El imperativo categórico

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El redactor jefe de esta revista, Javier Fariñas, me escribió para pedirme un artículo que se publicaría este mes de enero. Estuve pensando en ello sin estar segura de lo que iba a escribir. Las circunstancias que vive mi país, Mozambique, desde las elecciones generales del pasado mes de octubre no son nada alentadoras, sino extremadamente desafiantes, un concepto que jamás tuvo tanto sentido para mí.

Confieso que cuando empezaron las manifestaciones estaba eufórica por el hecho de que los jóvenes hubiesen tomado las calles en diferentes puntos del país, aunque con mayor intensidad en la capital. Se entendía que el movimiento de la ciudadanía fuese más intenso en la capital al ser el centro del poder, donde se encuentran, y hasta confunden, los poderes políticos, el ejecutivo y el legislativo.

Esta euforia era generalizada. Era el momento de la ciudadanía, un momento liberador, (in)esperado, donde la indignación reprimida durante años, la frustración acumulada y las revueltas sofocadas se vieron representadas en las caceroladas, en las vuvuzelas y en los abucheos nocturnos. Se despertó la resistencia que hibernaba. El gas lacrimógeno dejó de ser suficiente. Las balas disparadas por militares, policías y agentes especiales, alojadas en los cuerpos ensangrentados, crearon una revuelta que ya no se reprimiría. La orden de Venâncio ­Mondlane, que lidera este movimiento, era permanecer en las vías públicas para resistir. El pueblo acató y las tomó. El poder pasó a las calles y desde allí se está gestionando el país.

Se deben estar preguntando: ¿y el Gobierno? Todo lo que escribiese no pasaría de conjeturas resultantes de la lectura del silencio del que los otros dos poderes se hacen eco.

Entre tanto, «la ocasión hace al ladrón». Estos momentos se vuelven siempre muy sensibles, muy vulnerables y presentan múltiples intereses superpuestos. Es más, el juicio más mediático de este país demostró que son dichos intereses los que determinan el rumbo que sigue la nación.

La euforia ha sido sustituida por la preocupación tras la incapacidad de prever una salida. Es curioso, porque esa es la situación que viven muchos de nuestros jóvenes. En los vídeos virales, la consigna inicial, que animaba a la resistencia, ha sido sustituida por mensajes que aluden a la opresión (para quienes no obedezcan el mandato del día), la intolerancia, el saqueo y la destrucción. Hay quien legitima estos actos como consecuencia de aquella condición, alegando que es necesario analizar el nexo causal.

Pero ¿no era eso lo que nos indignaba? ¿No eran la falta de libertad para pensar y expresar una opinión diferente, el saqueo y la destrucción lo que deseábamos combatir? Si queremos cambios, ¿por qué repetir los actos del que consideramos opresor? ¿Habrá hecho «la ocasión» a su «ladrón»? No lo sé, pero en la historia hay muchos ejemplos de países que tras entrar en una guerra civil, de forma espontánea o creada, fueron incapaces de reconstruirse.
He vuelto a mi país después de unos días en París. Mientras estaba allí, Catarina Falcão me entrevistó para RFI y me preguntó cómo terminaría todo esto. Sigo sin saber cómo. En estas cinco décadas hemos tenido en Mozambique conflictos que requerían de un proceso de reconciliación que se ha ido posponiendo. Entre los países que han atravesado una guerra civil, existen los que fueron capaces de reconstruirse y avanzar como un solo pueblo a través de un proceso de reconciliación. Aunque sigo sin atisbar cómo será en nuestro caso, sí que estoy convencida de que la reconciliación es un imperativo categórico.

En la imagen superior, manifestantes se reúnen junto a una barricada en llamas en Maputo el 23 de diciembre de 2024. Fotografía: Amilton Neves /Getty

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