El «oro blanco» erosiona Lesoto

en |



El país provee de agua a 12 millones de sudafricanos


La riqueza generada por la abundancia de agua no ha impedido que el país lleve décadas sufriendo la degradación de un terreno cada vez más vulnerable. El Gobierno, la sociedad civil y las comunidades rurales, con el apoyo técnico y económico de la comunidad internacional, intentan atajar el problema.

Al sobrevolar Lesoto se identifica con claridad la frontera que le separa de Sudáfrica, que rodea completamente uno de los países más pequeños del África continental. Las grietas que se contemplan, enormes fisuras en la tierra, delatan la erosión que lleva sufriendo desde hace décadas y que en la actualidad se intenta atajar con un proyecto internacional liderado por el Departamento de Asuntos del Agua que cuenta con un presupuesto de 38,5 millones de euros. Lesoto es conocido como el Reino en los cielos: dos terceras partes de su superficie son montañosas y cuenta con el pico más alto del África austral, el monte -Ntlenyana –3.482 metros por encima del nivel del mar–. En sus 30.000 kilómetros cuadrados viven algo más de dos millones de personas, con una renta per cápita (1.187 dólares) cinco veces inferior a la de Sudáfrica, a pesar de contar con un recurso natural imprescindible para vivir, el agua. 

Pegado por el norte a la región sudafricana de Kuazulu-Natal, la cordillera de Drakensberg recorre todo el país, formando en la zona septentrional una meseta que va de los 2.700 a los 3.200 metros de altura, vital para la ganadería y las industrias agrícolas, además de ser la fuente principal de los ríos Tugela –que fluye hacia el este a lo largo de más de 500 kilómetros– y Orange –recorre el oeste del país– que son, a su vez, los más importantes de Sudáfrica. Los afluentes del Caledon transitan por los 100 kilómetros de la frontera occidental del país, en las montañas Maloti, hacia el Free State sudafricano. En sus picos más altos es posible ver la nieve incluso en verano –en invierno las temperaturas bajan de los -20º C–, cuyo drenaje nutre al río Senqu, que alimenta Namibia y Botsuana. Según el Fondo Mundial para la Naturaleza es una biorregión –espacio más grande que un ecosistema– cuya tierra está compuesta de arenisca y esquisto, y cubierta por basalto.


De izquierda a derecha, Makomoreng Fanana, Matsolo Migwi y Moteka Mohale, técnicos y expertos de Renoka. Fotografía: Carla Fibla García-Sala

Arterias de tierra seca

Los ríos Orange, Tugela y los afluentes del Caledon son la fuente de gran parte del agua dulce de África austral, pero Lesoto, rural y con una actividad comercial muy limitada, es uno de los países menos desarrollados del mundo –a la cola del Índice de Desarrollo Humano, en el puesto 165 de 189–. Vive, eso sí, junto a una de las economías más importantes del continente que, además, cuenta con una topografía más accesible y útil para la ganadería y la agricultura.

«Las laderas tienen elevaciones de entre 1.800 y 2.100 metros, que en las tierras bajas descienden a 1.500. Los suelos de la montaña son de origen basáltico, poco profundos pero ricos, mientras que en las tierras bajas es arenisca subyacente, por lo que la erosión se ha extendido y dañado severamente todo el territorio», explica Makomoreng Fanana, responsable del movimiento Renoka, que trabaja como enlace entre las comunidades rurales, la sociedad civil y el Gobierno para salvar tanto el terreno como el agua que enriquece al país. 

«Renoka es un movimiento de gestión integrada que significa “Somos un río”, simboliza que las comunidades autóctonas, los profesionales y expertos, los individuos estamos juntos, fluyendo en una misma dirección, somos más fuertes al estar unidos. Lesoto empezó a sufrir la decadencia de la tierra antes de la independencia, pero hemos aprendido la lección y sabemos que una sola institución no puede resolver el problema, nos necesitamos», comenta Fanana, haciendo alusión a que su acción está enmarcada en el Departamento de Asuntos de Agua, que tiene las competencias del control del agua, de su calidad, cantidad, fuentes y gestión. «La fuente principal son los humedales situados en territorios que, a su vez, están gestionados por otro ministerio, aunque también debemos tener en cuenta las estructuras locales gubernamentales y a los jefes tribales. Para declarar un humedal como espacio protegido, debemos estar de acuerdo y entender por qué, con qué fines se toma la decisión», matiza.


Una mujer pasa junto a una colina medio hundida. Fotografía: Carla Fibla García-Sala


Una gestión integrada

El 90% de los humedales lesotenses están en el nordeste del país y son los que aseguran que el agua fluya por los ríos y llegue a otras regiones del sur del continente. «Nuestro objetivo es gestionar y proteger la tierra y el agua. Pero también mejorar la vida cotidiana de las comunidades donde están las fuentes fluviales, asegurando el desarrollo económico y la utilización sostenible para el futuro, para la generación actual y las venideras», continúa Fanana. El responsable de Renoka relata que hubo varios intentos para resolver el desecamiento de la tierra, pero que fracasaron porque «el acercamiento se produjo de arriba abajo, no de forma equilibrada y horizontal», y el éxito se limitaba a lo que duraban los proyectos. «Ahora estamos aumentando el conocimiento de la población sobre lo que está sucediendo e invirtiendo en un cambio de comportamiento, desarrollando intervenciones desde las comunidades», argumenta Fanana. Mokake Mojakisane, comisario del Agua, lidera este gran proyecto de lucha contra la degradación de la tierra. Tiene la misma visión que Fanana para resolver el problema: «Compartimos el agua con Sudáfrica, Botsuana y Namibia, el objetivo es que 70 metros cúbicos por segundo –en la actualidad son 25– sean transferidos al río Vaal –en Sudáfrica– desde Lesoto, para contribuir con un 46 % de su capacidad fluvial. En nuestro programa integramos la gestión de las cuencas porque nuestro país está seriamente degradado por el mal uso de la tierra, de las fuentes de recursos, y puede ser perjudicial por ser un país con una cantidad abundante de agua», explica Mojakisane tras recordar que entre los beneficios que obtiene su país está el 50  % de la energía hidroeléctrica que se consume –el resto se importa de país vecinos–. El Gobierno de Maseru contribuye con cinco millones de euros al proyecto de Gestión Integrada de Cuencas (ICM, por sus siglas en inglés) que concluirá a finales de 2023.

La falta de recursos financieros en el país está impidiendo que el desarrollo de las fuentes de agua para uso interno vayan al ritmo que precisa la población. «Tenemos contrapartes como la Unión Europea, el Banco Mundial, el Banco de Desarrollo Africano, el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán y bancos árabes, entre otros, con los que pudimos construir la presa que suministra a las principales ciudades del país, pero son zonas urbanas, porque por los pueblos que pasa la tubería, la zona rural, no tienen ese acceso. Eso es lo que hay que cambiar», apunta Mojakisane.


Mokake Mojakisane, comisario de Agua. Fotografía: Carla Fibla García-Sala

Dependencia sudafricana

Cada año cerca de 800 millones de metros cúbicos de agua salen de Lesoto en dirección a Sudáfrica. Agua dulce que, debido a las limitaciones de acceso, no siempre está al alcance de las comunidades que viven cerca de las presas. Esto obliga a los habitantes de la zona a acudir a fuentes no protegidas que se convierten a menudo en foco de infecciones o en brotes de diarrea por el consumo de agua contaminada. 

Según la Autoridad de Desarrollo de las Tierras Altas de Lesoto (LHDA, por sus siglas en inglés), entre 1996 y 2020 Lesoto ganó 11.200 millones de malotis (709,5 millones de euros) por vender 16.401 millones de metros cúbicos de agua potable a Sudáfrica. En 2020 fueron 65,6 millones de euros por 780 millones de metros cúbicos, en lo que las autoridades lesotense y sudafricana califican como «un ejemplo de cooperación regional exitosa». Sin embargo, sobre el terreno, esto tropieza con la escasa repercusión en el nivel de vida de las personas, que comprueban a diario cómo se extrae su preciado «oro blanco».

La contradicción de estar rodeados de un agua a la que no tienen acceso de forma abierta y libre intenta ser subsanada por Renoka, la Comunidad de Desarrollo del África Austral (SADC, por sus siglas en inglés), CRS –la Cáritas estadounidense– ORASECOM (Orange-Senqu River Comisson) y la financiación de la Unión Europea y del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, que implementa el proyecto a través de su agencia de cooperación (GIZ).

El LHDA desarrolla uno de los proyectos de ingeniería más ambiciosos de África, cuyo objetivo es la recolección de agua –la media de -precipitaciones anuales está por encima de 1.000 l/m2– de los principales ríos del país y la creación de amplios lagos artificiales donde almacenarla. El agua es trasladada por túneles desde el norte hasta los ríos sudafricanos que llegan a la presa en el río Vaal, de la que dependen las densamente pobladas zonas urbana e industrial de -Johannesburgo y Pretoria. La idea inicial se remonta a los años 50, pero no fue hasta 1986 cuando se firmó un acuerdo cuya segunda fase comenzó a desarrollarse en el año 2000 en el que se revisó y rubricó un subacuerdo que no ha vuelto a considerarse a pesar de que el acuerdo inicial estipulaba que se hiciera cada 12 años. 

En la primera fase, 27.000 personas perdieron sus casas y tierra tras varios acuerdos de compensación oficiales y planes de reasentamiento no exentos de polémica. Las personas que vivían cerca de los lagos sufrieron inundaciones. En 1995 se creó el Jardín Botánico de Katse para rescatar 149 tipos de plantas afectadas por el anegamiento de las tierras. Algunas especies animales como el pez Maluti Minnow –mide menos de 5 centímetros y es el indicador perfecto de la pureza del agua– padecieron el impacto de la reducción del caudal  de los ríos. El aspecto positivo fueron los 4.000 puestos de trabajo temporales para la construcción y servicios de la presa de Katse, y otros 1.000 en la de Mohale.

«Un buen acuerdo con Sudáfrica sería aumentar el canon a pagar por la explotación del agua y, en términos sociales, que Lesoto logre que las presas no sean percibidas como sudafricanas. El tratado debe revisarse para mejorar lo que compartimos, y que su gestión parta de Lesoto porque son nuestros recursos naturales, de los que dependemos», explica Mojakisane tras destacar la precariedad con la que se sigue explotando la tierra. En Lesoto es raro ver tractores. La mayor parte de los agricultores usan animales para arar.


Un pastor vigila su ganado. Con el código QR accede a un documental elaborado por la SADC y ORASECOM en 2014 sobre la situación acuífera del país. Fotografía: Carla Fibla García-Sala


Implicar a la población

50 kilómetros al sur de Maseru, la capital, en el humedal de Puete (Ha Moitsupeli), donde apenas queda agua, un joven ganadero observa en la distancia cómo una de sus vacas acaba de parir un ternero que poco después se pondrá a cuatro patas y dejará que su madre le limpie. Sonríe satisfecho mientras nos cuenta que estudia en la ciudad, pero siempre que puede regresa al pueblo para echar una mano a la familia en el campo. «Dejo que las vacas vayan por donde quieran porque ya no hay agua y pueden pastar donde les plazca. Dicen que antes esta zona era muy diferente», comenta señalando el barranco en el que se ha convertido el corazón del humedal.

«Estamos intentando distribuir la información a las comunidades para que el mensaje llegue a la población. Lo hemos hecho en el norte y este año será en el sur, para que entiendan que el proyecto ICM pretende que el agua vuelva a los terrenos, porque no somos capaces de retenerla. Es un trabajo que está en proceso», añade Mojakisane, que destaca que se trata de una responsabilidad compartida porque la transferencia del agua depende de Sudáfrica y la generación de electricidad de Lesoto.

«Las comunidades forman parte del movimiento Renoka, es un programa por el cambio, y están impacientes por el inicio de las intervenciones donde aún no se han implementado. Están preparados, pero queremos que el proyecto les pertenezca, no que sea impuesto desde Maseru. La cadena funciona porque las comunidades nos informan, nosotros tenemos a los técnicos, identificamos con ellos los desafíos y nos muestran cómo solían ser esos lugares. Identificamos el cambio y lo que se precisa hacer», comenta -Fanana tras explicar que están intentando recuperar las «esponjas» naturales que retenían el agua en los humedales cuando llovía y que luego, en tiempo de sequía, iba filtrándola a la tierra, lo que evitaba que esta se desecase.

Según estudios preliminares de varias organizaciones internacionales, que corrobora Renoka, desde 2015 se ha perdido entre el 63 % y el 80% de los humedales lesotenses «Es alarmante. No hay elección, debemos actuar, implementar proyectos que den resultados, como lo que estamos haciendo con la Unión Europea y la GIZ. Hemos comprobado que es posible revertir la degradación de algunos de ellos, o detener su deterioro dejando descansar a la tierra para que se regenere. Estamos cambiando la gestión de la tierra y es increíble cómo reaparecen especies ausentes desde hace 20 años», concluye -Fanana.

La inversión en conocimiento –que entiendan por qué hay que retirar los desechos, cuándo y cómo quitar la mala hierba, recoger las piedras que expanden la erosión e implementar técnicas para acumular el agua– y la implicación de la comunidad son las claves para acabar con las grietas que invaden el país. Por el momento, en las cuencas de Mohokare, Makhaleng y Senqu, que acogen a seis ríos, se está implementando el plan de acción del ICM que quiere «proporcionar un desarrollo socioeconómico capaz de adaptarse al cambio climático en Lesoto».   



Colabora con Mundo Negro

Estamos comprometidos con la información sobre África

Si te gusta lo que hacemos, suscríbete a nuestra revista o colabora con nuestro proyecto