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Por Diego Menjíbar Reynés desde Lilongüe (Malaui)
En noviembre del año pasado, un pequeño país del sudeste africano copaba inesperadamente las portadas de internacional de los grandes medios de comunicación de todo el mundo. Malaui, la cuarta nación más pobre del planeta y uno de los territorios con menor relevancia geopolítica a nivel global, se colaba en los titulares junto al país más polémico del momento: Israel. La noticia desconcertó: ¿por qué aparecían juntos en los titulares y por qué tras el comienzo de la guerra?
El motivo fue la decisión del Gobierno de Lazarus Chakwera de enviar a trabajadores agrícolas al Estado hebreo para suplir la falta de personal, después de que Israel, tras los ataques del 7 de octubre, revocara más de 100.000 permisos de trabajo a los palestinos empleados en sus granjas, provocando una crisis de mano de obra inédita en el sector. La incursión de Hamás en suelo israelí hizo que la mayoría de países repatriaran a sus trabajadores de inmediato, debido a los asesinatos y secuestros de sus conciudadanos y en vista de una potencial escalada del conflicto. Malaui, sin embargo, apostó por lo contrario, mandando a miles de sus jóvenes a un país en guerra.
Los vínculos diplomáticos entre ambos países son ahora más visibles que nunca, aunque lo que observemos hoy sea tan solo la punta del iceberg de una desconocida e histórica relación que data de los años 60. El envío de trabajadores agrícolas en plena escalada bélica puede interpretarse como un gesto del país africano para devolver algunos favores a Israel, como por ejemplo la concesión –unos días antes de la firma de los acuerdos de exportación laboral– de un paquete de 60 millones de dólares (54 millones de euros) para la recuperación económica del país africano. Malaui, que atravesaba una crisis de divisas y una devaluación del 44 % de su moneda local, con el resultado de un aumento desmesurado de los precios y una inflación rampante, vio aliviada su situación gracias a esa inyección millonaria.
El secretismo con el que el Gobierno de Lilongüe mantuvo esos acuerdos, así como la preocupación por la seguridad de los trabajadores, fue criticado por organizaciones de derechos humanos y la oposición, ya que la medida no se expuso en el Parlamento hasta que el primer avión con 221 jóvenes despegó con rumbo a Tel Aviv desde el aeropuerto internacional de Lilongüe. Hoy ya son más de 1.000 los malauíes que trabajan en granjas israelíes, aunque los tratados ya no tengan la misma naturaleza: desde la firma del memorándum de entendimiento (MoU, por sus siglas en inglés) el pasado mes de abril en Tel Aviv, los lazos diplomáticos se han fortalecido y ahora «son los Gobiernos y no las empresas quienes gestionan tanto los reclutamientos como los envíos de trabajadores», afirmaba Nir Gess, cónsul honorario de Malaui en Israel y promotor de esos acuerdos.
A pesar de no ser muy conocidas, las relaciones diplomáticas entre ambos países no son ni mucho menos recientes. Ya en 1942, Malaui (por aquel entonces Nyasaland, un enclave sin salida al mar bajo mandato británico) acogía a 60 familias judías que escapaban del Holocausto, estableciendo así sus primeros contactos con Israel. Sin embargo, para comprender esas relaciones hay que remontarse al final de la década de los años 50 y principios de los 60, una época en la que el nuevo Estado de Israel, creado en 1948, gozaba de la simpatía de la mayoría de los países africanos, muchos de los cuales se encontraban todavía bajo la administración colonial.
En pleno proceso de descolonización africana, Israel aprovechó la oportunidad para implementar su llamada «doctrina de la diplomacia periférica», una estrategia que pretendía el establecimiento de relaciones con países musulmanes no árabes de África. Con el Centro para la Cooperación Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores como punta de lanza, Israel captó la atención de los líderes de los nuevos estados enviando expertos educativos, técnicos, de construcción y agrícolas, convirtiéndose en un actor clave en el desarrollo y la reconstrucción poscolonial de algunos países africanos.
Sin embargo, la continua ocupación y violencia israelí de territorios árabes y los distintos conflictos ocurridos a finales de los 60 y principios de los 70 (sobre todo las guerras de los Seis Días y Yom Kipur) desgastó ese apoyo que se había construido con los años. El proceso de distanciamiento comenzó en los 70 y se debió principalmente a dos factores: la toma del control del suministro de petróleo por parte de los países árabes para convertirse en los proveedores de crudo en África, y la guerra de Yom Kipur, cuando Israel cruzó el canal de Suez para invadir territorio egipcio (miembro de la Organización para la Unidad Africana, OUA). Tras esos eventos, en 1973, la OUA (hoy Unión Africana) rechazó casi unilateralmente a Israel, y la bandera azul y blanca dejó de ondear en 26 misiones diplomáticas establecidas en el África negra –18 meses antes lo hacía en 31 países–. En 1981, los únicos cinco estados africanos que todavía mantenían vínculos diplomáticos con Israel eran Egipto (tras los acuerdos de paz de 1979), Lesoto, Sudáfrica, Suazilandia (hoy Esuatini) y, efectivamente, Malaui.
Para comprender los porqués de ese dibujo geopolítico es necesario conocer el papel que en aquellos años jugaba Sudáfrica. John Vorster, por aquel entonces presidente del país, estaba aislado en el extranjero como resultado de las políticas de segregación racial del apartheid, y los afrikáners vieron su propio reflejo en Israel: un país rodeado de enemigos, «las únicas dos naciones occidentales que se han establecido en una parte del mundo predominantemente no blanca», tal y como declaraba un editorial publicado por la South African Broadcasting Corporation.
Las naciones que en esos momentos mantenían estrechos vínculos con la Sudáfrica del apartheid, como los enclaves de Lesoto y Suazilandia, constituyeron un bloque de respaldo a Israel cuando el resto del continente lo condenaba.
Malaui, por aquel entonces gobernado por el padre de la nación, Hasting Kamuzu Banda, fue fundado con el capital comercial sudafricano del magnate Cecil Rhodes y, por lo tanto, estuvo ligado desde sus inicios al país más austral del continente. De hecho, en 1971 Banda se convirtió en el primer jefe de Estado africano en visitar Sudáfrica en 24 años, un movimiento duramente criticado por el resto de naciones que, sin embargo, estrechó los vínculos diplomáticos y comerciales de ambas naciones. Cobraba vida en el continente una coalición de países que apoyaba a Israel.
Sin embargo, a pesar de su falta de socios, durante las décadas de los 80 y 90, Israel continuó su proceso de influencia en África. Su papel, esta vez más gradual y silencioso, se focalizó no tanto en lo político sino en la inversión agraria y la construcción de infraestructuras a lo largo y ancho del continente, la provisión de expertos y técnicos especializados, y el asesoramiento, entrenamiento y organización militar en varios países. En la década de los 90, y con la menor publicidad posible, Israel había reanudado las relaciones con 22 naciones africanas, tal y como publicaba The New York Times. Malaui fue una pieza inamovible en el tablero y su apoyo al Estado hebreo nunca se tambaleó, lo que la convirtió en una nación única en este sentido.
La llegada al poder en Sudáfrica del Congreso Nacional Africano (CNA) en 1994 supuso un duro golpe para el Estado hebreo. Nelson Mandela condenó la política de segregación de Israel con el pueblo palestino y las históricas relaciones diplomáticas forjadas con los bóeres se derrumbaron, propiciando una nueva etapa en la historia que dura hasta hoy [Sudáfrica fue el primer país en denunciar a Israel ante la Corte Internacional de Justicia por la violación del artículo 2 de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de 1948 (ver MN 699, pp 6-7)]. Sin embargo, para entonces sus relaciones con varios Estados africanos ya se habían afianzado.
En 1968, Kamuzu Banda se convirtió en el primer jefe de Estado en visitar a su homólogo israelí en Tel Aviv tras la guerra de los Seis Días. Banda se había ganado la enemistad del continente al apoyar a la Sudáfrica del apartheid, y cuando el CNA entró en el poder, cortando sus lazos con Israel, Malaui mantuvo la misma posición en el tablero geopolítico: siguió explotando sus vínculos comerciales con Sudáfrica, a la vez que hacía lo propio con Israel. Ese mismo año, 1968, Malaui e Israel firmaban sus primeros acuerdos de cooperación comercial y económica, y desde entonces, las relaciones bilaterales se han asentado y esos lazos son hoy son más firmes que nunca.
En mayo de 2024, en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas, los países de todo el mundo votaron para recomendar al Consejo de Seguridad el reconocimiento del Estado de Palestina. 143 países votaron a favor, 25 se abstuvieron y nueve votaron en contra. Todos los africanos apoyaron el sí, excepto uno que se abstuvo: Malaui. Tan solo un mes antes, los 47 países que integran el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, adoptaban una resolución condenando el supuesto «uso del hambre de civiles como método de guerra en Gaza» [Intermón Oxfam denunció el pasado mes de julio el «uso sistemático» del agua por parte de Israel como «arma de guerra» en la franja de Gaza] e instando a imponer un embargo de armas a Israel. Seis países votaron en contra: Malaui estaba entre ellos.
La reciente popularidad de las relaciones entre ambos países se debe, en gran parte, al rol de un hombre: David Bisnowatty, el hijo de una familia judía refugiada por el Holocausto y en la actualidad jefe de la misión diplomática de Malaui en Israel. Desde 2014, año en que se hizo con un escaño en el Parlamento del país africano, Bisnowatty ha trabajado para estrechar los lazos con su país natal, a pesar de que algunos detractores en Malaui le acusen de favorecer más los intereses israelíes que los propios.
El 18 de abril, una delegación diplomática encabezada por la ministra de Asuntos Exteriores malauí, Nancy Tembo –de la que también formó parte Bisnowatty–, aterrizó en Israel para cerrar la firma del MoU entre ambos países y consolidar los acuerdos de exportación de trabajadores. En ese contexto, Malaui volvió a desmarcarse del resto de países al anunciar la apertura de una embajada en Tel Aviv, convirtiéndose en la primera nación del mundo en hacerlo tras el 7 de octubre. Esa voluntad de crear relaciones bilaterales duraderas simbolizaba un paso que Malaui llevaba persiguiendo desde 2020, cuando el actual presidente, Lazarus Chakwera manifestó su intención de convertirse en el primer país africano en abrir una cancillería en Jerusalén, algo que finalmente no sucedió debido al conflicto en curso en Gaza, en el que, según un reciente estudio realizado por The Lancet, 186.000 civiles podrían haber perdido ya la vida [la revista médica británica incluye las víctimas directas e indirectas del conflicto. La Secretaría de la Declaración de Ginebra sobre Conflictos Armados publicó un informe en 2008 en el que establecían que se producían «cuatro muertes indirectas por cada muerte directa» en los conflictos. La cifra de las autoridades sanitarias gazatíes ronda las 40.000 víctimas directas].
El lenguaje diplomático, a menudo caracterizado por su opacidad, se vuelve transparente en los detalles. Hace apenas un mes, un accidente de avión acababa con la vida de nueve personas, entre ellas la del vicepresidente malauí, Saulos Chilima. Israel fue uno de los cuatro países que ofrecieron asistencia en la operación de búsqueda, proporcionando tecnologías especializadas para encontrar la aeronave. Israel también ha eliminado recientemente las restricciones a Malaui para la obtención de visados.
El plan de importación laboral que Israel está tejiendo con el sur global (países como Kenia, India, Sri Lanka, Uganda, Uzbekistán o Tanzania han respondido, junto a Malaui, a la demanda de mano de obra) no queda libre de polémicas. A pesar de que perciben un salario de unos 1500 euros al mes y son reclutados de forma voluntaria, algunos trabajadores malauíes entrevistados para este artículo denuncian que no se están cumpliendo las condiciones salariales acordadas en los contratos, algo que ha llevado a que varios de ellos abandonen sus empleos en las granjas para buscar otros con mejores condiciones. Como represalia, Israel ha deportado a 12 chicos por incumplimiento de contrato.
«El Gobierno de Malaui hace un llamamiento a todos los trabajadores migrantes malauíes en Israel para que desistan de este comportamiento, ya que desacredita al país», afirmaba en un comunicado el ministro de Información y Digitalización, Moses Kunkuyu.
Esta es la radiografía de una relación histórica y silenciosa, surgida de la simpatía entre dos naciones separadas por más de 7.000 kilómetros y sin conexiones evidentes. Ambas mantienen unos vínculos que ni la guerra ha podido separar.
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