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Por Omer Freixa
Se cumplen 30 años de la caída del Muro de Berlín, hecho que precipitó el final de la Guerra Fría y del enfrentamiento bipolar. En diciembre de 1991 se derrumbó la Unión Soviética y, con ello, un orden planetario vigente durante casi medio siglo.
Además de su papel simbólico, dicho derrumbe marcó el inicio del cambio de las relaciones internacionales y el término del enfrentamiento Este-Oeste, en cuyo marco el continente africano fue un espacio de rivalidad.
En un par de años, la victoria del capitalismo sobre el comunismo, en particular tras el colapso soviético, implicó el abandono del interés estratégico por África. Frente a eso, los países de Europa oriental comenzaron a captar más atención a nivel político y económico. En los años 90 el flujo de armamento hacia África disminuyó y tampoco se incrementó la ayuda al desarrollo.
A diferencia de África del norte, espacio más cercano a Europa e integrado en el espacio mediterráneo, la región subsahariana importó poco y solo se emprendieron algunas intervenciones puntuales como en Somalia (1992) y Ruanda (1994). En general, el continente quedó a su suerte, olvidado por las grandes potencias. En su lugar, oenegés, distintos organismos y actores religiosos diversos, como la Iglesia Católica, suplieron dicha ausencia. También los africanos pudieron hacerse cargo de sus agendas con un margen de maniobra mucho mayor que en la etapa precedente.
La superación del contexto de guerra fría posibilitó el ascenso de una nueva clase dirigente que buscó soluciones africanas para los problemas locales, es decir, que prescindía de la participación o injerencia de las dos superpotencias de antaño, al menos en los primeros años que siguieron al surgimiento del mundo posbipolar. Sin embargo, esas élites no dejaron de mostrarse serviciales ante las potencias externas.
La pérdida de valor estratégico de África para EE. UU. arrancó en 1989 aunque, a diferencia de Rusia, Washington no se retiró del continente. Sin embargo, esa mayor desatención y una notable disminución de la competencia estratégica implicó el estallido de nuevos conflictos –el genocidio ruandés, violencia en Burundi, la crisis somalí, guerras civiles en Liberia y Argelia, el inicio de la segunda guerra de Congo en 1998…–, así como el ascenso de potencias regionales subsaharianas como Sudáfrica, Kenia o Nigeria.
Los móviles de estos conflictos ya no fueron ideológicos, como antes de 1989, sino que buscaban objetivos económicos, depredar las grandes riquezas continentales en el marco de guerras privadas donde los actores eran, por ejemplo, señores de la guerra –financiados varias veces desde el exterior– al servicio de potencias extracontinentales o, en casos puntuales, grupos de oposición política enfrentados al gobierno de turno.
La intervención de los líderes africanos estaba condicionada a la extracción de riquezas, incluso contra sus gobernados en muchas ocasiones, y en complicidad con intereses foráneos. Estos actores construyeron redes clientelares, demostrando la inserción africana en el escenario de la globalización.
El avance de la globalización se ha mostrado imparable desde la caída del mundo bipolar, así como la emergencia de una nueva era que se caracteriza, más que nunca, por el caos y la proliferación de conflictos como principios rectores, junto a la aparición de Estados fallidos en Somalia, República Democrática de Congo (RDC) o Libia, por citar solo tres casos.
Con el final del dominio soviético en Europa oriental, a partir de la década de 1990, arrancó otra novedad: una ola democrática en buena parte de África que implicó el final de los sistemas de partido único, como en Mozambique, Tanzania (1990), Angola, Benín o Etiopía (1991), y de dictaduras, como en Somalia (1991), RDC (1997) y Nigeria (1999), además del proceso de desmantelamiento del apartheid sudafricano entre 1990 y 1994, que también provocó la independencia de Namibia, en marzo de 1990. A Somalia no le llegó la democracia, sino que lo que aterrizó en el Cuerno de África fue un Estado fallido contenido en un clima anárquico de lucha clánica.
Con la caída del gigante soviético desapareció un pilar que sostuvo conflictos prolongados como la guerra civil en Mozambique, antigua colonia portuguesa. En Angola, si bien la guerra, secuela de la descolonización lusitana, finalizó en 2002, el final del apoyo soviético tuvo importantes consecuencias. La retirada del apoyo cubano fue consecuencia de los profundos cambios sucedidos en Moscú. Por ende, los regímenes en el Cuerno de África, Somalia y Etiopía, colapsaron ante la ausencia de las dos superpotencias protectoras.
En el caso de EE. UU., aunque de forma tardía, el desenlace de la Guerra Fría implicó el final del apoyo anticomunista para Mobutu Sese Seko, último líder de Zaire (1965-1997), nación cuyo nombre cambió al actual, República Democrática de Congo en 1997. Los motivos geoestratégicos pesaron más que su negativa a abrir el país a la democracia.
De todos modos, Washington se mostró interesado por la defensa de la democracia en el continente, como también por los conflictos que estallaron o se recrudecieron a partir de 1989. Sin embargo, el país norteamericano perdió interés en el continente en los años que siguieron a la caída del Muro de Berlín, al igual que Moscú.
Somalia es el ejemplo más llamativo de colapso tras la modificación de las reglas del juego internacional.
El régimen de Siad Barre (1969-1991) explotó la rivalidad bipolar, primero al lado de la Unión Soviética y luego de EE. UU, junto a otros aliados. Como consecuencia de ello, el país afianzó una dictadura férrea, basada en una estructura clánica y un territorio fuertemente armado, pero siempre dependiente de la financiación externa, su talón de Aquiles. A finales de la década de 1980, la ayuda externa comenzó a flaquear y la oposición política aprovechó el momento, en enero de 1991, para derrocar a Barre. En su lugar, un grupo heterogéneo de actores locales comenzó una sangrienta disputa por el poder que sumió al país en su peor momento. La gravedad de la crisis incitó la intervención internacional por parte de Naciones Unidas, que no logró grandes resultados inmediatos. La operación Restore Hope, en 1992, fue un fracaso militar para EE. UU. La crisis política no se pudo resolver aunque se logró aliviar el drama humanitario. La caótica situación en este país desestabilizó toda la región. Poco después de la caída de Barre también fue derrocado Menghistu Haile Mariam en Etiopía, en mayo de 1991, hecho que posibilitó la secesión de Eritrea (1993) y su guerra contra Etiopía entre 1998 y 2000. Tampoco cesó la segunda guerra civil de Sudán (1983-2005).
La región de los Grandes Lagos mostró el rostro del horror. La inestabilidad no era una novedad en 1994, pero alcanzó el paroxismo entre abril y julio de ese año en una antigua colonia belga, Ruanda. En apenas 100 días fueron asesinadas al menos 800.000 personas en el genocidio más rápido de la historia. La reacción de la comunidad internacional fue dubitativa y lenta, mostrando la marginación de África en el plano internacional. EE. UU., tras la fallida operación en Somalia, rehusó adoptar el término genocidio y se negó a intervenir. Los actores locales y africanos, ante la falta de medios, poco pudieron hacer para evitar la tragedia.
El genocidio ruandés generó una onda expansiva que acabó impactando en Burundi, donde la convivencia entre hutus y tutsis nunca fue buena, y donde se produjeron masacres y represalias entre ambos grupos ante la pasividad de la comunidad internacional.
Decenas de miles de refugiados fueron el caldo de cultivo para el estallido de un nuevo conflicto, la segunda guerra de Congo o primera guerra mundial africana (1998-2003). Con antelación, el régimen de Mobutu no sobrevivió ante la ofensiva de una alianza militar interna que tuvo el apoyo de los vecinos Uganda y Ruanda. Esa fuerza liberó la capital, Kinshasa, en mayo de 1997 y provocó la huida del dictador. Pero la alianza se deshizo meses más tarde y comenzó una guerra de rapiña, donde Uganda y Ruanda se convirtieron en naciones agresoras y sumaron apoyos incluso de potencias no africanas que ampliaron el espectro de una guerra suprarregional. El principal escenario bélico fue el este del país agredido. Como consecuencia de ello, murieron más de tres millones de personas en un conflicto silenciado, el más mortífero desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Esta guerra ejemplifica el nuevo estilo de los conflictos posteriores a 1989, el de ser batallas con móviles principalmente económicos, guerras de depredación, donde las víctimas son, ante todo, civiles.
En África occidental, Liberia fue un caso paradigmático. Sufrió una conflagración civil entre 1989 y 1996 que motivó la intervención de una fuerza regional (ECOMOG, por sus siglas en inglés) con escasa repercusión internacional. En 1992 dicha misión se había replegado ante el recrudecimiento de la lucha entre las facciones y los señores de la guerra en pugna, hasta que a finales de ese año se decretó un embargo total de armas. Pese a las gestiones diplomáticas, en particular las de la Comunidad Económica de Estados de África occidental (ECOWAS), la guerra continuó más de tres años hasta que la pacificación hizo posible las elecciones de julio de 1997, en las cuales resultó victorioso uno de los antiguos beligerantes, el señor de la guerra Charles Taylor. No obstante, finalizada la guerra en Liberia, el efecto contagio propagó el conflicto a Sierra Leona, donde al año siguiente debió intervenir la ECOMOG para reestablecer el orden. Y lo hizo con un efecto secundario que empeoró la situación en la región: la guerra civil volvió a Liberia.
Otro conflicto que quedó marginado en la agenda internacional de la era de posguerra fue el Marruecos por la ocupación de Sahara Occidental. El pueblo saharaui a día de hoy espera la realización del referéndum prometido tras el despliegue de una misión de Naciones Unidas (MINURSO) en 1991, que estableció un alto el fuego –no respetado– entre las dos partes.
Durante varios años, después de 1991, el mundo fue unipolar. Hoy la configuración es muy diferente: varias potencias pugnan por la primacía y África vuelve a importar, ante todo por su potencial económico y por ser un gran mercado que en 2050 puede suponer casi la mitad del crecimiento de la población mundial.
Mientras que los estadounidenses nunca se ha retirado, otros han replanteado su política en el continente. En particular está China que, si bien se mantuvo activa en décadas pasadas, desde hace 20 años lo hace con mucha más fuerza. De hecho, en octubre de 2000 inauguró el Foro de Cooperación África-China. A partir de ahí, ha logrado convertirse en los últimos años en el principal socio comercial del continente. Por otra parte, Rusia, que cerró nueve embajadas africanas en 1992, vuelve a recuperar protagonismo desde la llegada de Vladimir Putin al Kremlin, en 1999. El avance ruso, no tan espectacular como el chino, amenaza colisionar con los intereses del gigante asiático y de la superpotencia americana. Y hay más actores en el juego: las antiguas potencias coloniales, principalmente Francia y Gran Bretaña –la Unión Europea lo hace en un plano más genérico–, más otro gigante asiático, India, y otros países como Turquía, Israel o Japón.
Hubo señales en los tardíos 90 que anunciaban el fin del olvido de África en la política internacional. En la Cumbre de Denver, celebrada en junio de 1997, se advirtió la necesidad de fortalecer el proceso democrático africano. Meses más tarde, el entonces presidente estadounidense Bill Clinton realizó una gira por seis países subsaharianos.
La carrera por los recursos del continente se incrementa, mientras que se escucha decir que África es el futuro. Pero el desafío pasa por que los africanos manejen completamente sus propias agendas, una deuda pendiente desde los tiempos de conflicto bipolar. ¿Una apuesta podrá ser el refuerzo de la cooperación Sur-Sur? El tiempo dirá.
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