El refugio de la educación

en |


Campo de desplazados de Dzaleka (Malaui)



Por José Ignacio Martínez Rodríguez desde Dzaleka (Malaui) 




El campo de refugiados de Dzaleka, abierto en 1994 en Malaui para dar cobijo a 12.000 personas, acoge ya a más de 53.000. Entre todas las carencias, la de estudiar es una de las más sangrantes. Pese a que la mitad de sus habitantes son menores de edad, la tasa de escolarización apenas llega al 40 %.



A sus 13 años, Latifa -Aziza –una niña de cuerpo delgado, semblante sonriente y pelo peinado con pequeñas trenzas– no recuerda su vida fuera de los límites de Dzaleka. Ella llegó aquí, un campo de refugiados situado en el distrito de Dowa, a unos 40 kilómetros de Lilongüe, la capital de Malaui, cuando era una niña que estaba aprendiendo a pronunciar sus primeras palabras. «Sé que nací en el sur de la provincia de Kivu, en República Democrática de Congo. Mis padres me lo han dicho, pero no conozco nada de ese lugar. Siempre he vivido en Dzaleka», dice en un correcto inglés. «Es el idioma que me enseñan en la escuela. Así podemos entendernos todos, aunque en casa utilizo el suajili», añade. 

Que Latifa pueda ir a la escuela la convierte en una privilegiada. El campo de Dzaleka, abierto en 1994 para dar cobijo a tutsis y hutus moderados que huían del genocidio ruandés y pensado para albergar a unas 12.000 personas, acoge ya a más de 53.000 y crece a un ritmo de 300 al mes. Un incesante goteo de personas del que aproximadamente la mitad son niños. Y no hay colegio para tanto chaval. Según algunas oenegés, la tasa de escolarización en Dzaleka apenas llega al 40 %. Frente a esta carestía, proliferan los pequeños proyectos locales que idean y llevan a cabo los propios refugiados y que intentan suplir la alarmante falta de aulas y recursos educativos. El colegio ACCB, al que acude Latifa, es un claro ejemplo de ello. 

El deporte es una de las formas de ocio más comunes en Dzaleka. En la imagen, varios jóvenes juegan al fútbol en el campo de refugiados. Fotografía: Angela Jimu / Getty



«La escuela la abrió un pastor protestante congoleño en 2016 -porque, cuando llegó a Dzaleka, comprobó los retos tan grandes que afrontan aquí muchos niños. El mayor de ellos es que no tienen colegios a los que acudir», dice Ngoy Odilon Ilunga, director de ACCB, un espacio humilde y poco convencional. Compuesto por unas diez aulas que no lucen más mobiliario que una decena de bancos de madera con sus respectivas mesas y una pizarra. Sus profesores no cobran nada. Son también refugiados del campo, gente que huyó dejándolo todo atrás, voluntarios que emplean su tiempo así, enseñando por responsabilidad, por amor a sus comunidades y por vocación. «Son 15 trabajadores, la mayoría maestros, aunque también gente que vigila que los chavales vengan, los que tratan de curar sus enfermedades o los que se dedican a los más pequeños», señala Ngoy. 

«A mí me gustan especialmente dos asignaturas: Agricultura y Habilidades para la vida. Con la primera aprendo cómo criar y aprovechar plantas y animales, y con la segunda a desenvolverme mejor», afirma -Latifa. Y explica su rutina diaria: «Me levanto a las seis de la mañana y vengo al colegio, que empieza a las siete y termina a las doce del mediodía. Después vuelvo a casa, almuerzo y salgo a jugar con mis amigas, aunque algunas veces también me gusta quedarme y leer. Después, cuando se hace de noche, regreso con mis padres y mis siete hermanos, cenamos juntos y nos acostamos». De momento, a estudiar y a divertirse cuando puede es a lo que Latifa dedica sus jornadas. No tiene otras preocupaciones ni más obligaciones que esas. Cuando crezca, vivir en Dzaleka se convertirá en algo mucho más complicado. 


Los burundeses y sus tambores tradicionales tienen una presencia destacada en el campo de Dzaleka. Fotografía: Angela Jimu / Getty

Un crisol de nacionalidades

«La vida aquí es extremadamente difícil. Hay muchos problemas, pero la imposibilidad de conseguir trabajos dignos, bien remunerados, quizás sea el más grande de todos. No hay muchas formas de obtener ingresos», lamenta Aman Gaston, profesor del ACCB, un hombre de 36 años que también huyó de Kivu hace ahora cerca de cinco años. Hay hechos que refrendan sus quejas de forma inequívoca. Con el pretexto de la alta tasa de pobreza nacional –más de la mitad de la población de Malaui, un país con unos 22 millones de personas, vive bajo el umbral de la -pobreza–, el Gobierno malauí no otorga permisos de trabajo ni permite acceder a las universidades locales a refugiados o solicitantes de asilo. La mayoría de los habitantes de Dzaleka han llegado aquí sin nada, por lo que tampoco pueden montar pequeños negocios dentro del campo, algo que les permitiría ir tirando. La comida que proporciona ACNUR (la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados) resulta su único sustento. 

«Sí, nos dan comida, arroz y alubias la mayoría de las veces. Pero hay que cocinarla. Necesitamos carbón para encender y mantener el fuego, utensilios, sal… Mucha gente no puede conseguir todo eso y debe mendigar a sus vecinos», explica Aman, quien vino a Dzaleka junto a su mujer y dos de los cuatro hijos que tienen en la actualidad. «Ahora han anunciado que van a sustituir la comida por 5.000 kuachas (en torno a cinco euros) mensuales por miembro familiar. ¿Qué esperan que hagamos con eso?», lamenta. Sus historias no difieren mucho de otras que pueden verse en Dzaleka: cuando la inestabilidad política, la guerra o el miedo se apoderaron de sus vidas en su lugar de origen, escapar se convirtió en su única opción. Este campo de refugiados malauí fue su inesperado destino. «Mis niños, para crecer sanos, deberían comer frutas y verduras. Pero obtenerlas me resulta muy complicado». 

Dice también Aman que, en la escuela, él da clases de todo: Matemáticas, Agricultura, Habilidades para la vida… No hay asignatura que no pueda impartir. El colegio ACCB, que comenzó con algo menos de 30 alumnos cuando aquel pastor abrió las aulas por primera vez, acoge ya a más de 300 estudiantes repartidos en ocho grados y en dos turnos diferentes. El primero, al que va Latifa, acude de siete de la mañana a doce del mediodía. Y el segundo, para chavales de 12 a 15 o 16 años, lo hace de doce a cinco de la tarde. Con todo, hay algo en lo que coinciden los docentes: el mayor reto es enseñar inglés a todos los niños para que, al menos, puedan entenderse entre ellos. 

Lo cierto es que Dzaleka se ha convertido en una pequeña ciudad, una amalgama de casas de paredes de adobe y tejas de latón cuya población es un crisol de nacionalidades (congoleños, el 62 %, y burundeses, el 19 %, son mayoría, aunque también abundan refugiados ruandeses y somalíes). «Yo, sobre todo, hablo kirundi. El inglés me cuesta más, aunque tengo que aprenderlo porque es el que me ayuda a comunicarme», señala Shiti Lukumani, una adolescente de 14 años que nació en Burundi, donde nueve millones de personas utilizan como primer idioma el kirundi, una lengua bantú. Llegó al campo de refugiados siendo una niña. Y ahora también estudia en el colegio. «En unos años quiero convertirme en médico; me gustaría ayudar a mis compañeros y a mi familia con sus enfermedades», dice.


 

Dos alumnos matriculados en el colegio ACCB delante de la pizarra de su clase. Fotografía: J. Ignacio Martínez Rodríguez

Quedarse o salir

Dentro de Dzaleka ya hay muchas personas que han recorrido un camino parecido al que les tocará a Latifa y a Shiti en el futuro. Beatrice -Mtabi tiene 21 años y llegó al campo en 2011 junto a sus seis hermanos. Aquí terminó la Primaria, hizo también la Secundaria y ahora, por las tardes, intenta como puede seguir aprendiendo cosas. Por las mañanas es profesora en el ACCB. De República Democrática de Congo, su país de origen, conserva el suajili y su amor por el góspel, al que dedica casi en exclusiva las mañanas de los domingos. «Doy clases porque quiero ayudar a la comunidad. Y como aquí hay muy pocos colegios… Vivir en Dzaleka es un desafío continuo», afirma. 

Gradi Manyonga, otra joven de 21 años, también fue capaz de finalizar sus estudios siendo refugiada. Ella aterrizó en Dzaleka junto a su padre y a su hermano pequeño cuando apenas tenía nueve años. Como tantos, huyeron de Kinshasa principalmente por la inestabilidad política. «Hice aquí Primaria, Secundaria y una diplomatura en Trabajo Social que realicé por Internet gracias a una universidad de Estados Unidos», dice Manyonga, que trabaja como profesora en otra escuela del campo, una de las más grandes, que abrió hace unos años la ONG brasileña Fraternidade Sem Fronteiras. Con lo que gana, su familia ha comenzado un negocio de venta de huevos y ella ha iniciado su propio proyecto social, al que ha llamado «Girls Union for Empowering Actions» (Unión de Chicas para Acciones de Empoderamiento), con el que ayuda a 25 mujeres que se encuentran en situación de vulnerabilidad. «Quiero ir a la universidad y licenciarme en Relaciones Internacionales, pero con esto de los permisos resulta imposible», señala. 

A Jonas Dunia todavía le quedan unos cuantos años para pensar en qué trabajo desempeñará, en cómo ganarse la vida, en universidades o en los límites de Dzaleka. A sus 12 años, sus sueños no difieren mucho de los de otros chavales de su edad, ya sean congoleños, como él, malauíes o europeos. Jonas quiere ser futbolista. «Soy delantero, como Sadio Mané, que está en el Bayern de Múnich. Marco siete goles por partido», dice. Y sus amigos, que lo escuchan, ríen y bromean con él ante el comentario. «En el colegio soy bueno en Matemáticas. Es la asignatura que más me gusta. No sé por qué», finaliza antes de salir de clase e ir a con sus compañeros a practicar ese deporte que le gusta tanto en un descampado, cerca de un improvisado vertedero informal, utilizando dos piedras como porterías y trapos amarrados en forma esférica como balón.   

Colabora con Mundo Negro

Estamos comprometidos con la información sobre África

Si te gusta lo que hacemos, suscríbete a nuestra revista o colabora con nuestro proyecto