Publicado por Autor Invitado en |
Por Judit Figueras desde Gisenyi (Ruanda)
Fotografías Gemma Capdevilla
Aún queda algún hueco por pintar, pero en su mirada ya se vislumbra la ilusión de aquel niño soñador. Con un rodillo bañado en pintura blanca y a ritmo de tambores, Emmanuel, además de continuar con su trabajo, ayuda a que aparezcan una treintena de sonrisas. Pertenecen a un grupo de niños que curiosean detrás de la ventana. Los pequeños, ocultos en su sonrojo, observan con asombro los primeros bocetos de la que será su nueva biblioteca.
Hace pocos meses, Emmanuel inició la construcción de un espacio didáctico para los huérfanos que viven en una de las zonas rurales de Gisenyi, una ciudad ubicada en el noroeste de Ruanda. «Muchos de estos niños no pueden ir al colegio y se quedan en la calle durante el día. Sus padres adoptivos viajan a Congo para intercambiar productos y no regresan hasta el anochecer», explica el joven.
En 2014, Emmanuel empezó a ayudar a estos menores. Junto con algunos de sus amigos, el joven estableció un espacio reducido donde impartía clases de inglés y de lectura a una veintena de niños. Ahora son más de 200 los chicos a los que apoya con educación y comida.
En este barrio todos conocen a Emmanuel. Todos saben lo que hace por sus hijos. Es por eso que, cuando el joven pasea por la zona, todos le reconocen su labor con un gesto gratificante. Tras él, una multitud de niños desaliñados –y la mayoría descalzos– lo sigue como si de un mesías se tratase. Bailan a su ritmo, cantan sus melodías y acompañan cada uno de sus pasos.
En 2012, el Gobierno de Ruanda anunció el cierre de todos los orfanatos del país y fijó 2020 como fecha límite para convertirse en la primera nación de África que prescinde de estos hospicios. Desde que emprendió su cometido, el Ejecutivo de Paul Kagamé ha clausurado más de una veintena de los 39 orfanatos que había en el país de las mil colinas. Entre ellos, el orfanato Noel de Nyundo una de las instituciones que más huérfanos acogió tras el genocidio de 1994, que fue la casa de Emmanuel.
Este joven fue uno de los 95.000 huérfanos que, según UNICEF, dejó el episodio más sangriento de la historia de Ruanda. Una tragedia que, tras décadas de conflicto entre las dos principales etnias del país, hutus y tutsis, estalló el 6 de abril de 1994 con el asesinato del entonces presidente ruandés Juvénal Habyarimana, que viajaba en avión con su homólogo burundés, Cyprien Ntaryamira. Durante cerca de 100 días, más de 800.000 ruandeses murieron por golpes de machete a manos de vecinos, conocidos e, incluso, familiares.
«Nunca conocí a mis padres. Un soldado me encontró en la calle cuando apenas tenía dos semanas de vida», asegura. Emmanuel nació en 1994, sus padres fueron asesinados durante el genocidio y creció junto a los más de 600 niños que acogió el orfanato Noel de Nyundo, y a quienes ahora llama «hermanos».
Cada tarde, al finalizar su labor con los niños, Emmanuel se coloca sus medias azules hasta las rodillas, se calza las botas de tacos y viste el dorsal siete al frente de su equipo de fútbol. Se llama Kunda Village Team y recibe el nombre del barrio donde creció. Gran parte de sus compañeros también son huérfanos del genocidio que pasaron su niñez en el Noel de Nyundo. «Nos mantenemos unidos porque queremos seguir caminando juntos», dice el joven. Son sus compañeros de equipo pero, sobre todo, son sus compañeros de vida.
Cuando el orfanato cerró, muchos de ellos ya eran mayores de edad y no fueron asignados a ninguna familia. Se quedaron sin hogar. «Emmanuel me sacó de la calle, me ofreció un trabajo y un techo donde dormir», explica Richard, uno de los mejores amigos de Emmanuel. «Todavía hoy me da comida y ropa para vestir. A cambio, yo le ayudo con su proyecto para los niños», sostiene el chico. Entre semana, Richard y otros amigos de Emmanuel se turnan para impartir clases de inglés, matemáticas y lectura a los pequeños y, los fines de semana, les lavan la ropa y les ofrecen algo de comer.
El orfanato que acogió a Emmanuel cerró sus puertas en 2012, y los menores que residían en él fueron entregados a familiares lejanos o a familias de acogida. Sin embargo, la mayoría de estas familias no disponía de recursos suficientes para poder pagar el coste de la educación de los niños. Ruanda es uno de los países africanos que más ha progresado económicamente desde inicios de siglo –con una influencia directa de la ayuda económica exterior, multiplicada después del genocidio–. En concreto, su economía ha crecido a una media anual de 7,1 % en el último lustro. No obstante, según el Banco Mundial, el índice de pobreza en este país, ubicado en la región de los Grandes Lagos, sigue sin bajar del 38 %. Muchas son las familias que no pueden asumir gastos escolares como los libros, el uniforme o la matriculación, que ronda entre los 8 y 20 euros anuales. Tal y como estima el Foro Económico Mundial, el 60 % de la población ruandesa cobra menos de 1,15 euros diarios. Una situación que ha llevado a un nivel de abandono escolar en el país que rozó el 42 % en 2015, según el Programa de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (PNUD) .
Gracias a su esfuerzo y a su visión emprendedora, Emmanuel ha logrado obtener financiación y subvenciones para costear la educación y la cobertura sanitaria de muchos de estos niños. Además, ha conseguido edificar una nueva biblioteca donde los que no asisten al colegio pueden seguir aprendiendo, y los que sí reciben educación pueden pasar el tiempo extraescolar.
A pocos kilómetros, Davide, Ellie y Musa juegan a realizar movimientos de cadera y saltos mortales imposibles. Sus carcajadas invaden la calma que rebosa en las orillas del Kivu, uno de los grandes lagos de África. Al caer el sol, los tres caminan sin rumbo, con la mirada perdida, buscando la que será su cama esta noche. Como cada tarde, Davide, Ellie y Musa han jugado a ser niños otra vez, pero, al anochecer, sus pesadillas vuelven para arrebatarles su niñez. Desde hace unos años, los chicos se reúnen en la playa del lago para hacer lo que más les gusta. Allí, su profesor les espera impaciente. Michael también aprendió acrobacias en esta ribera cuando tenía su edad. Ahora, es un gimnasta consolidado con habilidades extraordinarias y, sobre todo, con un deseo conmovedor de instruir a sus alumnos en esta disciplina.
Al igual que los niños a los que entrena, Michael vivió en las calles de Gisenyi. Su vida empezó marcada por el suceso más terrible que jamás ha vivido Ruanda. Nació el 10 de octubre de 1994 en uno de los campos de refugiados que acogió a más ruandeses tras el genocidio, el campo de Masisi, en el antiguo Zaire, la actual RDC. Tras un año en el campo, Michael, su madre y su hermano mayor, John, volvieron a Gisenyi. Sin embargo, nada quedaba de la que había sido su casa, solo ruinas. Tampoco encontraron a sus familiares más cercanos, todos habían muerto.
La madre de los niños cayó en una depresión que la bloqueó por completo. Dejó de hacerse cargo de ellos, por lo que John y Michael empezaron a mendigar en la calle. De este modo, al menos, podían conseguir algo de comida. Solo tenían seis y dos años. «Cuando cumplí ocho años, descubrí a un grupo de niños que practicaba acrobacia en el lago», explica Michael. Poco a poco, tanto él como su hermano fueron introduciéndose en el grupo hasta formar parte de él. La mayoría de estos menores habían perdido a sus familias durante el genocidio. «La acrobacia me ayudaba a olvidar y, por unas horas, me permitía ser un niño alegre y feliz», añade el joven En 2012, Michael, su hermano y Gato, uno de sus amigos, juntaron a un grupo de chicos que vivían en la calle y empezaron a enseñarles las técnicas básicas de esta modalidad artística. En pocos años, el colectivo de niños a los que instruyen ha ido creciendo y sus aptitudes también han ido progresando. «Estos niños viven lo que un día viví yo, por eso quiero que, a través de la acrobacia, sientan la misma paz y alegría que sentía yo».
Muchos de los niños que perdieron a sus padres durante el genocidio no fueron destinados a orfanatos. Según afirmaba Unicef en su estudio Luchando para sobrevivir, en el año 2001, unos 300.000 niños vivían en hogares sin ningún adulto responsable al frente. En 2019, un informe de Human Rights Watch cifraba en 2.882 los menores que vivían en la calle. La problemática, por tanto, aún no se ha erradicado. Las calles de Gisenyi son testigos de ello. Al pasear por el mercado central de Rubavu, unos 50 niños piden limosna a los conductores. Otros yacen abandonados en cartones mugrientos esperando a que pasen las horas, los días. De repente, uno de ellos despierta y sale disparado con una sonrisa de oreja a oreja para abrazar a su amigo John, el hermano de Michael. En menos de cinco minutos, una muchedumbre de cabezas le rodea para tocarlo y besarlo. John y Michael son, seguramente, las únicas personas que los tratan como lo que son: niños.
«Muchas veces, tenemos que suplir el rol que deberían haber ejercido sus padres», comenta John. «Vivo cerca del mercado y cada día veo a más niños en la calle. En total son unos 300. Más de 50 asisten cada tarde a nuestras lecciones», añade el chico. Soul of Rwanda es el nombre que da vida al proyecto de danza, acrobacia y yoga que han emprendido los dos hermanos. En febrero de 2019 formalizaron la organización a través de la cual quieren ayudar a estos menores para que puedan asistir al colegio. Soul of Rwanda es una escuela de acrobacia pero, sobre todo, es una escuela de compañerismo, amistad y amor.
En las afueras de Rwamagana, una ciudad en el este del país, Adeline intenta relajarse unos minutos. Sentada en un banco sostiene un vaso de leche fresca. Entre sorbo y sorbo, desvía su mirada hacia la puerta. Son los primeros minutos de la tarde en los que no entra nadie en el restaurante. Son los primeros minutos del día que puede dedicar a descansar y a pensar en sí misma. En julio de 2019, la joven abrió este negocio en el que ofrece bananas verdes, leche y mandazi, un dulce tradicional ruandés, a los vecinos de la zona. «Mis clientes me piden más variedad en el menú, pero no tengo muchos recursos, solo los alimentos que cultivo en mi huerto», explica.
A las siete de la tarde Adeline cierra el negocio y vuelve a su casa. Los días con suerte puede coger un taxi para llegar antes de que oscurezca. «Espero que en un futuro pueda alquilar un local más cerca de mi casa. El gasto que invierto en transporte lo podría destinar a adquirir más productos como arroz, azúcar y aceite», se lamenta. Una vez en casa, empieza su trabajo real. Debe preparar la cena para alimentar a sus dos hijas, de 11 y 8 años de edad, lavarlas y ayudarlas a realizar sus deberes. Las niñas van al colegio cada día. Su madre se encarga de que tengan el uniforme y el material escolar listo para poder asistir a clase. «Vivo por y para mis hijas. Todo lo que gano en mi negocio lo destino a sus estudios, para que, a diferencia de mí, ellas sí puedan alcanzar su sueño algún día», explica la joven.
Adeline acaba de cumplir 25 años, pero sus sueños e ilusiones se esfumaron hace ya mucho tiempo. Sus padres eran tutsis y fueron asesinados por sus propios vecinos durante el genocidio de 1994, apenas unos días después de que ella naciera. Tras el trágico acontecimiento, unos familiares lejanos acogieron a la niña. Aún así, su vida no iba a ser un camino fácil.
«Esa familia nunca me quiso», asegura Adeline. Tras asistir a clase, la chica debía trabajar en el negocio de sus padres adoptivos. Muchos días tenía que hacerlo durante el horario escolar, lo que afectaba a sus calificaciones. A los 13 años, Adeline se quedó embarazada y la mujer con la que vivía la echó de casa. «Era una niña muy estudiosa, quería ser ingeniera informática. Pero cuando llegó el embarazo, mi vida se acabó», sentencia la joven mientras se seca las lágrimas Tras meses viviendo en la calle, una vecina le dio cobijo en su casa. Adeline tuvo a su primera hija, y tres años más tarde volvió a quedarse en estado. A partir de ese momento, la mujer que la había acogido le pidió que se marchara. Adeline dio a luz a su segunda hija en la calle. Con tan solo 16 años, se encontraba sola, desamparada y con dos criaturas a las que mantener. En un acto de desesperación buscó refugio en el único lugar donde se sentía segura: el terreno en el que una vez vivieron sus padres. No quedaba nada de la que había sido su casa, pero la tierra seguía siendo fértil. Comenzó a cultivar frutas y verduras para poder alimentar a sus hijas. Con barro y agua fue fabricando ladrillos y, poco a poco, construyendo su nuevo hogar.
Además, ahora Adeline tiene una vaca. La ONG local Msaada, destinada a ayudar a viudas y huérfanos del genocidio, le entregó uno de estos animales. Con la leche que produce la vaca, la chica puede dar de comer a sus niñas y, a la vez, venderla en su restaurante. «Adeline empezó una nueva vida tras instalarse en la parcela de sus padres, pero sigue luchando diariamente para sobrevivir», asegura el director de Msaada, Damascene Ntambara.
La cena ya está lista, pero Adeline prefiere seguir escuchando unos minutos más cómo sus hijas cantan y juegan en torno al fuego que reúne a esta familia. No está muy orgullosa de cómo ha acontecido su vida, pero al mirar a sus hijas, sabe que algo bueno está haciendo.
Este año Ruanda conmemora el vigésimo sexto aniversario del genocidio. El año pasado, con motivo de los 25 años de aquella barbarie, el Gobierno ruandés organizó una serie de eventos nacionales e internacionales, marchas solemnes y actos conmemorativos. Un conjunto de acontecimientos conocidos como Kwibuka, una palabra que significa «recordar».
A diferencia del Gobierno, Emmanuel, Michael y Adeline prefieren no recordar. «No sé qué les pasó a mis padres y realmente tampoco quiero saberlo. Solo quiero centrarme en el futuro de los niños», asegura .-Emmanuel.
Estos tres supervivientes cumplen 26 años en 2020. Emmanuel no sabe exactamente qué día nació, pero como cada año, lo celebrará en Navidad con sus amigos del orfanato. Esta vez, en la recién inaugurada biblioteca. Michael lo festejará en octubre con su hermano, sus compañeros de acrobacia y con los niños que forman parte de su ya formalizada escuela, Soul of Rwanda. Adeline abrió su negocio en julio del año pasado, el mes de su cumpleaños, y con él llegó más esperanza para sus dos hijas.
Emmanuel quiere ayudar a los huérfanos, Michael a los niños que viven en la calle y Adeline lucha cada día por sus hijas. Los tres nacieron durante el genocidio y, tras superar muchos obstáculos, ahora caminan en la misma dirección y comparten la misma meta: ofrecer una vida mejor a la siguiente generación.