrategia de estos grupos armados que buscan imponer su autoridad y controlar todas las vías de abastecimiento, además de extender sus zonas de influencia. 

La agenda del conflicto 

Los enfrentamientos entre los combatientes del EIGS y del GSIM no obedecen a diferencias ideológicas relacionadas con las prácticas yihadistas sino a la supervivencia en su versión más radical. «El jefe de una aldea al oeste de Níger, en la región de Tillabéry, fue asesinado y le robaron 140 cabezas de ganado», explicó a esta autora un activista humanitario en Niamey que trabaja asistiendo a la población peúl. La principal característica de esta comunidad es su actividad ganadera, por lo que el pastoreo es su principal fuente de ingresos. Por este motivo está expuesta sistemáticamente a los ataques de los insurgentes peúles del EIGS que, además de perpetrar robos con total impunidad, recaudan ingresos mediante el zakat –donación que debería ser voluntaria en el Islam pero que, en este escenario de violencia, no lo es–, que se traduce en una especie de impuesto que los pastores deben pagar a los señores de la guerra a cambio de permitir que sus rebaños accedan a los pastos. 

La trashumancia es tan arriesgada que numerosos pastores han preferido vender sus animales, emigrar o acercarse, en contra de su voluntad, a las filas de una de las organizaciones que más daño están causando a su propia comunidad. 

La vulnerabilidad climática hace además de factor multiplicador para que los ganaderos peúles se sientan tentados por las organizaciones armadas como vía de supervivencia. La sequía impacta en los forrajes, diezma a los animales y, por tanto, el último recurso se halla en el alistamiento. Durante estos últimos años, la extrema violencia en la frontera de Liptako-Gourma se ha vinculado a las luchas por el control de recursos lícitos e ilícitos, como el oro o las drogas. El Sahel está asistiendo a nuevas formas de violencia en la pelea por la gestión del agua y de la tierra de la que dependen las actividades primarias y también el motor económico de las poblaciones sahelianas como son la agricultura, la ganadería y el pastoreo. Más del 80 % de la población de Malí, Níger y Burkina Faso trabaja en el sector alimentario. Con una tasa media de natalidad de entre seis y siete hijos, y la reducción del terreno cultivable y las zonas en las que alimentar al ganado, la tendencia apunta hacia nuevos ciclos de violencia. 

El Sahel evoca inseguridad, lo que ha transformado la situación geopolítica tras el auge del sentimiento anticolonial francés. Este y la presencia de Rusia como nuevo socio de confianza marcan un hito en la historia contemporánea de la región. La incógnita reside en si Rusia se presenta como una verdadera alternativa al sistema de seguridad propuesto por Francia para alcanzar más ciclos de estabilidad que de violencia o, por el contrario, se repite el escenario de intervención y explotación de recursos por parte de agentes foráneos.  

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