Hambre de futuro

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La intensa ola migratoria vivida este año entre Senegal y Canarias no tiene precedentes. Mucho se ha hablado de los más de 32.000 llegados este año y miles de muertos y desaparecidos, pero pocos esfuerzos reales se han hecho por entender qué hay detrás del fenómeno, despachado con frecuencia con el recurso a «la crisis política, económica y social que atraviesa Senegal».

Para gran parte de los españoles, los migrantes que llegan en cayucos son «pobrecitos africanos» que huyen del hambre y la guerra y que caen en manos de peligrosas mafias que los explotan y engañan. Su llegada a Canarias es una especie de «planificada invasión de desesperados» que amenaza con socavar los pilares de nuestro sistema porque añade presión sobre nuestros servicios sociales y trae inestabilidad a nuestra sociedad. La única manera de frenarlo es la mano dura: vigilancia costera en origen, repatriaciones y vallas cada vez más altas y seguras. La paradoja de la persistencia del relato dominante es su falsedad.

En Senegal no hay una guerra, sino un combate feroz entre una élite neoliberal que ha confiscado el poder para su beneficio y una inmensa masa de excluidos que ya no se resigna a los arrabales. Seducidos por el rupturismo de una opción política emergente, populista y transversal, miles de jóvenes han pasado en meses de la combativa euforia a la pesadumbre al darse cuenta, a golpe de represión y retroceso democrático, de la tenacidad defensiva de una élite que se ha sentido amenazada.

Esos jóvenes no tienen hambre de comida, sino de futuro. No aspiran, como sus padres o abuelos, a cultivar la tierra o pescar, casarse, formar una familia e ir tirando. Quieren más. Y Europa está ahí. Conectados al mundo a través de Internet, sus amigos o familiares en España o Italia los empujan. Pese a los riesgos y dificultades que ponemos en su camino, el premio de contribuir al sostén de sus familias les otorga el estatus al que no pueden acceder en su país. Senegal crece, pero millones se quedan al margen. Es algo más que pobreza.

Pensar en ellos como víctimas engañadas es, una vez más, infantilizarlos. Son jóvenes que reclaman su derecho a la movilidad, la misma que nosotros disfrutamos sin problema y que a ellos les negamos con consulados inaccesibles y trámites imposibles. Si la narrativa dominante, en ambas orillas, prefiere escurrir el bulto de su responsabilidad atribuyendo a supuestas estructuras delictivas el origen de todos los males, allá ellos. Pero una cosa es soltar el mantra de las mafias para justificar la criminalización de las migraciones y otra es pretender que nos lo traguemos.

Y, por último, ni Canarias ni España se van a hundir porque lleguen 30.000 o 100.000 personas. Los mismos que se echan las manos a la cabeza con los cayucos asumen con indiferencia que decenas de miles de malienses y senegaleses trabajen en los invernaderos o los frutales. ¿En qué quedamos? ¿Son una peligrosa invasión o la fuerza de trabajo que hace funcionar la maquinaria en los sótanos de nuestro flamante edificio de oficinas? Que curren sí, pero que reclamen derechos es otro cantar. El modelo de vallas y policías no funciona. Las muertes continúan. Ese es el drama. El suyo y el nuestro.



En la imagen superior, vista aérea de un asentamiento para trabajadores migrantes cerca de Níjar (Almería), el pasado 9 de septiembre. Fotografía: Octavio Passos / Getty

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