El olvido de una enfermedad

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La pobreza y el yihadismo dificultan la lucha contra la lepra en Mozambique



Por José Ignacio Martínez Rodríguez desde Pemba (Mozambique) 



A los 150 años de la identificación del bacilo de Hansen como el causante de la lepra, y pese a disponer de una cura efectiva, hay territorios donde luchar contra la enfermedad sigue siendo difícil. En el norte de Mozambique, han encontrado un nuevo enemigo: la insurgencia yihadista.



Laura Pedro, una mujer de 42 años, primero comenzó a ver cómo unas manchas aparecían y se extendían por su cuerpo. No les dio demasiada importancia. Luego llegaron unos bultos. En la cara, en la espalda, en las piernas. Pese a ello, siguió sin preocuparse demasiado. Y, por último, unas heridas en la piel, un hormigueo inexplicable, dolor en las articulaciones y hemorragias nasales. El primer curandero al que acudió, al que debió pagar 400 meticales (alrededor de seis euros), le dijo que aquello era cosa de brujería y le vendió un remedio casero que no funcionó. Entonces fue a otro que le cobró 500 meticales (7,35 euros), y tampoco sucedió nada. Y ya, falta de dinero, el último hechicero le exigió dos gallinas y un saco de harina para proponerle una cura, aunque el resultado fue idéntico al de los anteriores. Laura Pedro no obtuvo un diagnóstico que explicara la hinchazón o las úlceras. 

Laura vino al mundo en Memba, un distrito de la provincia de Nampula, en la zona septentrional de Mozambique, uno de los países más pobres del mundo. Ocupa el puesto 185 en el Índice de Desarrollo Humano. Solo seis naciones en el planeta empeoran sus guarismos. Como ejemplo, y según las cifras del Banco Mundial, su PIB per cápita apenas llegó a 529 dólares en 2022. En áreas eminentemente agrícolas como en la que nació Laura Pedro –o las regiones vecinas de Niassa o Cabo Delgado– esta estadística se recrudece. Por eso, la mujer tuvo que echar mano de las gallinas cuando el tercer curandero le pidió dinero. Por eso tardó tanto en ir al centro de salud en el que, si bien faltaban tratamientos y medicinas, sí acertaron a ofrecerle un diagnóstico correcto: se había contagiado del bacilo que el médico noruego Gerhard Armauer Hansen identificó en 1873, hace ahora 150 años, como causante de la lepra. 

Aguachero Sardinha sufrió lepra siendo un niño. Las secuelas le obligan a recibir tratamiento médico cada cierto tiempo. Fotografía: J. Ignacio Martínez Rodríguez


Esta dolencia crónica, catalogada dentro de las ETD (enfermedades tropicales desatendidas), está causada por una bacteria y se transmite vía aérea. Afecta a la piel, los nervios, la mucosa del tracto respiratorio y los ojos y, pese a ser poco contagiosa, deja unas secuelas visibles que provocan estigma, soledad, rechazo y miedo. Tanto es así que todavía existen más de 100 leyes en el mundo que marginan a quienes la sufren o la han sufrido, tanto a enfermos como a personas ya curadas, a las que se impide ir al colegio, se las segrega en los procesos electorales o se les prohíbe contraer matrimonio, ostentar un cargo de responsabilidad o entrar a un país. La Organización Mundial de la Salud (OMS) considera, además, que hay 23 naciones prioritarias en la lucha contra la lepra, que representan casi el 95 % de los casos mundiales. La miseria es el gran denominador común. Quien trabaja día a día para su erradicación lo sabe de buena mano. 

«La lepra es la hija de la pobreza», sentencia Estrella Arjomil, misionera española que trabaja en Pemba, capital de la provincia de Cabo Delgado, para ayudar a erradicar esta dolencia o, al menos, paliar sus efectos. Lo hace junto a la Asociación Aparf (Asociación Portuguesa de Amigos de Raoul Follereau, una organización que lucha por la erradicación de la lepra). En 2022, Mozambique diagnosticó 2.487 casos de esta enfermedad, de los que 568 estaban en Cabo Delgado. Aquí empezó Arjomil en 2016 yendo barrio por barrio, aldea por aldea. Inició un programa de formación de voluntarios, al menos 30 por distrito, habló con líderes políticos y religiosos, fue a los territorios más septentrionales. Pero, en octubre de 2017, un nuevo enemigo lo complicó todo: insurgentes vinculados a grupos yihadistas comenzaron a atentar en pueblos y ciudades causando destierro, muerte y miedo. «Fue una locura. Yo he ido sola hasta Palma –una urbe más norteña que sufrió un feroz ataque en marzo de 2021–, y de allí un recorrido hacia abajo, pero desde que estalló el conflicto no he podido volver», resume la misionera. 


La Hna. Estrella Arjomil acuna a un niño afectado de lepra en Cabo Delgado. Fotografía: J. Ignacio Martínez Rodríguez

Insurgencia y otros problemas

Desde aquel octubre, el grupo terrorista ha actuado en Cabo Delgado con asiduidad y ha llevado a cabo numerosas ofensivas, provocando miles de muertos y casi un millón de desplazados internos. Las autoridades han alertado de que el conflicto, lejos de mejorar, se ha extendido a la provincia vecina de Nampula y de que existe un riesgo evidente de que se reproduzcan incidentes en la región de Niassa, también colindante. Y toda esta violencia afecta a la vida diaria de la gente de muchas y muy diversas maneras. «Yo había recibido seis meses de tratamiento, y luego quise ir a mi casa porque podía continuar curándome desde allí los otros seis meses que me quedaban. Un voluntario iba a traerme las medicinas. Pero nadie vino y, entonces, empeoré», cuenta Laura Pedro. A ella no le quedó más remedio que volver a Pemba, a un centro que la organización local Alemo (Asociación de personas atendidas por lepra) tiene en esta ciudad costera. Otras personas no tienen siquiera esa oportunidad. 

«Cuanto más trabajas, más casos de lepra vas a encontrar, así que cuando hay muchos diagnósticos positivos no significa que sea algo malo, sino que se está realizando una buena labor», cuenta la religiosa española, que justifica así el alto número de personas afectadas en Cabo Delgado. La misionera habla también de las complicaciones que ha traído consigo la insurgencia. «Fuimos a unas aldeas de Namuno –otro distrito, este al sur de Cabo Delgado– y, a los pocos días, se produjeron ataques en aldeas próximas. Ya teníamos los voluntarios, habíamos empezado a hacer cosas… Con los problemas que hay de conexión telefónica, de lluvias, con lo difícil que es hacer el seguimiento de esta dolencia, ¿qué pasa con esos enfermos? Todo eso te desmoraliza».

El problema de la rebelión yihadista a la hora de combatir esta enfermedad se suma a otros que son comunes en territorios con -condiciones similares de falta de recursos. Los expertos han alertado, por ejemplo, de que la covid-19 frenó la detección de casos de lepra en el mundo. Aun así, y según la OMS, el número de personas diagnosticadas en todo el planeta aumentó un 10 % en 2021 con respecto al año anterior y se situó en 140.594 pacientes. Casi 400 al día. Una situación y unas cifras que podrían no reflejar la magnitud del problema y que parecen dejar la eliminación de la lepra para 2030, una de las metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, como una quimera casi irrealizable. «Hay veces que los propios afectados no le dan importancia. Hay quien recurre a curanderos. Hay personas que dicen que no les duele. Y los hay que tienen que recorrer muchos kilómetros para llegar a centros de salud donde ni siquiera disponen de medicación», lamenta Arjomil. 


Un grupo de familias desplazadas a causa de la violencia esperan ayuda humanitaria en la localidad de Matuge, en el norte de Mozambique. Fotografía: Alfredo Zuñiga / Getty


Secuelas

Como muchos mozambiqueños, Aguachero Sardinha no sabe decir su edad. Afirma que andará en torno a los 50 años, pero las arrugas de su piel, una sonrisa amplia y desdentada y su pelo canoso indican que pueden ser algunos más. Él sufrió lepra hace mucho tiempo, pero los efectos de aquel contagio le acompañarán toda la vida. «Recuerdo que al principio me proporcionaron un tratamiento que duró cinco o seis años. Pero los dedos se me cayeron. Aun así, pude construir mi casa y labrar mi tierra. Yo he sido agricultor», cuenta. -Sardinha habla en pasado de su oficio por una nueva secuela; hará cosa de un año, los huesos de su pierna derecha dijeron basta y los doctores tuvieron que amputarle ese miembro. Se vio obligado a dejar de trabajar. 

«Antes, el tratamiento duraba años, ahora no. Si hay menos de cinco manchas, suelen ser suficientes seis meses. Si son más, con 12 basta», explica Arjomil. Desde 1995, la OMS administra de forma gratuita el tratamiento de medicamentos combinados que cura la lepra, aunque no llega con facilidad a todos los territorios. Prosigue la misionera: «Por la forma de vivir en el campo, por los casamientos entre diferentes grupos, esta región es muy nómada y es imposible ir caso por caso en una aldea, de ahí la importancia de formar a la gente local, de contar con el apoyo de líderes políticos y religiosos. Hay gente que me dice que no tiene jabón. Les digo: agua, solo eso, agua, que la piel no esté reseca. Pero en algunas aldeas ni siquiera disponen de un pozo cerca». Y menciona también otras complicaciones como la tardanza a la hora de acudir a los hospitales por las largas distancias a recorrer, o la desconfianza que hay en los centros médicos, y otras secuelas como el estigma y el rechazo social que conlleva a menudo sufrir esta enfermedad

Sardinha celebra que él nunca sufrió marginación o soledad. Se casó y tuvo un hijo, aunque ambos, esposa y primogénito, ya han fallecido, así que pasa los días en el centro de Alemo junto a otros pacientes con secuelas semejantes. Cipriano José, un hombre de 73 años, también acude cada cierto tiempo a que le curen una piel antaño machacada por las úlceras. Él es, además, responsable del grupo de afectados de lepra de su aldea, 14 personas en total. Y afirma que, pese a los inconvenientes, las dolorosas secuelas, el miedo y la crudeza de la infección, nada está reñido con tener una vida buena. «Mi mujer es muy guapa. Cuando me casé con ella, yo ya había pasado la lepra. Ahora tengo 11 hijos, muchos nietos, no sé cuántos exactamente, e incluso algunos bisnietos. Yo he sido un hombre muy feliz», finaliza.   

Una familia afectada de lepra en una aldea de Cabo Delgado. Fotografía: J. Ignacio Martínez Rodríguez



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