Kimberley, la ciudad de los diamantes

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Texto y fotografías Jordi Canal-Soler

 

Pionera en la minería sudafricana

 

El recorrido por la ciudad de Kimberley (Sudáfrica) te lleva a los orígenes de las minas de diamantes en el país austral. Ahora, el agua cubre un inmenso agujero de más de 200 metros de profundidad donde, desde mediados del siglo XIX, muchos vivieron y murieron en busca de las piedras preciosas.

 

Desde lo alto de la estructura que se proyecta por encima del abismo, el agujero se ve enorme. El círculo está excavado en picado y la roca gris de las paredes se ve oscurecida por la profundidad antes de reflejarse en el lago de agua estancada que baña el fondo. Al otro lado del agujero, el perfil de la ciudad queda empequeñecido por la magnitud del agujero, a pesar de que un par de los edificios son rascacielos de varias decenas de pisos. Vuelvo a ojear el precipicio bajo mis pies hasta enfocar la vista en el agua turquesa del lago profundo. Quedo abrumado por la inmensidad del trabajo al pensar que este gran orificio, con sus 22,5 millones de toneladas de roca extraída, fue hecho a pico y pala por hombres afanosos de diamantes. Estoy en Big Hole, en Kimberley, Sudáfrica.

Hasta hace pocos años se pensaba que el Big Hole (el Gran Agujero) era la excavación a mano más grande del mundo, pero recien­temente se ha descubierto que queda en segundo lugar detrás de otra mina de diamantes de ­Sudáfrica, Jagersfontein, donde se encontró uno de los diez diamantes más grandes de la historia: el Excelsior. Aunque en segundo lugar por el tamaño de la excavación, ­Kimberley tiene la fama de haber sido no solo la pionera en la minería de diamantes de África, sino una de las minas más famosas y rentables de la historia: de allí se extrajeron 2,7 toneladas de diamantes (más de 14 millones de quilates). Y es aquí también donde nació la compañía De Beers.

Nadie se hubiera interesado por Kimberley, más allá de algunos granjeros, si no hubiera sido por los diamantes. Situada en una región casi desértica cercana al Kalahari, sufre temporadas de sequía y olas de calor que hacen que la vida en la ciudad sea dura. A mediados del siglo XIX algunos granjeros bóeres sobrevivían criando ganado e intentando cosechar algunos vegetales resistentes. Pero desde el descubrimiento del diamante Eureka en 1866 en la cercana ­Hopetown, poco a poco la zona se fue llenando de aventureros que buscaban enriquecerse a costa de los minerales.

 

Réplicas de algunos diamantes encontrados en Kimberley / Fotografía de Jordi Canal-Soler

Réplicas de algunos diamantes encontrados en Kimberley / Fotografía de Jordi Canal-Soler

 

Uno de estos grupos se hizo famoso cuando, en un viaje de prospección, Esau Damoense, el cocinero del equipo, fue castigado por mal comportamiento. Como castigo, lo enviaron a una ladera cercana a que excavara bajo el calor del desierto, y regresó al cabo de poco con un diamante en bruto de 83,5 quilates. El monte se llamaba Colesberg Kopje, y pertenecía a la granja Vooruitzigt, propiedad de los hermanos Johannes Nicolaas y Diederik Arnoldus de Beer. Era el 16 de julio de 1871.

En un par de días empezó la fiebre de los diamantes. En menos de un mes, fueron excavadas en la montaña más de 800 concesiones. Pronto, saco a saco de tierra y roca, la montaña desaparecía y empezaba a excavarse el agujero.

 

Comienza la explotación

Llegaron mineros profesionales y aventureros con sed de riqueza de todo el mundo. Se levantó un campamento de miles de tiendas y se empezaron a construir algunas chozas de madera y techo de hojalata. Una ciudad había nacido en el desierto: New Rush. Los británicos la hicieron suya y le cambiaron el nombre por el de Kimberley en honor al secretario de Colonias de entonces (John Wodehouse, lord Kimberley) a quien no le gustaban ni el nombre holandés (imposible de pronunciar) ni el de New Rush (demasiado vulgar).

Con el nuevo nombre, en 1873, llegaron más habitantes y la modernidad. Ya eran 50.000 habitantes, la mayoría mineros, cuando en 1882 se instaló iluminación eléctrica en las calles. Fue la segunda ciudad del mundo en electrificarse, poco después de Philadelphia.

 

 

Réplica galería de mina de Kimberley

Réplica de una de las galerías de la mina de Kimberley / Fotografía de Jordi Canal-Soler

 

Mis pasos resuenan por una de esas calles históricas, entre varios de los primeros edificios que se construyeron allí. Y sin embargo, no me encuentro en el centro histórico de la ciudad, sino cerca del Big Hole. Aquí, la compañía De Beers ha organizado un museo no solo para mostrar cómo era la vida en las minas, sino también para enseñar cómo fue Kimberley en sus orígenes. Algunos de sus edificios más significativos fueron reubicados dentro del recinto del Big Hole, en lo que llaman la Old Town. Muchos de ellos eran tiendas para dar servicio a los mineros y a las primeras familias que llegaron. Veo, por ejemplo, Hazal Ballan, una mercería nacida en 1877 y en cuyo aparador todavía se distingue parte de su mercancía. Enfrente, Holmes Garage servía no solo como taller mecánico, sino también como distribuidor Ford. En su interior se exponen algunos de los primeros vehículos. De los inicios de la ciudad quedan un par de chozas de hojalata que los mineros construyeron para darse más lujos que las tiendas de campaña, o una réplica de la granja de los hermanos de Beer, en cuyos terrenos nació todo.

La vida en la ciudad, antes de la I Guerra Mundial, puede vislumbrarse a partir de la glorieta de acero, típicamente victoriana, que se encuentra junto a la casa del director de Minas. Aquí una banda solía tocar para amenizar las veladas de verano. El banco, varios bares, la iglesia, el consultorio médico, la farmacia, la barbería… Nada falta en el pequeño poblado.

En un edificio de paredes de chapa descubro el gimnasio de boxeo de Barney Barnato, uno de los nombres clave de la fiebre de los diamantes de Kimberley. Antes de convertirse en millonario en Sudáfrica, Barnato había sido boxeador en Londres hasta que, siendo ya rico, construyó este gimnasio para enseñar a los jóvenes. Sus guantes, de piel desgastada por el uso y el tiempo, reposan en su silla favorita junto a su escritorio y algunos documentos de la época.

Barnato llegó a Sudáfrica siguiendo a su hermano Harry, atraído a Kimberley por los diamantes. Al inicio se conformó con comprar algunas piedras a los mineros para revenderlas con un margen bajo, pero la suerte le llegó cuando compró con su hermano cuatro concesiones mineras.

 

 

Vagonetas de kimberlita, mina de Kimberley

Vagonetas de kimberlita / Fotografía de Jordi Canal-Soler

 

Un agujero hecho a mano

En la mañana vi cómo fueron esos inicios del Big Hole en las paredes del comedor del restaurante Tiffany’s del Savoy Hotel. Bajé a desayunar después de pasar la noche en el histórico hotel y me encontré el comedor ocupado, así que pedí permiso para sentarme junto a un hombre mayor que estaba terminando su porridge.

–¿Primera vez en Kimberley? –le pregunté.

El hombre sonrió y después de tomar un sorbo de té respondió:

–Desde hace tiempo sí. Estoy jubilado, pero pasé casi toda mi vida aquí, en Kimberley. Ahora vivo en Ciudad del Cabo. He venido a ver a algunos de los pocos amigos que no han muerto aún. Las minas matan a muchos poco a poco…

Es Harry Bradshaw, antiguo ingeniero de minas que trabajó en De Beers. Mientras finalizaba su desayuno y yo me enfrentaba al mío, me explicó cómo se empezó a excavar el agujero. Al principio la tierra y las rocas sobrantes se extraían en cubos, pero pronto el orificio era tan profundo que hubo que izarlos con cuerdas y cables de acero como si fuera una especie de teleférico. Es por ello que algunas de las fotos en blanco y negro que decoran el lujoso salón muestran una maraña inextricable de cables que desde el borde bajan hacia las profundidades del abismo excavado. Incluso se ve una especie de carromato con ruedas cóncavas que bajaba, como un funicular, por unos cables.

–A medida que los mineros independientes iban vaciando su parcela, el diferente ritmo de excavación complicaba la minería –­me comentó Harry–. Los más rápidos creaban sus propias tumbas, porque los derrumbes y el agua de las lluvias convertían sus parcelas más profundas en peligrosos pozos. Barnato fue de los primeros en darse cuenta de que si se quería sacar provecho de la mina había que hacerlo al unísono, así que el lema era: unificar y consolidar.

 

 

Calle de la Old Town

Una calle de la conocida como Old Town / Fotografía de Jordi Canal-Soler

 

Al principio de la minería en Big Hole había hasta 3.600 concesiones excavando a ritmos diversos. Después de que Barnato y otros empresarios empezaran a unificar las concesiones, solo quedaron 100.

El gran rival de Barnato y su Kimberley Central Diamond Mining Company fue un personaje aún más polifacético que este: ­Cecil ­Rhodes, quien llegó a Kimberley con 18 años y casi ni un penique, pero aprendió pronto a buscar las mejores concesiones. Fue comprando, como Barnato, y llegó a fundar la De Beers Mining Company en 1880. Imperialista británico, Rhodes tuvo el sueño de juntar El Cairo con El Cabo con un ferrocarril que pasara solo por colonias británicas. Como dueño de la Compañía Británica de Sudáfrica creó Rhodesia (las actuales Zambia y Zimbabue). Finalmente compró la parte de Barnato en las minas de Kimberley, convirtiendo a De Beers en la mayor empresa de diamantes del mundo e iniciando la estrategia de limitar el número de diamantes que llegaban al mercado para mantener siempre alto su valor.

La consolidación de las concesiones permitió excavar hasta el fondo de los 215 metros del agujero y empezar a perforar el suelo con minas subterráneas buscando las vetas de la kimberlita azul rica en diamantes, cosa que aumentó más aún los beneficios de la compañía. Una réplica de las minas puede verse en la visita que se ofrece por Big Hole. Las explosiones y derrumbes se recrean con altavoces que retumban en las paredes de cartón piedra. La poca luz ayuda a hacerse una idea de las difíciles condiciones en las que trabajaban los mineros (la mayoría de comunidades cercanas, atraídos por el dinero), picando piedra, arrastrando vagonetas o subiendo y bajando a los agujeros con los ascensores que todavía pueden verse en la superficie. El polvo, el calor, los derrumbes… El precio que muchos pagaron por un mísero jornal de 20 chelines trabajando 12 horas al día fue la muerte.

 

Las minas como refugio

Pero así como se cobraron muchas vidas, las minas también salvaron unas cuantas. Sirvieron como refugio para la población civil en 1899, durante el asedio a la ciudad por los bóeres. Los ingenieros de De Beers fueron cruciales para la resistencia de la ciudad. George Labram, ingeniero mecánico jefe de la compañía, construyó una cámara frigorífica en una de ellas para guardar toda la carne vacuna que se había sacrificado antes de la llegada de las tropas enemigas. Los ingenieros también construyeron las defensas de la ciudad, así como una torre de vigilancia, e incluso un tren blindado y un cañón bautizado cariño­samente como Long Cecil en honor a Rhodes. El cañón aún existe; se encuentra frente al monumento en memoria de los caídos en el asedio a la Kimberley que mandó construir Rhodes a la entrada de la ciudad. Bajo el techo porticado se lee una inscripción dedicada por Rudyard Kipling a los defensores de la ciudad caídos en combate.

Otra guerra terminó con la actividad del Big Hole. La I Guerra Mundial hizo que gran parte de los mineros fueran a los campos de batalla y la mina se cerró temporalmente en 1914. Con la inactividad, los túneles inferiores se llenaron de agua y, al terminar la contienda, se llegó a la conclusión que vaciarlos iba a ser más caro que lo que se podía aprovechar de las vetas pobres que quedaban. El lago al fondo del Big Hole quedó, para siempre, sellando con sus aguas turquesas el acceso a las minas más profundas.

–¿Pero aún quedan diamantes ahí abajo? –le había preguntado a Harry durante el desayuno.

El viejo me había mirado con una sonrisa burlona. Sus ojos brillaban como los diamantes que vería en la cámara acorazada del museo.

–Aún quedan diamantes. Pero esa ya será otra historia…

 

 

Fotografía de Jordi Canal-Soler

Fotografía de Jordi Canal-Soler

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