Publicado por Autor Invitado en |
Por Christian Carlassare (Yuga)
Traducción del italiano: Gabriel Rosón
Después de haber visitado la misión de Old Fangak (estado de Jonglei, en el norte de Sudán del Sur) el pasado año, el padre Jeremías dos Santos, vicario general de los combonianos, afirmó que había visto una «parábola existencial» de la misión. Me pareció al instante una expresión típica del papa Francisco. Luego comprobé que el Papa también había hablado de la evangelización como un «ir con el evangelio hasta las periferias existenciales». Pero comprendí que el evangelio en misión se hace existencial en todas las periferias que evangeliza: se hace carne en la vida del pueblo. Y se hace precisamente en las personas que viven en las periferias existenciales, es decir en los márgenes, quizá porque el Evangelio habla a menudo y, de buena gana, de ellas.
En mis más de diez años de presencia en Old Fangak he podido experimentar muchas veces que la vida encarnaba páginas de Evangelio, en cuanto que el Señor estaba actuando entre la gente y en la comunidad cristiana. Ésta ha sido también desde el comienzo la experiencia de los misioneros que han pasado por esta misión: han tenido la experiencia de que el Espíritu del Señor nos había precedido y de que la palabra de Dios, donde se había sembrado, había dado fruto de modo imprevisible y sorprendente.
Fue en el año 1998 cuando comenzó la presencia comboniana en Old Fangak. El padre Antonio La Braca visitó la zona en un intento de fundar una segunda misión entre las gentes de la etnia nuer. La primera misión se había iniciado en Leer en 1996, como respuesta a la llamada de los catequistas de Leer y por invitación de Mons. Paride Taban, por entonces obispo de Torit, y encargado de varias zonas bajo el control del SPLA (la facción armada del SPLM, Movimiento de Liberación del Pueblo Sudanés) durante la guerra contra el Gobierno de Jartum.
La Iglesia, que siempre consideró que esta área era impenetrable para el evangelio o, en cualquier caso, área de interés protestante, observó que ya existían comunidades cristianas formadas que necesitaban cuidado pastoral. Estas comunidades cristianas se habían formado gracias a la iniciativa de laicos cristianizados en los años 70 y 80 en Jartum, o, posteriormente, en los campos de refugiados de Gambella (Etiopía) durante la primera fase del conflicto (1983-1994).
Una vez que retornaron a sus regiones de pertenencia, habían compartido lo más precioso que habían encontrado y dieron vida a numerosas y entusiastas comunidades cristianas. Algunas de estas personas (que nosotros habíamos denominado catequistas) eran los verdaderos guías de la comunidad, respetados como verdaderos y auténticos ministros, y a menudo se les llamaba abuna, es decir, padre. El desafío de la evangelización era evidente y, por ello, la opción de los combonianos fue en realidad una opción misionera: buena parte de la población todavía no había tenido experiencia de la doctrina evangélica, y la cultura, aunque rica en valores, era necesario que se enfrentase de modo más serio con la propuesta evangélica y se abriese a nuevas perspectivas. Además, las mismas comunidades tenían tendencia a la fragmentación y la desunión, por lo que tenían necesidad de integrarse y crecer en la catolicidad.
Abril de 2006. Llegamos a Old Fangak con otros misioneros para acompañar al Padre Antonio y formar una comunidad misionera. El año anterior se había alcanzado el acuerdo de paz entre el Gobierno de Jartum y el SPLM, lo que daba buenas esperanzas para el futuro del país. En Old Fangak encontré una comunidad civil y cristiana, marcada por el conflicto y el aislamiento, pero determinada a vivir sin lamentaciones añadidas y abierta a la solidaridad. Un carácter comunitario que se hizo todavía más evidente después de la guerra civil que estalló en diciembre de 2013 y todavía inacabada. Sudán del Sur, independiente desde 2011, está empantanado en un conflicto de carácter étnico-político, en el que las etnias dinka y nuer están en frentes opuestos.
Otro valor importante que he encontrado es el gran sentido de responsabilidad de la gente que quiere verse implicada en la realidad comunitaria y, por lo mismo, también en la Iglesia. Los nuer muestran cierta antipatía por las relaciones de arriba-abajo, por las decisiones ya tomadas o por las formas autoritarias. Les gusta reunirse, discutir y tomar decisiones por consenso. De este modo, la Iglesia es percibida como su Iglesia: querida y fundada por ellos mismos, lugar donde pueden expresarse y tomar decisiones sobre lo que hay que hacer.
Ciertamente no ha sido fácil para nosotros, misioneros, estar al servicio de este tipo de Iglesia. Se trata de acompañar a la comunidad con paciencia, crear las condiciones para una maduración mediante la formación catequética, la oración, las relaciones humanas y la experiencia de Iglesia como comunión. Ello ha exigido tiempo y esfuerzo, pero a la vista está también la belleza de un trabajo hecho sin dar saltos hacia adelante, pero caminando juntos codo con codo.
Las principales dificultades se han comprobado cuando algunos líderes locales han antepuesto sus propios intereses a los de la comunidad, impidiendo así el crecimiento y la maduración de nuevos objetivos y nuevos liderazgos. En muchos casos no he podido actuar, a menos de que alguien quisiera estar dispuesto. Así he visto cómo el Señor ha sabido, por lo general, servirse de instrumentos pobres para llevar a cabo una obra maravillosa.
Me he repetido con frecuencia las palabras de San Pablo: «Algunos, en realidad, predican a Cristo, aunque con envidia y espíritu de contradicción, pero otros con buenos sentimientos. Estos lo hacen por amor… pero aquellos predican a Cristo con espíritu de rivalidad, con intenciones no rectas… Pero, ¿qué importa? Con tal de que, de todas maneras, por conveniencia o con sinceridad, Cristo sea anunciado, yo me alegro y seguiré alegrándome» (Fil 1, 15-18). La llegada de los misioneros quizás ha marcado también el deseo de la diócesis de poner orden en esta experiencia de Iglesia de los nuer. Era necesario hacerlo por el bien de las comunidades. Nuestra presencia, por lo general, no ha sido la de los escribas y fariseos, y siempre hemos animado a traducir el don de Dios y el evangelio según su genio peculiar, sin tener miedo de enriquecer a la Iglesia con nuevas propuestas y expresiones de fe.
La cultura nuer con toda certeza está llamada a dejarse retar y transformarse por el mensaje del evangelio y de la fe. La Iglesia también debe ser consciente de que, en la interculturación, la fe es transmitida de modos siempre nuevos. Sobre esta doble línea, considero que uno de los ámbitos en los que la cultura nuer está llamada a madurar y redescubrirse es precisamente la vida matrimonial y familiar. El clan juega un papel tan importante como para situar los sentimientos reales de la pareja en segundo plano. El matrimonio tradicional todavía sigue siendo una institución orientada a garantizar el orden en la sociedad y la procreación de los hijos para que el nombre del cabeza de familia sea recordado durante generaciones.
Pero este tipo de institución ya está en crisis porque los jóvenes no la aceptan. Buscan relaciones simples, la satisfacción de su necesidad de cercanía y de afecto, dando a menudo origen a vínculos que no duran y están destinados a fracasar. La poligamia, por otra parte, permanece como institución muy común, incluso entre los jóvenes, como si tratasen de vivir con responsabilidad lo que los ancianos nuer generalmente calificarían de exceso.
He ahí por qué la pastoral familiar es muy importante: no solo para acompañar a las jóvenes parejas cristianas, sino también para inculcar en los jóvenes el valor de un matrimonio basado en la fidelidad, el respeto y el amor conyugal.
Por otra parte, la Iglesia está llamada a dejarse interrogar por la gente nuer sobre su propio método pastoral, sobre la catequesis y la práctica sacramental, pero sobre todo sobre una tendencia clerical que relega a los laicos al último puesto, especialmente cuando hay que tomar decisiones. Los sacerdotes en muchas diócesis son realmente pocos y no pueden llevar a cabo el trabajo pastoral sin la colaboración de seglares, catequistas y otros agentes pastorales. Los catequistas están al frente de numerosas capillas que podrían ser verdaderas y auténticas parroquias si allí estuviera el sacerdote.
Incluso en Old Fangak, la misma parroquia, con más de cincuenta capillas esparcidas en un territorio de cerca de 7.500 kilómetros cuadrados, ha podido contar con un grupo de buenos catequistas, muy valorados y queridos por la gente. Estos catequistas me han acogido, apoyado y sostenido incuso en momentos difíciles del trabajo pastoral. Y han mantenido su servicio en las capillas con dedicación, haciendo de puentes entre la gente y yo. Debo admitir que me han enseñado también a ser un sacerdote de su gente.
En la Iglesia parece que se está abriendo la reflexión sobre los «viri probati» (hombres casados ordenados extraordinariamente): habría que proponer algunos casos ejemplares. Solo habría que ponerse en guardia ante el peligro de clericalizar también estas figuras, algo que no daría los frutos esperados. Se trata, por otra parte, de madurar en la Iglesia una nueva sensibilidad que reconsidere el valor de los diversos ministerios. Es necesario promover una Iglesia del Pueblo, en la que todos sean ministros según sus propios dones y su propia responsabilidad. Pienso que esta es una prerrogativa de las pequeñas comunidades de base que, en línea con este principio, ha sido adoptada por los obispos africanos, pero todavía necesitan hacer un largo recorrido para que, más allá de ser una práctica en las parroquias, sean adoptadas como método misionero de evangelización.
Y esta Iglesia del pueblo es esencialmente una Iglesia ecuménica, por el simple hecho de que la fe en Jesucristo solo puede ser vínculo de unidad. Las divisiones aparecen precisamente cuando la Iglesia se clericaliza, donde las personas se preocupan de defender sus propias posiciones y su propio papel en la comunidad.
La relación con los pastores protestantes siempre ha sido buena pero algo compleja. He de agradecer a muchas comunidades protestantes que, durante mis visitas a los católicos, se hacían presentes de muchas maneras, y no solo en la oración comunitaria. En algunas ocasiones me han abierto los ojos diciendo: «Si has venido de un país lejano para predicar el evangelio, no perteneces sólo a los católicos nuer, sino también eres nuestro padre: no lo olvides». Tenían razón.