Entrar en Tigré, 600.000 muertos después

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Etiopía pretende volver a la normalidad tras el acuerdo de paz



Por Alfonso Masoliver desde Alamata (Etiopía)



Los periodistas no pueden entrar en Tigré (Etiopía) desde hace más de un año y medio. La ONU eleva a 600.000 el número de fallecidos en un conflicto que comenzó a finales de 2020. Después de la firma del acuerdo de paz, el autor de este texto ha recorrido por carretera el trayecto que une Adís Abeba con la región norteña.




Entrar en Tigré sonaba como un mito en los cafés de Adís Abeba. Por la capital etíope corren toda clase de rumores acerca de la verdadera situación en el norte. En en su mayoría son escépticos sobre el tratado de paz firmado en Pretoria en noviembre de 2022. Las tres fuerzas de ocupación –militares etíopes, eritreos y amharas– han empañado su reputación a fuerza de violaciones, masacres y extorsiones a la población civil. Eso sin contar con el derrotado FPLT (Frente Popular de Liberación de Tigré), de quien se dice que mantiene elementos subversivos en las montañas, atentos a asaltar a los camiones de mercancías que entran en la zona de forma paulatina. 

Así, entrar en Tigré es para los habitantes de Adís Abeba una tentativa de suicidio. Ellos y los periodistas que merodean la capital esperando el momento oportuno responden de la misma manera: es una locura, es imposible, es demasiado arriesgado. 


Varios ciudadanos pasean por una calle de Adís Abeba. Fotografía: Alexis Huguet / Getty


Un viaje de ida y vuelta

Precisamente por eso había que entrar. Y por carretera, porque sería la única manera de deshacer el camino del conflicto que estalló en Tigré hace dos años. En el momento álgido del enfrentamiento, el FPLT avanzó por el centro del país y tomó las localidades de Weldiya, Lalibela, Mersa, Dessie y Shewa Robit. La situación se volvió crítica, tanto que el primer ministro, Abiy Ahmed (Nobel de la Paz de 2019), tomó el control de las Fuerzas Armadas y organizó una contraofensiva que acorraló a los tigrinos en su territorio. 

La guerra es ahora una resaca que se refleja en las vidas mutiladas y los puestos militares ubicados cada pocos kilómetros de carretera. En el autobús que lleva de la capital a Dessie, un anciano cuenta a quienes le escuchan que los tres hijos de su vecino están muertos. Fue una bomba. A preguntas de los curiosos, responde que nadie sabe qué bando la arrojó. Cayó mientras los chiquillos trabajaban en el campo de la familia. Murieron sin poder avisar a sus padres.

Por las zonas elevadas del macizo de Abisinia pueden verse grupos de babuinos muertos de frío. Esperan que alguien les arroje comida desde el coche. Es un espectáculo delicioso para los turistas. Los niños bombardeados en el huerto de la familia «desaparecen» de la conversación. Solo interesan los babuinos. Es algo así como cambiar el canal del televisor desde el sofá de casa. 

Se pierde la cuenta de cuántos controles sufren los vehículos que se dirigen al norte. En cada uno de ellos, un militar ordena a los viajeros que levanten sus documentos de identidad para que pueda verlos. Tras una ojeada general, regresa indolente a su puesto. Solo los soldados más afanados estudian con cierto detenimiento uno o dos carnés. 

La carretera que une Adís Abeba con Mekele es un furioso ir y venir de vehículos. Unos van a Tigré con la esperanza de reencontrarse con sus familias; otros vienen a la capital, aprovechando que el Gobierno ha levantado el sitio de Tigré y se ha abierto una ventana para escapar. 

Mienten quienes dicen que los refugiados siempre regresan a sus hogares cuando acaba una guerra. Al contrario. Algunos aprovechan para huir, exhaustos tras meses de penurias. Un matrimonio que espera en Dessie me comunica que tienen un buen fajo de billetes para enviár-selo a sus familiares del norte, pero que todavía no se atreven a hacerlo por temor a que acabe en manos de los bandidos. Tienen el dinero y la intención, pero es pronto para -arriesgarse. 

Antes de enfilar hacia Tigré hay que girar a la izquierda, abandonar la -carretera, meterse en caminos de tierra, cambiar de autobús y dirigirse a Lalibela por la carretera de Gashena. Lalibela se transforma en la antesala al infierno, un purgatorio decorado con las iglesias que un viejo rey etíope excavó en la roca hace 1.000 años. Aquí también salpicó la guerra en agosto de 2021. 


Un grupo de turistas en uno de los templos de Lalibela. Fotografía: 123RF



Negociar la comida

Por el camino que lleva de Dessie a Lalibela hay que cruzar Dabobet, donde una mujer me señala una montaña cuya ladera sirvió durante varios meses de base para el FPLT. La mujer dice que los rebeldes bajaban por las tardes al pueblo para abastecerse, negociando el precio de la comida. Si puede llamarse negociar al momento en el que un hombre armado te pide comida. Otro de los pasajeros dice que nadie se negaba a darles comida cuando la requerían. Solo se conoce, como una leyenda urbana, la historia de una familia cuya esposa se hartó de alimentarlos y escondía parte de sus reservas. 

Aparece Lalibela sobre su colina. Ninguno de los combatientes amagó con dañar los templos que salpican la localidad. Las vidas humanas en la guerra valen muchísimo menos que ciertos edificios. Decenas de cadáveres estuvieron al sol en las aceras de la localidad, pero la UNESCO solo se echó a temblar ante la idea de que una bala rebotase y rompiera una esquina de la ventana de una iglesia. Únicamente en la guerra encuentra uno barbaridades de este tipo, del tipo burlesco y descorazonador. 

Un guía turístico de Lalibela dice una frase curiosa: «La guerra es una cosa muy rara, lo más raro que he visto nunca». En esta conversación narra cómo mataron a un amigo suyo, recepcionista de un hotel de la ciudad. Los soldados del FPLT le pillaron en la calle durante las horas prohibidas de la noche y, sin darle tiempo a rechistar, le descerrajaron un tiro en la nuca como castigo por su despiste. Solo es un alivio que de entre los 600.000 muertos que no han importado a nadie, los templos de Lalibela sigan intactos. Imagínese el drama si les hubiera llegado a ocurrir algo. 

Una pausa antes de seguir. Desde Lalibela existe la posibilidad de desplazarme en un coche de alquiler hasta Sekota, 130 kilómetros al norte, y subir allí de copiloto en un camión CNHTC [uno de los principales fabricantes de camiones de China] de los que llevan víveres a Tigré. Me dejaría en Korem, ya en Tigré, donde es necesario que alguien me lleve a Mekele. No sé a cuántas personas llamo a lo largo de mi estancia en Lalibela con el fin de que alguien me lleve a Mekele desde Korem. Cuántas veces ofrezco sumas de dinero del que no dispongo, a ver si así encuentro a alguien lo suficientemente ambicioso como para dejar de lado su miedo. Cuántas súplicas, explicando a mis estupefactos interlocutores por qué un «turista» tendría algún interés en llegar en automóvil al noveno círculo del infierno. 

Después de tres días en Lalibela, es evidente que no voy a encontrar a nadie que pueda ayudarme. Mi único recurso consiste en desandar lo caminado e ir a Weldiya, la última gran ciudad que cruza la carretera principal antes de zambullirse en Tigré. Sé que unas furgonetas salen de allí con dirección a Alamata, la primera gran ciudad tigrina, y que, si hay una forma de entrar que no me agujeree los bolsillos, es utilizando esta vía.  

Cojo una furgoneta a Weldiya. Al día siguiente, subo en otra que me lleva a Alamata. 


Burros transportan agua en una carretera cerca de Mekele, capital de Tigré. Fotografía: 123Rf


El tramo final

Todo el que va a zonas de conflicto conoce la sensación que se experimenta en los momentos previos a entrar en ellas. No es miedo. Tampoco excitación. Es algo indescriptible que solo comprende quien lo ha aspirado. Los paisajes amarillentos de la estación seca se desdibujan con el verde de las hojas perennes de camino a Tigré, mientras los ojos que se cruzan con los tuyos se tornan más adustos a cada kilómetro recorrido. 

La carretera que une Weldiya con Alamata es de las que se encuentran en mejor estado de toda Etiopía. El asfalto, recién arreglado, permite a los vehículos deslizarse con elegante suavidad. Los quitamiedos de los puentes que se destruyeron en los combates brillan bajo el sol. No hace falta preguntar a nadie si la carretera y los puentes son nuevos porque basta conocer África para reconocerlo. En primer lugar, toda infraestructura que se levanta en el continente comienza a derrumbarse al día siguiente de concluirse su construcción víctima del polvo, las lluvias que la corroen y la falta de mantenimiento en general. Cuando las partes metálicas de un puente brillan a rabiar y se ven impolutas, en África significa que son nuevas. Y las que vemos camino de Tigré brillan.

En cuanto a la carretera, basta con fijarse en los montones de tierra de las cunetas que señalan las obras recientes. En zonas como esta no es necesario que pasen décadas hasta que un talud de tierra aparentemente estéril se llene de vegetación; basta con que transcurra una época de lluvias. Si la tierra está yerma, significa que se apiló después de la última temporada de precipitaciones. 

Cuatro controles militares tachonan el camino que lleva de Weldiya a la frontera de Tigré. El primero, del Ejército etíope; el segundo, de la policía federal; el tercero, de militares de Amhara e individuos sin parche de identificación sobre el uniforme; el cuarto, de tipos sin identificación o vestidos de civil. Esta escasez o ausencia de distintivos ha sido uno de los mayores problemas de la guerra: son tantos uniformes de camuflaje y hombres armados sin distintivo que entre los testigos de las barbaries nadie sabe identificar con claridad a qué bando pertenecían aquellos que mataron, violaron y robaron en un momento dado. Es un viejo truco muy socorrido por los criminales de guerra.

En el tercer control ocurre algo que merece la pena dejar por escrito. Cuando uno de los militares comprueba mi pasaporte y ve que soy europeo, me reprende delante de los presentes por mi intención de ir a Tigré, tachándome de irresponsable. Pero no por lo peligroso de la -aventura. Parece ser que el hombre ha leído algo sobre un nuevo brote de coronavirus en Europa y teme que yo vaya ahora y pueda contagiar a gente sin ton ni son. En el autobús con rumbo a Tigré, a ojos de este militar con bigote fino y una cicatriz de la niñez sobre la ceja derecha, el mayor peligro soy yo. 

Un Kaláshnikov de mano en mano

Es en el cuarto control donde se sube con nosotros un hombre vestido de civil y con un Kaláshnikov que sujeta por el cañón como si fuera una cachiporra. Se hace un hueco entre los pasajeros poniendo cara de tipo duro, pero su papel se desmoronó al instante porque se le cae el móvil del bolsillo mientras sube a la furgoneta. Pronto empieza a pegar gritos y ordena al conductor que pare mientras lo busca. 

Al principio se resiste a soltar el arma, por lo que encañona de pasada a todos los pasajeros mientras se contorsiona para palpar el suelo con la mano libre. Cuando se da cuenta de que necesita las dos manos, simplemente entrega el arma a un anciano que está sentado a su lado. El pobre hombre sujeta unos segundos el fusil, hasta que el miedo puede con él y se lo pasa a su hijo. Este no duda en tomar el fusil y lo sostiene entre sus manos, los ojos brillándole con una macabra emoción. Ahora es él, un adolescente de 16 o 17 años, quien tiene el poder en la furgoneta. En sus manos está la opción de defendernos de posibles atacantes o de matarnos a todos, cosa que él sabe y parece apreciar con cierto deleite. 

El brillo se le apaga cuando el guerrillero encuentra su móvil y pide que le devuelvan el arma. 

El viaje continúa sin sobresaltos. Solo tenemos que hacer una parada más, cuando dos burros comienzan a copular en mitad de la carretera deteniendo el tráfico durante unos segundos y arrancando carcajadas entre los pasajeros. El conductor pisa el acelerador al concluir esta anécdota de romanticismo animal y pocos minutos después cruzamos la frontera de Tigré. No hacen falta carteles para que nos demos cuenta. Una pick-up incinerada en la cuneta hace de mensaje de bienvenida y, de pronto, tras un parpadeo por la ventanilla, la densidad de hombres uniformados se multiplica a niveles extraordinarios. 

Alamata se descubre como una ciudad ocupada de manual: cientos, puede que miles de militares recorren las calles con las armas echadas al hombro o bebiendo en las terrazas. Un sargento carga cajas y cajas de cervezas en un tuk-tuk para llevarlas al Hotel Raya Grand Resort, que sirve como base provisional para los oficiales. Los hombres uniformados dejan el arma al alcance de la mano mientras esperan a que les llegue el turno de subir a Mekele. Para rematar el efecto, a las afueras de la ciudad, escondida detrás del complejo de las Misioneras de la Caridad, una ristra de fosas comunes esconden 5.000 cadáveres de víctimas del conflicto a lo largo de los dos últimos años en Alamata. 

Las promesas incumplidas

Abiy Ahmed, primer ministro de Etiopía, garantizó a los rebeldes durante la firma de la paz que el restablecimiento de los servicios tendría un efecto inmediato en Tigré. Dos meses después de pronunciar su promesa, la cobertura móvil viene menos de lo que se va, los cajeros automáticos apenas funcionan, la corriente eléctrica se corta cada pocas horas o durante días enteros seguidos. Los hospitales de las ciudades apestan a abandono y a enfermedades estancadas, limitándose en su mayoría a una serie de habitaciones vacías y médicos ociosos. Casi todas las camas se trasladaron al frente hace meses sin intención de ser devueltas, los rebeldes robaron las vendas y el Estado requisó el equipo quirúrgico. Los hospitales son un conjunto de habitaciones vacías, enfermos deambulando como zombis y pañales sucios por el suelo.

Las ciudades tigrinas avanzan a trancas y barrancas, sumidas en un desfase temporal que mantiene a sus habitantes atrapados en el año 2020, cuando comenzó la guerra. Para muchos de los lugareños, Cristiano Ronaldo sigue jugando en la Juventus de Turín, Messi no ha abandonado el Barça y el coronavirus sigue siendo la máxima prioridad global. Aquí ni siquiera se habla de la guerra de Ucrania. 

Viajar a Tigré implica retroceder en el tiempo. Es un camino donde los años y los kilómetros se confunden en el instante en que se cruza su frontera. Necesitamos 28 horas en la carretera –contando con el desvío a Lalibela– para recorrer un total de 800 kilómetros, que equivalen a ir y volver de Madrid a Gandía. Un momento especialmente frustrante sucedió en el trayecto entre Gashena y Weldiya, cuando la furgoneta en la que viajaba recorrió la dolorosa distancia de 10 kilómetros en una hora. 

Llegar a Tigré puede ser un proceso lento y desesperante, ensuciado de rumores. Pero es posible, no cabe duda… Solo tienes que fingir frivolidad en los controles y calarte hondo la gorra insignificante del turista.   

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