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Por Rocío Periago desde Lorca (Murcia)
En una región donde la lluvia vale oro, los trabajadores del campo rezan para que no llueva. O, por lo menos, que lo haga solo durante la noche, porque si llueve ellos no trabajan y, si no trabajan, ese día no ganan dinero.
Son las 6 de la mañana en Lorca, el tercer municipio de la región de Murcia y el cielo sigue oscuro. La ciudad parece dormida, pero como cada día a esta hora, hay un tráfico intenso de furgonetas y autobuses. Grupos de personas esperan en un céntrico descampado. Son poco más que bultos con abrigos, gorros y mascarillas, muchos con la capucha cubriéndoles la cabeza. A la espalda, una mochila o una bolsa, todo sirve mientras quepa el almuerzo y una botella de agua.
En el otro extremo de la ciudad, junto a un centro comercial que vivió días mejores, se repite la escena: furgonetas y autobuses que se llevan a los temporeros a los campos cercanos, pero también a fincas de Granada, Almería o Albacete. El proceso inverso será por la tarde, cuando vuelvan sucios, con el cuerpo cansado y cargando con las mochilas ya vacías.
Con las primeras luces, se baja el telón y comienza otra escena: ahora la calle la recorren chavales que comienzan las clases en los institutos cercanos y gente que va a trabajar. Dos caras de una misma ciudad que rara vez se juntan.
La Región de Murcia es, junto con las provincias de Almería y Alicante, una de las mayores productoras de fruta y verdura de toda España. Favorecida por su clima templado, la producción es prácticamente continua durante todo el año. El sector primario en la región supuso el 4,7 % de su PIB en 2019 –el doble que a nivel nacional– y da empleo a varias decenas de miles de personas, directa e indirectamente.
En los años de bonanza económica, la población extranjera en la región aumentó exponencialmente, atraída por el trabajo y la posibilidad de prosperar económicamente. Hoy día, supone casi un 15 %, aunque probablemente sean más porque los datos no incluyen a quienes se encuentran en situación irregular. En una zona donde ocho de cada diez senegaleses o malienses están dados de alta en el régimen especial agrario, trabajar en el campo es una de las principales salidas laborales para muchos inmigrantes.
El sol brilla con fuerza, sopla viento del nordeste y el mar está picado. Cerca del Puerto de Mazarrón, uno de los destinos turísticos de la región, los campos de cultivo e invernaderos ocupan hectáreas hasta donde abarca la vista. Mazarrón es el municipio murciano con mayor población extranjera, y como un reflejo de la economía durante las últimas décadas, una mitad correspondería a los más de 4.000 ingleses que viven en la costa, y la otra a marroquíes y ecuatorianos que trabajan en empresas agrícolas de la zona.
Ibrahima Sow –gran sonrisa, ligera cojera y una voz que transmite confianza– es maliense y lleva 20 años viviendo en España. Aquí ha trabajado en la vendimia, recogiendo aceituna o con el tomate en Mazarrón, donde llegó a ser encargado y representaba a los trabajadores. Un día, un amigo le pidió ayuda porque iban a trasladar a un grupo de chicos africanos de Canarias a la península. De eso hace más de una década. Desde entonces trabaja de auxiliar educativo con menores no acompañados en Murcia. En realidad, trabajaba, porque hace unos meses tuvo un infarto y todavía permanece de baja recuperándose, me cuenta mientras sirve un té con mucha hierbabuena.
–Aquí nos golpeamos el pecho diciendo que somos «el campo de Europa», pero de lo que la mayoría no habla es de quién va realmente a recoger esas frutas y hortalizas. Estos inmigrantes que se levantan a las 4 de la madrugada y vuelven a sus casas a las 7 o las 8 de la noche, agotados –dice Sow, 50 años, agente comercial en Malí–. Y luego hablamos de integración de estos inmigrantes. ¿Dónde se integran? ¿Con la lechuga, las verduras, la naranja o el limón?
Sow también reflexiona sobre los valores culturales y la educación como piezas fundamentales para integrarse en una sociedad que, dice, solo parece interesada en ganar dinero. «Si tú ayudas a cualquiera que lo necesita, ellos también están ahí. Esto lo tenemos interiorizado y lo aplicamos a cualquier sitio que vamos. Pero lo estamos perdiendo por la globalización». Desde hace cinco años, es también el vicepresidente de la Federación de Asociaciones Africanas en Murcia (FAAM), una entidad que surgió como forma de apoyo entre africanos y para tener más presencia en la sociedad -murciana.
Da un sorbo al vaso de té mientras explica el concepto amplio de familia y el orgullo que siente por «sus chicos»: esos niños y adolescentes que pasaron por el centro de menores y que lo consideran como un padre o un hermano mayor. Esos jóvenes que hoy trabajan, estudian y tienen hijos siguen llamándolo para pedirle consejo.
Mustapha Es Sabir –gafas de pasta oscura que constantemente se baja, empañadas por la mascarilla– es agente sindical en CC. OO. Recuerda cuando llegó a España en 1995: «En ese momento iba con mi bici por los campos pidiendo trabajo y si no me daban, por lo menos les pedía alguna lechuga o algún brócoli para poder mantenerme». Como hablaba algo de español, empezó a colaborar como traductor voluntario ayudando a otros marroquíes en el CITE (Centro de Información al Trabajador Extranjero) de Comisiones. El idioma fue la llave de su primer contacto con el mundo sindical, y aunque se ha ganado la vida de muchas otras formas, desde 2013 trabaja en el sindicato en el Campo de Cartagena.
–Comparando el campo con 1998 está bastante mejor, pero todavía no está todo lo bien que queremos –-explica–. Normalmente aquí el trabajo nunca ha sido organizado ni a nivel empresarial ni sindical. El sindicato tiene que defender los derechos de los trabajadores, pero plasmar eso en las empresas es un poco difícil.
La realidad que cuenta es la de empresas grandes –la minoría– que cumplen la norma, y empresas medianas y pequeñas –la mayoría– donde los derechos laborales brillan por su ausencia.
Vivir del campo como peón agrícola –el término oficial para designar a temporeros o jornaleros– es posible, a pesar de que sea un trabajo que requiera un gran esfuerzo físico y cada vez demande una mayor profesionalización. «Si la empresa es grande, puedes durar muchos años, pero si es una empresa pequeña estás trabajando con el pensamiento de que te van a cambiar. Empresa grande significa que tiene clientela, fincas y trabajo para siete o nueve meses. Más o menos la gente está bien y hay cierta estabilidad. Los trabajadores pueden casarse, traer a su familia, buscar una casa, adquirir un coche…», explica Mustapha, añadiendo que trabajar con empresas medianas y pequeñas es mucho más inestable y que la incertidumbre de si vas a cobrar y cuánto es constante. Gran parte de su rutina es hablar con empresas y trabajadores e intentar que se cumpla el convenio colectivo, pero lo que se encuentra muchas veces es que los pequeños agricultores conocen todo sobre tierra y agua, pero delegan la parte laboral en una asesoría externa. «Cuando un jefe no sabe o desconoce, apaga y vámonos. De agricultura te va a decir todo bien, pero los derechos del trabajador los desconoce por completo», se lamenta.
En el campo existen muchos tópicos, pero la realidad es dispar y compleja, mucho más en la gama de los grises que en un blanco o negro puro. A ello se suma que las empresas son muy reacias a hablar de su trabajo y que la competencia de productos extranjeros –y los producidos en condiciones laborales irregulares– hacen mucho daño al sector.
Desde Proexport, la Asociación de Productores-Exportadores de Frutas y Hortalizas de la Región de Murcia, una entidad formada por diferentes empresas agrícolas y que tiene una clara apuesta por la responsabilidad social corporativa (RSC), intentan explicarlo: «Es una cuestión de comunicación y, en ese sentido, el sector está haciendo un esfuerzo, -porque se hacen más cosas de las que se cuentan. Las empresas cumplen una función social muy importante: lo primero es que crean puestos de trabajo y favorecen la integración de personas de otras culturas y nacionalidades. Y también, que muchas están en zonas que, si no fuera por la agricultura, estarían completamente despobladas. La agricultura vertebra el territorio». Sensibilizados con la idea de intentar ir más allá de la ley, insisten en que hay empresas preocupadas en hacer las cosas bien. Aunque luego hagan mucho más ruido los abusos laborales.
La realidad del campo murciano se puso de manifiesto durante el confinamiento de 2020. A pesar de la incertidumbre y las restricciones, no se dejó de producir ni de cosechar, y no hubo casos de desabastecimiento en tiendas. Aunque sin aplausos ni reconocimientos, como trabajadores fundamentales, la mano de obra de estas empresas fue la que hizo que supermercados y comercios dispusieran de las frutas y hortalizas que consumimos aquellos meses.
Dan lluvia para mañana y los trabajadores hablan por un grupo de Whatsapp. Han quedado a las 6 con el encargado en el autobús. Esperan que las nubes se hayan ido para que cuando lleguen al campo puedan trabajar: estamos en plena temporada.
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