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Por Efrem Tresoldi desde Sudáfrica
Una Sudáfrica herida y traumatizada ha celebrado este año el Día de Mandela (18 de julio). La «nación del arco iris» está saliendo de la pesadilla de violentos días de protestas que comenzaron en la provincia de KwaZulu/Natal y se extendieron a la de Gauteng, la más poblada, con Pretoria y Johannesburgo como sus principales ciudades. Miles de personas asaltaron tiendas y centros comerciales, los saquearon y les prendieron fuego. También atacaron y quemaron negocios. Los alborotadores incendiaron camiones y bloquearon importantes vías de comunicación, como la autopista que une la ciudad portuaria de Durban con Johannesburgo y otras ciudades del interior. El bloqueo impidió el suministro de bienes esenciales, incluida la gasolina, y la exportación de la producción agrícola e industrial por mar. Se estima que solo en Durban y su extrarradio, 45.000 tiendas, centros comerciales, almacenes de mercancías y negocios han sido destruidos. Algunos centros de vacunación contra la COVID-19 también fueron objeto de vandalismo, mientras que otros se vieron obligados a cerrar por motivos de seguridad. Decenas de miles de personas perdieron sus puestos de trabajo, sobre todo en el sector comercial.
El número de víctimas es elevado: por el momento hay 212 muertos, cifra que aumenta día a día. Entre ellas hay varias personas aplastadas por la multitud durante el asalto a los centros comerciales.
Los disturbios comenzaron como una protesta de los partidarios del expresidente sudafricano Jacob Zuma por su encarcelamiento el 7 de julio. El Tribunal Constitucional condenó a Zuma a 15 meses de prisión por desacato tras negarse reiteradamente a comparecer ante la comisión que investiga la corrupción sistemática que tuvo lugar durante sus nueve años de presidencia del país.
La protesta, que comenzó en la provincia de donde procede el ex presidente y en la que habita principalmente la población de habla zulú, degeneró rápidamente en una revuelta popular que afectó principalmente a las zonas más marginadas, las antiguas áreas segregadas de negros de los alrededores de las ciudades de Durban y Johannesburgo, como en Soweto.
No se puede decir, sin embargo, que se trate simplemente de un «motín de pan». Cada vez está más claro que, detrás de la revuelta de la población más afectada por la crisis económica y agravada por los efectos de la pandemia, había organizadores que actuaron estratégicamente con la intención de desestabilizar el país y probablemente hacer caer al Gobierno. Al parecer, su plan incluía sabotear las centrales eléctricas y los centros de distribución de agua. A través de las redes sociales consiguieron difundir información útil para la población sobre los lugares y puntos de ataque.
Muchos señalan ahora con el dedo a los servicios de seguridad del Estado sudafricano, que no podían desconocer las comunicaciones subversivas a través de las redes sociales y no hicieron nada para detener ni a los organizadores ni a quienes avivaron el fuego de la revuelta violenta.
Figuras políticas populares como Julius Malema, líder del partido Luchadores por la Libertad Económica, así como miembros de la familia de Zuma, contribuyeron a instigar los disturbios mediante el uso de las redes sociales.
También hay muchas críticas a la policía sudafricana. Encargada de impedir el asalto a los centros de distribución de bienes esenciales y la destrucción de las estructuras económicas, la Policía demostró no estar preparada para enfrentarse a los alborotadores. En muchos momentos se mostró impotente ante los saqueos y la destrucción. El despliegue tardío y limitado del ejército en las dos provincias sublevadas ha sido hasta ahora de poca utilidad. Al principio, solo lo hicieron 2.500 soldados y, tras fuertes críticas, el Gobierno prometió aumentar el contingente militar a 25.000.
Ante la incapacidad de la Policía y los organismos de seguridad del Estado para detener la violenta revuelta, los habitantes de muchos municipios comenzaron a organizarse para defenderse de la furia devastadora de los alborotadores. Día y de noche, grupos de personas con el apoyo de las asociaciones de taxis colectivos –el medio de transporte más común para los habitantes de los municipios– formaron un escudo humano para proteger los centros comerciales y las gasolineras.
La dramática crisis de los últimos días exige un análisis más profundo para comprender las razones que la motivan.
Los jesuitas sudafricanos, en su reciente comunicado, advierten que el estallido de los disturbios violentos es sintomático de una serie de problemas que deben ser abordados con urgencia. Entre ellos se encuentran los altos niveles de pobreza, la desigualdad social, el desempleo galopante (casi uno de cada dos jóvenes no tiene trabajo hoy en día) y la corrupción. «Los sudafricanos –advierten los jesuitas– están cansados de promesas vacías. Hay que erradicar la corrupción porque es un elemento importante de la crisis actual». Se calcula que en los nueve años de presidencia de Jacob Zuma se desviaron el equivalente a 39.000 millones de dólares de las arcas del Estado. Pero también hoy, y así lo muestran los presupuestos de varios municipios, el dinero público destinado a la prestación de servicios comunitarios básicos acaba en los bolsillos de políticos y administradores. El saqueo de la corrupción es a costa, sobre todo, de los más pobres.
En el Día de Mandela celebramos los 103 años del nacimiento del primer presidente democrático de Sudáfrica. Si Nelson Mandela estuviera presente hoy, ¿qué mensaje tendría para nosotros en Sudáfrica después de lo ocurrido en los últimos días? Estamos seguros de que no llamaría a la violencia para cambiar la situación. Por el contrario, alzaría su voz a favor de la movilización no violenta de las fuerzas sanas del país para abordar y encontrar soluciones concretas a las injusticias sociales y a la marginación de un amplio sector de los ciudadanos y para derrotar la corrupción.
Imagen portada: Danielle Beder/123RF:
Protesta contra Jacob Zuma en 2017
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