Juego sucio en Congo

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La reactivación del conflicto en el noreste de República Democrática de Congo (RDC) es una de las peores noticias que nos dejó el 2022. Después de más de un cuarto de siglo y una costosísima intervención de Naciones Unidas las cosas no solo no han mejorado sino que, a tenor de lo visto el último año, han ido a peor. En ese tiempo, el irreductible grupo armado M23 ha logrado ganar un considerable terreno al Ejército congoleño y hacerse con el control de una parte del territorio de Kivu Norte, dejando tras de sí un reguero de violencia, violaciones y muerte. Todo ello es posible gracias al apoyo que recibe del Gobierno de un país vecino, Ruanda, que lleva décadas jugando al despiste pero que está metido hasta el corvejón en una guerra de la que saca todo el partido del mundo.

El informe de diciembre de la ONU que vincula al M23 con el Gobierno de Paul Kagamé no supuso ninguna novedad, salvo por una cosa: aporta pruebas sólidas de dicha conexión. Acto seguido, la cascada de pronunciamientos internacionales, encabezados por la Unión Europea y Estados Unidos, que exigen a Ruanda que cese el apoyo a un grupo armado que opera en un país vecino, no se hizo esperar. Pocos resquicios a la duda quedan de que estamos ante la invasión externalizada de un Estado por otro, no con soldados con una bandera en el uniforme pero tanto monta. El avance del M23 ha llegado hasta las puertas de Goma y ha provocado la huida desesperada de decenas de miles de personas que malviven a las afueras de esta ciudad. Solo esto ya es mucho decir.

Mientras se consuma el divorcio entre Kinshasa y Kigali y los esfuerzos diplomáticos para un alto el fuego caen en el saco roto del vacile del M23, que un día acepta los términos de una tregua y al siguiente avanza en el frente de guerra, el presidente Kagamé lanzó una seria amenaza el pasado mes de enero cuando aseguró que no estaba dispuesto a seguir acogiendo en suelo ruandés a los refugiados procedentes de RDC. «No es nuestro problema», dijo el veterano dirigente, que no dudó en calificar de «carga» a los 72.000 congoleños que han encontrado en Ruanda protección frente a la barbarie de la guerra. Kagamé, dolido por las revelaciones onusianas que le han dejado en fuera de juego, sigue fiel a su estilo, el de morir matando. Llamativo para quien está dispuesto a recibir a solicitantes de asilo expulsados del Reino Unido.

Nadie duda de los logros del sistema público de protección de Ruanda, de sus hazañas en materia sanitaria o educativa, que le han permitido ser un faro de desarrollo hacia el que miran, deslumbrados, muchos jóvenes africanos. Pero al igual que el mito de la Suiza africana se derrumba cuando uno se sale de las grandes avenidas y los caminos transitados por los ejecutivos de Kigali, valdría la pena visitar las zonas de sombra del poderío ruandés que se apoya, también, en el sostén de una maquinaria de guerra que genera un dolor y un sufrimiento brutal al otro lado de su frontera.

En la imagen superior, un grupo de soldados y ciudadanos congoleños en el puesto fronterizo de Petite Barrière (Goma), entre RDC y Ruanda, el pasado 19 de noviembre. Fotografía: Alexis Huguet/Getty

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