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Por Carlos Micó
Aunque el animal que aparece en la bandera de Uganda es la grulla coronada, y esta flanquea el blasón del país en compañía del antílope kobo, el auténtico emblema nacional son los gorilas de montaña. Efectivamente, estos grandes primates son el mayor atractivo turístico de la llamada Perla de África. Su imagen copa el aeropuerto de Entebbe, aparece en los billetes de 50.000 chelines y hasta en los visados de entrada al país. Cada año atraen a miles de visitantes, que pagan entre 450 y 600 dólares para tener la oportunidad de pasar una hora con ellos en los parques nacionales del Bosque Impenetrable de Buindi y Mhahinga.
Estos animales llamaron la atención de la opinión pública a raíz de los trabajos que, entre 1966 y 1985, realizó la estadounidense Dian Fossey en el Parque Nacional de los Volcanes, en la vecina Ruanda. En aquel momento, la especie estaba, con 240 ejemplares, al borde de la extinción. Cerca de la mitad de esos animales habitaba en las montañas del suroeste de Uganda. Por ello, en 1991 se fundaron, bajo los auspicios de la Uganda Wildlife Authority (UWA) y el World Wildlife Fund (WWF), los parques nacionales de Mhahinga y Bindi, que se unieron al congoleño Parque Nacional de Virunga y al de los Volcanes en Ruanda, ambos fundados en 1925.
En 1994, dada la rica biodiversidad y la importancia estratégica de estas cumbres para la conservación de los gorilas, Buindi fue incluido en la lista de patrimonio mundial de la UNESCO. Como resultado de los esfuerzos conservacionistas y estrictas políticas gubernamentales, la población de gorilas de montaña ha sobrepasado recientemente la barrera de los 1.000 individuos, cambiando su estatus de «críticamente amenazados» a «en peligro», según la International Union for Conservation of Nature. Un éxito que, en paralelo, ha impulsado el desarrollo económico de los distritos de Kabale, Kisoro y Rukungiri, en el deprimido suroeste ugandés –ocho dólares de cada permiso de acceso a los parques nacionales se destina a las comunidades locales–. Pero, con la protección de los gorilas llegó el principio del fin para los entre 3.000 y 7.000 pigmeos batuas que se calcula que habitaban la jungla, en perfecta armonía con los gorilas y el resto del ecosistema.
Durante la creación de los parques, la UWA procedió al desalojo, en ocasiones violento, de este pueblo pigmeo. Arrancados de la selva, su mundo se vino abajo. Prácticamente del día a la noche, su hogar pasó a estarles vetado. Desde entonces, ni el Gobierno ugandés ni la UWA les han permitido el acceso a los beneficios derivados del ecoturismo. Tampoco les han ofrecido compensación alguna por la expulsión de sus territorios. Al perder su tierra, los batuas también perdieron su voz. Así, estos antiguos nómadas se vieron obligados a asentarse en los límites de los parques y en los bordes de las carreteras, donde los tradicionales mogulus –pequeñas chozas construidas entrelazando ramas y hojas– fueron sustituidos por míseras chabolas.
El asentamiento forzado y la transición hacia una economía productiva basada en el dinero no resulta fácil para los pigmeos, una cultura de cazadores-recolectores. Se encuentran atrapados entre dos mundos: la selva, a la que no pueden volver, y el mundo bantú, que no les acepta. Una clara muestra de esta difícil adaptación es el incidente que tuvo lugar en febrero de 2017. Un batua de 72 años, Kafukuzi Valence, fue detenido por cazar un pequeño antílope dentro del parque nacional de Buindi, algo que antes de la expulsión formaba parte de su rutina. Acusado de caza furtiva, permaneció preso durante siete meses, al tiempo que se le impuso una multa de 5,7 millones de chelines ugandeses –unos 1.500 euros–, suma imposible de reunir para esta comunidad privada de recursos.
Pero, además, la relación con sus vecinos bantúes no ayuda. Tradicionalmente, los pigmeos, a lo largo de su presencia en el continente, que abarca la selva ecuatorial de África central, desde Camerún y Gabón, hasta Ruanda y Uganda, pasando por los dos Congos y República Centroafricana, han sido vistos por los bantúes como seres primitivos e inferiores. El propio término pigmeo es empleado con ánimo despectivo en muchas ocasiones. Los batuas viven sometidos a ellos, sin más alternancia que realizar tareas agrícolas que no necesitaban en la jungla y que les son totalmente desconocidas. Por un día de trabajo al servicio de los propietarios locales, un batua apenas recibe el equivalente a un euro. Otras veces, el pago consiste en exiguas cantidades de comida. Ocasionalmente, algunos batuas tienen oportunidad de ganar un poco de dinero extra actuando en atracciones como la Batwa Experience, o el Batwa Trail, espectáculos teatralizados por los que los turistas pagan entre 80 y 100 dólares por ver representaciones guionizadas –y poco realistas– de la cultura de los pigmeos de la selva africana.
La marginación empieza desde niños. Los bantúes suelen negarse a que sus hijos compartan escuela con los niños pigmeos. Escuelas de las que, por otro lado, los pequeños batuas suelen fugarse. Cuando apenas tienes algo para comer, estudiar se torna ciertamente difícil.
En los viajes realizados a Uganda, Buindi era una parada ineludible, sus gorilas eran el plato fuerte de la ruta. Intentamos contactar directamente con los batuas que sobrevivían en las comunidades que rodean el parque nacional. Resultó imposible. Siempre había un intermediario, bien agentes de la UWA o un propietario de tierra, que amablemente se ofrecía a presentarnos a «sus pigmeos». Una vez llevados ante ellos, tanto unos como otros, nos advertían de que nadie en el grupo hablaba inglés y que, por lo tanto, ellos harían de traductores. Evidentemente, a conveniencia.
–Lo que queráis saber, preguntádmelo a mí. Ellos no os entienden –dijo Moses, el agente de la UWA que nos acompañaba.
Quería conocer de primera mano la posición oficial de la UWA. Así que, fingiendo desconocer la historia, pregunté:
–Nos habéis contado que los batuas vivían cazando en el bosque. Entonces, ¿por qué están aquí, fuera de él?
–La UWA les hizo salir para constituir el parque nacional y salvar a los últimos gorilas que quedaban. Si no lo hubiéramos hecho, los gorilas ya no existirían. La caza estaba acabando con ellos.
–¿La caza de los pigmeos? ¿Los pigmeos se arriesgaban a cazar algo tan grande y peligroso como un gorila, pudiendo cazar un duiker, aves o monos más pequeños?
–Los lazos y cepos con los que cazaban, a veces atrapaban la mano o el pie de un gorila. El miembro se gangrena y el animal acaba muriendo por la infección.
Algunos batuas enseñaban al grupo que yo mismo guiaba que hacían sus trampas con fibras vegetales. Después pasaron a gritar y dar saltos, fingiendo cantar y bailar antiquísimas canciones de la selva. Otros permanecían callados, clavando su mirada sumisa en el suelo. El debate con Moses continuaba. Como miembro de la UWA, estaba muy seguro y orgulloso de lo que decía. Le insistí.
–Pero Moses, esas trampas se hacían con vegetales, nos lo acaban de enseñar. Un gorila puede romper fácilmente esos lazos con las manos o los dientes.
–Sí, pero el problema es que a las partidas de caza de los batuas se unían cazadores bantúes que traían lazos y cepos metálicos. Estos son los que mataban a los gorilas.
Obviamente, todos estos argumentos no eran más que excusas. Resulta inverosímil que las trampas construidas con vegetales y madera de los batuas supusieran un peligro para la supervivencia de los últimos gorilas. Igualmente, cuesta trabajo creer en la gran incidencia de los cepos metálicos empleados por cazadores bantúes. En África occidental, estos métodos de caza, empleados en la obtención de carne de animales salvajes, la llamada «carne de bosque», sí suponen un auténtico problema de conservación. Pero en Uganda, donde la tierra es fértil y el alimento no escasea, no es probable que esta práctica fuera la responsable de colocar a los gorilas al borde de la extinción, como afirma la UWA.
El principal problema para la supervivencia de los gorilas de montaña siempre ha sido la caza furtiva, que en ningún caso utiliza lazos y cepos, sino métodos más activos como machetes y armas de fuego. Por lo tanto, amparados en la lucha contra el furtiveo, el Gobierno ugandés y la UWA echaron a los batuas, no por suponer un peligro para los gorilas, sino por la necesidad de tenerlos controlados, aunque no se los reconozca como ciudadanos. Por otro lado, su forma de vida no productiva, es vista como un primitivismo que no interesa al Gobierno de Uganda, que pretende ofrecer al mundo una imagen de modernidad, desarrollo y firme compromiso conservacionista.
–Hemos restaurado la selva. Ahora está como antes de que los pigmeos llegaran a ella. Pertenece enteramente a los animales –sentenció Moses sonriendo satisfecho.
Este último argumento resulta especialmente dudoso cuando se comprueba que, dentro de otros importantes parques nacionales ugandeses, como el Queen Elizabeth, también gestionado por la UWA, hay asentamientos humanos cuyo impacto sobre la fauna y el paisaje son, sin duda, mucho mayores que el que pudieran tener los pigmeos en las selvas que les vieron nacer. Es triste comprobar cómo algo positivo, la conservación de la naturaleza y de las especies amenazadas, deriva en la destrucción de los últimos pueblos primigenios del planeta. No es exagerado afirmar que, para el Gobierno ugandés y la UWA, la vida de un gorila tiene más valor que la de un batua.
A la luz del abandono institucional, y de la marginación y dependencia social a la que este pueblo se ve sometido, sus esperanzas quedan en manos de oenegés, la mayoría de ellas extranjeras y de carácter religioso, si bien en el año 2000 se fundó en Kisoro la United Organisation for Batwa Development (UOBDU), única organización creada por los propios batuas para reivindicar sus derechos.
Los principales objetivos de estas organizaciones son dotar al pueblo de la selva de tierras cultivables y semillas para aprender a practicar una agricultura de subsistencia que reduzca la dependencia de sus vecinos. La insalubridad de los asentamientos chabolistas donde malviven se traduce en que, según datos del Batwa Development Program, un 38 % de los niños batuas mueren antes de cumplir los cinco años. Para el resto de niños ugandeses, esta tasa es del 18 %. Por lo tanto, las mejoras habitacionales se plantean igualmente prioritarias. Por último, implantar la alfabetización, implica la principal vía para reclamar sus derechos y equipararse así al resto de ugandeses.
–No hay vida para nosotros. Ni dentro del bosque ni fuera de él –lamenta Alice Nyamihanda, miembro destacado de UOBDU y primera batua en graduarse en la universidad.
A pesar de esta creciente organización, sus reivindicaciones no contemplan la vuelta a la selva. Los viejos tienen asumido que no podrán volver, y la primera generación de batuas nacidos fuera del bosque se encuentran en un limbo identitario. Sus aspiraciones no pasan tanto por volver al hogar de sus antepasados, sino por ser reconocidos como ciudadanos y tener los mismos derechos que el resto de la población, aunque ello signifique renunciar definitivamente a su milenaria tradición. Perdido el orgullo por su cultura, sin que se les pueda culpar de ello, podemos prever que tristemente, en las próximas décadas, asistiremos a la extinción de la cultura de los últimos cazadores-recolectores de Uganda.
Al fin y al cabo, ser batuas no les ha traído más que dolor.
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