El pedigrí de la Nueva Flor

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Adís Abeba (Etiopía)


Por P. Juan González Núñez, administrador apostólico de Hawassa


Adís Abeba es mi ciudad. En ninguna otra he vivido tanto tiempo, 15 años.

Mi primer encuentro con ella fue en 1976. La carretera que conectaba el aeropuerto con la ciudad era estrecha, con el asfalto descascarillado en los bordes. Adís Abeba era entonces un inmenso conglomerado de casuchas construidas con palos y barro, esparcidas en un vasto terreno rugoso, surcado por ríos y riachuelos, en las faldas del monte Entoto.

Aquí y allá, algún que otro edificio emblemático señoreaba sobre un mar de tejados de láminas de zinc, la mayoría carcomidas por el orín. Sin embargo, a pesar de la apariencia, aquella ciudad tenía ya su grandeza. Contaba con un nombre y una fecha de nacimiento oficial e iba a cumplir 100 años. No había nacido por casualidad, como la mayoría de las ciudades, y tenía pedigrí imperial.

Menelik II, sin pretenderlo, preparó su nacimiento al plantar su campamento militar en lo alto del Entoto. Lo hizo por razones estratégicas, pero por sus 3.000 metros de altura era un lugar muy frío. En cambio, a sus faldas, el clima era mucho más benigno. Y, sobre todo, había un manantial de aguas calientes que hacía las delicias de su consorte, la reina Taitú. Un buen día de 1887 bajaron de la montaña y se instalaron cerca del manantial, en lo que sería conocido en el futuro como el Guebbi (el recinto). Había nacido la ciudad. Taitú la bautizó con el nombre de Adís Abeba, que en amárico significa nueva flor.

Ni Menelik ni Haile Selassie escatimaron esfuerzos para dar forma de ciudad a la marea de chabolas apiñadas en torno al Guebbi y a las residencias de los magnates del imperio. Lo consiguieron a medias. Pero Haile Selassie logró que en 1963 se celebrase en Adís Abeba la reunión de Estados africanos que dio origen a la Organización para la Unidad Africana (hoy Unión Africana) y que allí se quedara la sede permanente. Con ello la había convertido en la capital de África.

Adís Abeba era, sin embargo, la capital de una de las naciones más pobres del mundo, y fue solo a partir del año 2000 cuando dio el estirón para ponerse en camino de ser una gran urbe. Tal desarrollo no se ha detenido con los conflictos armados de los tres últimos años. No da la impresión de ser la capital de un país en guerra. Al contrario, parece que ha acelerado su transformación. Los años de Abiy Ahmed se están caracterizando por el embellecimiento de la ciudad. Destaca la apertura al público, convertido en museo, del Guebbi –con el palacio de ­Menelik–, que en los regímenes anteriores era símbolo de terror y del secretismo del Estado.

Existen todavía barriadas de casuchas y el problema del tráfico. Lo primero es el resultado de ser la capital de una nación pobre. Y el segundo, paradójicamente, el de ser la capital de un país que se desarrolla a marchas forzadas.

De clima benigno, perfumada por los eucaliptos del ­Entoto, capital de la segunda nación más poblada de África y con un centenar largo de embajadas, Adís tiene todos los ingredientes para ser considerada, cada vez con más méritos, la capital de África.


Fotografía superior: Minasse Wondimu Hailu/Getty




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