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Por Albert Roca, desde Antananarivo (Madagascar)
El 12 de octubre, apenas cuatro días después del inicio de la campaña electoral, el Alto Tribunal Constitucional (ATC) de Madagascar aplazaba una semana la primera vuelta de las elecciones presidenciales, programadas originalmente para el 9 de noviembre. La razón de mayor peso es cuando menos pintoresca: solo uno de los candidatos registrados había iniciado la campaña en el día establecido, mientras que el resto («los 11» candidatos de la oposición, como se los conoce) habían actuado como una plataforma que cuestionaba el mecanismo electoral, sin permitirse promoción individual alguna. Aunque el Tribunal no ha dado curso a ninguna de las reclamaciones de los candidatos, sí ha mostrado una flexibilidad -notable al prolongar el período de propaganda para evitar una situación de desigualdad que, de todas maneras, se antoja inevitable, ya que no hay manera de «descontar» el adelanto que ya lleva el presidente saliente, Andry Rajoelina.
No es esta la única causa de perplejidad. La legislación malgache exige que el presidente dimita para inscribirse en la carrera electoral. Durante el interregno, la Constitución prevé que el presidente del Senado asuma el cargo de forma interina. Sin embargo, Rajoelina dispuso que el Gobierno asumiese de forma colegiada ese período. El presidente del Senado, -Herimanana Razafimahefa, reaccionó aceptando públicamente una presidencia interina que nadie le había ofrecido –ni el Gobierno ni el Constitucional–, para renunciar a ella al día siguiente y, otro día más tarde, ser cesado por la Asamblea de Senadores, que eligieron en su lugar a Richard -Ravalomanana, conocido partidario de Rajoelina.
Todo eso durante la primera semana de campaña. Es difícil no sentir confusión ante semejante vacilación institucional. Pero la incertidumbre viene de antes y entronca con una dinámica que ya ha sorprendido a propios y extraños en las diversas e interminables crisis políticas de la Gran Isla que, desde la independencia, y sobre todo a partir del inicio de los 90, se prolongan durante meses. En 1991-92 con la Marcha de la Libertad y el largo fin de la II República, en 2002 con la segunda caída de Didier Ratsiraka, en 2009 con la deposición -según algunos, golpe de Estado-, de Marc Ravalomanana, que abrió un período de transición de 5 años.
Para hacerse una idea de esta continuidad, basta mirar las reclamaciones del colectivo de «los 11». Las críticas a la CENI (Comisión Electoral Nacional Independiente), pidiendo su reforma, recuerdan a las que se han hecho habituales en muchos países africanos: acusaciones de posible partidismo al tolerar, por ejemplo, presuntas presiones gubernamentales sobre las administraciones locales para que promuevan el voto al presidente actual; o al permitir la desidia –dirigida, según algunos– que impide que no pocos ciudadanos hayan sido censados electoralmente a estas alturas. Estas críticas se ven reforzadas por actuaciones preocupantes como la detención, en vísperas de la campaña, de Rina Randriamasinoro, secretario general del TIM –el partido del empresario y antiguo presidente Marc -Ravalomanana (2002-2009)–, uno de los candidatos a los que se supone más posibilidades a priori. La detención se prolongó 11 días antes de que el juez se dignase a ocuparse del caso y lo soltase provisionalmente, acusado vagamente de promover las manifestaciones que día tras día bloquean el centro de la capital y los accesos a la universidad.
Estas manifestaciones son el escenario esperado en una aparente falta de cultura democrática. Las manifestaciones se proclaman pacíficas y así aparecen en su conjunto a ojos de quien observa: pese a los rumores, al aumento de la inseguridad y a las contramanifestaciones «naranjas» de los seguidores del presidente, ni el país ni la capital se paran, solo se «gripan» un poco más, sobre todo la vida económica. De hecho, la -omnipresencia de centenares de miembros de las Fuerzas Armadas, desde gendarmes a diferentes cuerpos del Ejército, que puede tranquilizar a una parte de la ciudadanía frente a la posibilidad de que las movilizaciones degeneren o camuflen vandalismos o pillajes, sin duda contribuye en sí misma a aumentar la tensión política. Igual que la prohibición para usar la emblemática plaza del 13 de Mayo, desde donde el propio presidente Rajoelina se lanzó a la victoria de 2018.
Partidarios de distintas facciones atribuyen esta agitación en las calles, que condiciona el proceso electoral, a manipulaciones de los adversarios. Un taxista partidario de Ravalomanana advierte sobre la diferencia del porte de los manifestantes: «gente bien» en las filas de la plataforma de los candidatos de la oposición, frente a los llamados «4 amis», los cuatro amigos, mendigos sospechosos de ser bandidos, que serían sobornados por Rajoelina y sus socios multimillonarios. Esta acusación de populismo no es nueva, aunque en la memoria glorificada de la Revolución de 1972, esos mismos desheredados se unen a los estudiantes hijos de la burguesía; años más tarde, el brazo popular del régimen ratsirakista (1975-1991), las TTS (Jóvenes que Traen la Prudencia), reclutados entre lo que los comentaristas de la época llamaban el lumpenproletariado, se batiría contra sus antiguos aliados. Desde entonces, las acusaciones de compra de votos y de manifestantes no han faltado en ninguna crisis. Y tampoco se libran de ellas «los 11», o al menos alguno de ellos.
Ahora bien, las razones para el malestar social son innegables y no se restringen al actual presidente: las promesas anteriores, incluyendo el «desarrollo rápido» del también multimillonario Marc Ravalomanana, no solo no se han cumplido, sino que el país, pese a sus evidentes posibilidades, continúa desesperadamente pobre, estancado en el vagón de cola de los registros del Banco Mundial, con un desempleo creciente entre la joven población que se acumula en las ciudades, y con una tasa de pobreza extrema que se aproximaría al 80 % de la población según fuentes internacionales. La bella Antananarivo se ha convertido en la imagen de la pobreza global, con sus montañas de basura en cualquier calle, frecuentadas por miles de niños captados una y otra vez por las cámaras de los periodistas de la conciencia.
En estas condiciones, uno se pregunta cómo puede pretender renovar su mandato un presidente saliente. De hecho, hay candidatos con serias posibilidades, como el propio Ravalomanana, o Andry Raobelina, herido por una bomba lacrimógena de la Policía, o incluso un candidato sorpresa del sur, como Siteny Randrianasoloniaiko, que podría reagrupar el voto costero, tradicionalmente ignorado en la política nacional. Sin embargo, los rotativos afines a Rajoelina ya auguran una victoria en la primera vuelta. «-Premier tour día vita» («Primera vuelta y cosa acabada») fue precisamente el grito de guerra de Ravalomanana en 2002. Con el respaldo de los analistas internacionales y del Consejo Ecuménico de las Iglesias de Madagascar (FFKM), que tomaron partido, en muchos casos de buena fe, por «la legitimidad (de las calles) frente a la legalidad (de las urnas)», no se llegaron a recontar los votos y se aceptó la opinión del candidato, que denunció un fraude en los resultados publicados por el ATC. Hay indicios de que el Tribunal podría haber estado en lo cierto al proclamar la necesidad de una segunda vuelta, pero, en cualquier caso, algo se quebró en el orden legal de la política malgache, ya fuertemente ninguneado. La deposición de Ravalomanana, aunque comprensible socialmente, también se produjo al margen de la Constitución, a favor de una concentración de fuerzas. No en vano, así se había autodenonimado la plataforma opositora en 1991, Hery Velona, «Fuerzas Vivas».
Las rupturas u olvidos de la constitucionalidad, o de la ley sin más, se han multiplicado durante la IV República –desde 2010 hasta hoy–, empezando por la larga transición que mantuvo a Rajoelina en el poder hasta 2014, tras ser vetado junto a Ravalomanana en las elecciones de diciembre del año anterior. De hecho, la principal de las reivindicaciones de la plataforma opositora tiene algo de déjà vu: se pide la descalificación de Rajoelina por gozar de la doble nacionalidad, malgache y francesa, desde 2014 –algo que no hizo público en la campaña de 2018–. La Constitución prevé que quien ocupe la presidencia debe ser de nacionalidad malgache, estatus que se pierde cuando se obtiene otro pasaporte. Los correligionarios de Rajoelina lo defienden diciendo que la Constitución especifica que la nacionalidad solo se pierde si el proceso de obtención de una nueva se ha solicitado de forma activa en lugar de ser automático, como ocurriría con el presidente por su ascendencia. Sus detractores argumentan que se trata de una estratagema para evitar la justicia malgache, y el ATC, con su silencio, apoya al presidente saliente.
La clave parece otra: incluso si gana, ¿podrá Rajoelina soportar un pulso similar a los de crisis anteriores? En 2009, la invalidación de su candidatura por edad se saldó con un largo periplo durante el cual fue construyendo sus apoyos entre los poderes fácticos. No es fácil predecir si estos serán suficientes para contrarrestar a la «mayoría silenciosa», el voto de los madinika –los -pequeños–, pero también de la ambany vohitra –gente del campo– y de los côtiers –periféricos de provincias–, que acabó siendo decisiva en los mencionados pulsos.
La política malgache no acaba de ser «típicamente africana», pero tal vez tampoco sea tan ajena. La preocupante pérdida de peso de los partidos frente a los movimientos personalistas anuncia una tendencia donde la corrupción es un desafío análogo al que enfrenta Madagascar, aunque sus expresiones sean distintas. Los países desarrollados tampoco están hallando soluciones para integrar a sus propias «mayorías silenciosas». No extraña, pues, el desacierto persistente de sabios, expertos y justos globalizados, como las Iglesias, como Politique Africaine, como tantos de nosotros,incapaces de predecir, y menos de evitar, la aparentemente inexorable corrupción del poder. Quizás todos tengamos mucho que aprender de los acontecimientos en la Isla Roja.
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