Generación 26

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Los huérfanos del genocidio en Ruanda son el símbolo de la reconstrucción


Por Judit Figueras desde Gisenyi (Ruanda)
Fotografías Gemma Capdevilla


El genocidio ruandés de 1994 dejó huérfanos a miles de niños y niñas. Los dejó a la intemperie en un país que tenía que reconstruirse desde el dolor, el resentimiento y el rencor. Más de un cuarto de siglo después, algunos de ellos han superado las adversidades y han impulsado iniciativas que escapan a la fatalidad. Estas son sus historias.

Aún queda algún hueco por pintar, pero en su mirada ya se vislumbra la ilusión de aquel niño soñador. Con un rodillo bañado en pintura blanca y a ritmo de tambo­res, Emmanuel, además de continuar con su trabajo, ayuda a que aparezcan una treintena de sonrisas. Pertenecen a un grupo de niños que curiosean detrás de la ventana. Los pequeños, ocultos en su sonrojo, observan con asombro los primeros bocetos de la que será su nueva biblioteca.

Hace pocos meses, Emmanuel ini­ció la construcción de un espacio di­dáctico para los huérfanos que viven en una de las zonas rurales de Gisen­yi, una ciudad ubicada en el noroeste de Ruanda. «Muchos de estos niños no pueden ir al colegio y se quedan en la calle durante el día. Sus padres adoptivos viajan a Congo para inter­cambiar productos y no regresan has­ta el anochecer», explica el joven.

En 2014, Emmanuel empezó a ayudar a estos menores. Junto con algunos de sus amigos, el joven es­tableció un espacio reducido donde impartía clases de inglés y de lectura a una veintena de niños. Ahora son más de 200 los chicos a los que apo­ya con educación y comida.

En este barrio todos conocen a Emmanuel. Todos saben lo que hace por sus hijos. Es por eso que, cuan­do el joven pasea por la zona, todos le reconocen su labor con un gesto gratificante. Tras él, una multitud de niños desaliñados –y la mayoría descalzos– lo sigue como si de un mesías se tratase. Bailan a su ritmo, cantan sus melodías y acompañan cada uno de sus pasos.

Dos profesores y dos alumnos de Soul of Rwanda realizando una acrobacia. Fotografía: Gemma Capdevilla


Los huérfanos del genocidio

En 2012, el Gobierno de Ruanda anunció el cierre de todos los orfa­natos del país y fijó 2020 como fecha límite para convertirse en la primera nación de África que prescinde de estos hospicios. Desde que empren­dió su cometido, el Ejecutivo de Paul Kagamé ha clausurado más de una veintena de los 39 orfanatos que ha­bía en el país de las mil colinas. Entre ellos, el orfanato Noel de Nyundo una de las instituciones que más huérfanos acogió tras el genocidio de 1994, que fue la casa de Emmanuel.

Este joven fue uno de los 95.000 huérfanos que, según UNICEF, dejó el episodio más sangriento de la his­toria de Ruanda. Una tragedia que, tras décadas de conflicto entre las dos principales etnias del país, hutus y tutsis, estalló el 6 de abril de 1994 con el asesinato del entonces presi­dente ruandés Juvénal Habyarimana, que viajaba en avión con su homó­logo burundés, Cyprien Ntaryamira. Durante cerca de 100 días, más de 800.000 ruandeses murieron por golpes de machete a manos de veci­nos, conocidos e, incluso, familiares.

«Nunca conocí a mis padres. Un soldado me encontró en la calle cuando apenas tenía dos semanas de vida», asegura. Emmanuel nació en 1994, sus padres fueron asesinados durante el genocidio y creció junto a los más de 600 niños que acogió el orfanato Noel de Nyundo, y a quie­nes ahora llama «hermanos».

Cada tarde, al finalizar su labor con los niños, Emmanuel se coloca sus medias azules hasta las rodillas, se calza las botas de tacos y viste el dorsal siete al frente de su equipo de fútbol. Se llama Kunda Village Team y recibe el nombre del barrio donde creció. Gran parte de sus compañeros también son huérfanos del genocidio que pasaron su niñez en el Noel de Nyundo. «Nos mantenemos unidos porque queremos seguir caminando juntos», dice el joven. Son sus com­pañeros de equipo pero, sobre todo, son sus compañeros de vida.

Cuando el orfanato cerró, mu­chos de ellos ya eran mayores de edad y no fueron asignados a nin­guna familia. Se quedaron sin hogar. «Emmanuel me sacó de la calle, me ofreció un trabajo y un techo donde dormir», explica Richard, uno de los mejores amigos de Emmanuel. «To­davía hoy me da comida y ropa para vestir. A cambio, yo le ayudo con su proyecto para los niños», sostiene el chico. Entre semana, Richard y otros amigos de Emmanuel se turnan para impartir clases de inglés, matemá­ticas y lectura a los pequeños y, los fines de semana, les lavan la ropa y les ofrecen algo de comer.

Emmanuel Dylan, en el descanso de un partido de fútbol del Kunda Village Team. Fotografía: Gemma Capdevilla

Pobreza, a pesar de todo

El orfanato que acogió a Emmanuel cerró sus puertas en 2012, y los me­nores que residían en él fueron entre­gados a familiares lejanos o a familias de acogida. Sin embargo, la mayoría de estas familias no disponía de re­cursos suficientes para poder pagar el coste de la educación de los niños. Ruanda es uno de los países afri­canos que más ha progresado eco­nómicamente desde inicios de siglo –con una influencia directa de la ayuda económica exterior, multi­plicada después del genocidio–. En concreto, su economía ha crecido a una media anual de 7,1 % en el úl­timo lustro. No obstante, según el Banco Mundial, el índice de pobre­za en este país, ubicado en la región de los Grandes Lagos, sigue sin bajar del 38 %. Muchas son las familias que no pueden asumir gastos esco­lares como los libros, el uniforme o la matriculación, que ronda entre los 8 y 20 euros anuales. Tal y como es­tima el Foro Económico Mundial, el 60 % de la población ruandesa cobra menos de 1,15 euros diarios. Una si­tuación que ha llevado a un nivel de abandono escolar en el país que rozó el 42 % en 2015, según el Programa de Desarrollo Humano de las Nacio­nes Unidas (PNUD) .

Gracias a su esfuerzo y a su visión emprendedora, Emmanuel ha logra­do obtener financiación y subven­ciones para costear la educación y la cobertura sanitaria de muchos de estos niños. Además, ha conseguido edificar una nueva biblioteca donde los que no asisten al colegio pueden seguir aprendiendo, y los que sí reci­ben educación pueden pasar el tiem­po extraescolar.


Sonrisas en la orilla del Kivu

A pocos kilómetros, Davide, Ellie y Musa juegan a realizar movimientos de cadera y saltos mortales imposi­bles. Sus carcajadas invaden la calma que rebosa en las orillas del Kivu, uno de los grandes lagos de África. Al caer el sol, los tres caminan sin rumbo, con la mirada perdida, buscando la que será su cama esta noche. Como cada tarde, Davide, Ellie y Musa han jugado a ser niños otra vez, pero, al anochecer, sus pesadillas vuelven pa­ra arrebatarles su niñez. Desde hace unos años, los chicos se reúnen en la playa del lago para hacer lo que más les gusta. Allí, su profesor les espera impaciente. Michael también apren­dió acrobacias en esta ribera cuando tenía su edad. Ahora, es un gimnasta consolidado con habilidades extraor­dinarias y, sobre todo, con un deseo conmovedor de instruir a sus alum­nos en esta disciplina.

Al igual que los niños a los que entrena, Michael vivió en las calles de Gisenyi. Su vida empezó marca­da por el suceso más terrible que jamás ha vivido Ruanda. Nació el 10 de octubre de 1994 en uno de los campos de refugiados que acogió a más ruandeses tras el genocidio, el campo de Masisi, en el antiguo Zai­re, la actual RDC. Tras un año en el campo, Michael, su madre y su hermano mayor, John, volvieron a Gisenyi. Sin embargo, nada quedaba de la que había sido su casa, solo ruinas. Tampoco encontraron a sus familiares más cercanos, todos ha­bían muerto.

La madre de los niños cayó en una depresión que la bloqueó por com­pleto. Dejó de hacerse cargo de ellos, por lo que John y Michael empezaron a mendigar en la calle. De este modo, al menos, podían conseguir algo de comida. Solo tenían seis y dos años. «Cuando cumplí ocho años, descubrí a un grupo de niños que practicaba acrobacia en el lago», explica Michael. Poco a poco, tanto él como su herma­no fueron introduciéndose en el gru­po hasta formar parte de él. La mayo­ría de estos menores habían perdido a sus familias durante el genocidio. «La acrobacia me ayudaba a olvidar y, por unas horas, me permitía ser un niño alegre y feliz», añade el joven En 2012, Michael, su hermano y Gato, uno de sus amigos, juntaron a un grupo de chicos que vivían en la calle y empezaron a enseñarles las técnicas básicas de esta modalidad artística. En pocos años, el colectivo de niños a los que instruyen ha ido creciendo y sus aptitudes también han ido progresando. «Estos niños viven lo que un día viví yo, por eso quiero que, a través de la acrobacia, sientan la misma paz y alegría que sentía yo».

Shae, una de las niñas a las que ayuda Emmanuel, en uno de los centros puestos en marcha por este. Fotografía: Gemma Capdevilla

Niños sin hogar

Muchos de los niños que perdieron a sus padres durante el genocidio no fueron destinados a orfanatos. Se­gún afirmaba Unicef en su estudio Luchando para sobrevivir, en el año 2001, unos 300.000 niños vivían en hogares sin ningún adulto respon­sable al frente. En 2019, un informe de Human Rights Watch cifraba en 2.882 los menores que vivían en la calle. La problemática, por tanto, aún no se ha erradicado. Las calles de Gi­senyi son testigos de ello. Al pasear por el mercado central de Rubavu, unos 50 niños piden limosna a los conductores. Otros yacen abando­nados en cartones mugrientos espe­rando a que pasen las horas, los días. De repente, uno de ellos despierta y sale disparado con una sonrisa de oreja a oreja para abrazar a su ami­go John, el hermano de Michael. En menos de cinco minutos, una mu­chedumbre de cabezas le rodea pa­ra tocarlo y besarlo. John y Michael son, seguramente, las únicas perso­nas que los tratan como lo que son: niños.

«Muchas veces, tenemos que su­plir el rol que deberían haber ejerci­do sus padres», comenta John. «Vivo cerca del mercado y cada día veo a más niños en la calle. En total son unos 300. Más de 50 asisten cada tarde a nuestras lecciones», añade el chico. Soul of Rwanda es el nom­bre que da vida al proyecto de danza, acrobacia y yoga que han emprendi­do los dos hermanos. En febrero de 2019 formalizaron la organización a través de la cual quieren ayudar a estos menores para que puedan asistir al colegio. Soul of Rwanda es una escuela de acrobacia pero, sobre todo, es una escuela de compañeris­mo, amistad y amor.


Una lucha diaria

En las afueras de Rwamagana, una ciudad en el este del país, Adeline intenta relajarse unos minutos. Sen­tada en un banco sostiene un vaso de leche fresca. Entre sorbo y sorbo, desvía su mirada hacia la puerta. Son los primeros minutos de la tarde en los que no entra nadie en el restau­rante. Son los primeros minutos del día que puede dedicar a descansar y a pensar en sí misma. En julio de 2019, la joven abrió este negocio en el que ofrece bananas verdes, leche y mandazi, un dulce tradicional ruan­dés, a los vecinos de la zona. «Mis clientes me piden más variedad en el menú, pero no tengo muchos recur­sos, solo los alimentos que cultivo en mi huerto», explica.

A las siete de la tarde Adeline cierra el negocio y vuelve a su casa. Los días con suerte puede coger un taxi para llegar antes de que oscu­rezca. «Espero que en un futuro pue­da alquilar un local más cerca de mi casa. El gasto que invierto en trans­porte lo podría destinar a adquirir más productos como arroz, azúcar y aceite», se lamenta. Una vez en casa, empieza su trabajo real. Debe prepa­rar la cena para alimentar a sus dos hijas, de 11 y 8 años de edad, lavarlas y ayudarlas a realizar sus deberes. Las niñas van al colegio cada día. Su madre se encarga de que tengan el uniforme y el material escolar listo para poder asistir a clase. «Vivo por y para mis hijas. Todo lo que gano en mi negocio lo destino a sus estudios, para que, a diferencia de mí, ellas sí puedan alcanzar su sueño algún día», explica la joven.

Adeline acaba de cumplir 25 años, pero sus sueños e ilusiones se esfu­maron hace ya mucho tiempo. Sus padres eran tutsis y fueron asesina­dos por sus propios vecinos durante el genocidio de 1994, apenas unos días después de que ella naciera. Tras el trágico acontecimiento, unos familiares lejanos acogieron a la ni­ña. Aún así, su vida no iba a ser un camino fácil.

Davide, uno de los niños que vive en las calles de Gisenyi. Fotografía: Gemma Capdevilla

Marcada por el rechazo

«Esa familia nunca me quiso», ase­gura Adeline. Tras asistir a clase, la chica debía trabajar en el negocio de sus padres adoptivos. Muchos días tenía que hacerlo durante el horario escolar, lo que afectaba a sus califica­ciones. A los 13 años, Adeline se que­dó embarazada y la mujer con la que vivía la echó de casa. «Era una niña muy estudiosa, quería ser ingeniera informática. Pero cuando llegó el em­barazo, mi vida se acabó», sentencia la joven mientras se seca las lágrimas Tras meses viviendo en la calle, una vecina le dio cobijo en su casa. Adeline tuvo a su primera hija, y tres años más tarde volvió a quedarse en estado. A partir de ese momen­to, la mujer que la había acogido le pidió que se marchara. Adeline dio a luz a su segunda hija en la calle. Con tan solo 16 años, se encontraba sola, desamparada y con dos criatu­ras a las que mantener. En un acto de desesperación buscó refugio en el único lugar donde se sentía segura: el terreno en el que una vez vivieron sus padres. No quedaba nada de la que había sido su casa, pero la tie­rra seguía siendo fértil. Comenzó a cultivar frutas y verduras para poder alimentar a sus hijas. Con barro y agua fue fabricando ladrillos y, po­co a poco, construyendo su nuevo hogar.

Además, ahora Adeline tiene una vaca. La ONG local Msaada, destina­da a ayudar a viudas y huérfanos del genocidio, le entregó uno de estos animales. Con la leche que produce la vaca, la chica puede dar de comer a sus niñas y, a la vez, venderla en su restaurante. «Adeline empezó una nueva vida tras instalarse en la parcela de sus padres, pero sigue luchando diariamente para sobrevi­vir», asegura el director de Msaada, Damascene Ntambara.

La cena ya está lista, pero Adeli­ne prefiere seguir escuchando unos minutos más cómo sus hijas cantan y juegan en torno al fuego que reúne a esta familia. No está muy orgullosa de cómo ha acontecido su vida, pe­ro al mirar a sus hijas, sabe que algo bueno está haciendo.


26 años del episodio más cruel

Este año Ruanda conmemora el vi­gésimo sexto aniversario del geno­cidio. El año pasado, con motivo de los 25 años de aquella barbarie, el Gobierno ruandés organizó una se­rie de eventos nacionales e interna­cionales, marchas solemnes y actos conmemorativos. Un conjunto de acontecimientos conocidos como Kwibuka, una palabra que significa «recordar».

A diferencia del Gobierno, Em­manuel, Michael y Adeline prefieren no recordar. «No sé qué les pasó a mis padres y realmente tampoco quiero saberlo. Solo quiero centrar­me en el futuro de los niños», ase­gura .-Emmanuel.

Estos tres supervivientes cum­plen 26 años en 2020. Emmanuel no sabe exactamente qué día nació, pero como cada año, lo celebrará en Navidad con sus amigos del orfana­to. Esta vez, en la recién inaugurada biblioteca. Michael lo festejará en octubre con su hermano, sus com­pañeros de acrobacia y con los niños que forman parte de su ya formali­zada escuela, Soul of Rwanda. Adeli­ne abrió su negocio en julio del año pasado, el mes de su cumpleaños, y con él llegó más esperanza para sus dos hijas.

Emmanuel quiere ayudar a los huérfanos, Michael a los niños que viven en la calle y Adeline lucha cada día por sus hijas. Los tres nacieron durante el genocidio y, tras superar muchos obstáculos, ahora caminan en la misma dirección y comparten la misma meta: ofrecer una vida me­jor a la siguiente generación.

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