La trampa

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Este verano estuve leyéndome Los horrores del sur. La ley de Lynch en todas sus fases, de Ada Wells, una obra en la que la autora documentó buena parte de los linchamientos que tuvieron lugar en el sur de EE. UU. a finales del siglo XIX y principios del XX. Se trata de un recorrido que evidencia la brutalidad padecida por la población negra, pero también la inoperancia y permisividad de los Estados del norte, que decidieron mirar hacia otro lado cuando un porcentaje importante de los habitantes de piel oscura del país sufría.

Cuando me sumerjo en este tipo de lecturas no me dejo llevar por ellas sin más, voy apuntando datos que después puedan servirme para contestar cuando alguien afirme que a estas alturas ya no existe el racismo y todo el mundo cuenta con los mismos derechos, obviando un pasado, no tan lejano, que ha sido profundamente desigual y que aún hoy condiciona el presente y el punto de partida de muchas personas.

Así las cosas, más que leer, estudio con el fin de poder explicar y dar contexto a situaciones que, en la actualidad, pueden leerse como algo aislado o casual. A lo largo de mi camino personal en estas lides, he entendido que hablar de racismo no es solo contar lo que te ha pasado, puesto que siempre habrá alguien que diga que «eso ha sido mala suerte» y entenderán los episodios duros de tu vida como la excepción que confirma una normalidad edénica. La narrativa vivencial es insuficiente, solo sirve para aterrizar conceptos que pueden resultar lejanos. Las fechas, los números o el recorrido histórico causal resultan fundamentales para que un asunto profundo no se entienda como una nimiedad.

Sin embargo, los días no duran más de 24 horas, de modo que si el tiempo que nos sobra tras la jornada laboral y la atención a nuestros seres queridos lo destinamos a un único tema, obviamente, descuidamos otros tantos. Si continúo con mi ejemplo, debo decir que cuando era más joven leía muchísimo acerca de temáticas diversas. Ahora no. El monoestudio me sirve para explicarme a mí misma, para comprender lo que significo en el lugar que habito, incluso para defenderme si me increpan, pero deja abandonados otros flancos de mí.

En esa línea, en ciertas ocasiones, he caído de lleno en el cepo de volcarme solo en un aspecto de mi realidad poliédrica, y eso que he condenado que muchos periodistas se acerquen a las personas no blancas con el objetivo de preguntarnos de forma exclusiva acerca de racismo o de inmigración, ¡como si no tuviéramos una opinión formada y fundamentada sobre otros asuntos! Lo peor es que a mí, hablar solo de racismo me autolimita, me cabrea y no me hace sentir bien. Es más, no siempre lo necesito. Llevo viviendo en mi piel toda la vida y enfrentando situaciones derivadas de ello. Y no es que no me haya fastidiado, al contrario, pero lejos de quedarme ahí he continuado andando por un camino que cuenta con bastantes baches. La costumbre y la fortaleza impuestas por una normalidad anormal han hecho las veces de amortiguador.

Reconozco que es difícil pasar de largo ante situaciones injustas, te afecten directamente o no. A mí, de hecho, el hartazgo me lleva a expresarme, a través de la vía que sea, siempre con los puños cerrados y el estómago en la boca. El problema, no obstante, es quedarme ahí y no darme la oportunidad de aflojar las manos. Es entonces cuando reflexiono acerca de todo lo que dejo fuera. ¿Qué hay de lo que me provoca sonrisas y no bilis o lágrimas? Necesito señalar aquellas conductas, leyes y aspectos del sistema que fallan, pero no quiero quedarme en las redes que nos lanzan ya que, cuando eso sucede, definitivamente, se trata de una trampa.



En la imagen, la biblioteca de Lucía Mbomío. Fotografía: Samuel Tavares López.




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