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Los padres pigmeos son los que dedican más tiempo al cuidado de sus hijos


Los pigmeos akas han sido considerados en varias ocasiones los mejores padres del mundo. El tiempo que dedican a su descendencia, unido a la forma comunitaria de la crianza, han convertido su figura en una referencia global. Los retos económicos y ambientales, sin embargo, ponen en riesgo la forma de vida de este pueblo.



La tarde se desliza tras los altos árboles que pueblan la reserva de la biosfera del río Dja, en el sur de Camerún. El sol se diluye en retazos de rojos intensos, naranjas y violetas. Cientos de pájaros entonan la última algarabía antes de refugiarse en sus nidos. A lo lejos, gritos de monos y bramidos de algún otro animal. El vehemente calor húmedo del día da paso a una tenue brisa que renueva los cuerpos. Por los caminos que recorren el bosque tropical regresan a sus hogares jóvenes con recipientes repletos de matango, vino de palma. Son los últimos en recogerse. Antes, mujeres, hombres y niños se han acercado a sus aldeas poniendo así fin a la jornada de trabajo. En Ndjibot, el humo que sale a través de los techos de hojas de palmera que cubren los cobertizos que sirven de cocina hace adivinar que la cena estará pronto preparada. En un rincón de la aldea, un grupo de hombres está sentado sobre unos troncos que hacen las veces de bancos. Casi todos tienen un bebé o niño en brazos. Dialogan entre ellos, comentan las incidencias del día, ríen. Los pequeños que ya se valen por sí mismos, aunque no levanten dos palmos del suelo, juegan cerca de allí. Corren, se persiguen, chillan. Dan la impresión de no molestar a nadie. Los jóvenes se sientan un poco más alejados y empiezan a dar cuenta de su tesoro. Algunos de ellos también sostienen un bebé en su regazo.

Armand Faya con su hija en brazos en la localidad de Ndjibot. En la imagen superior, Papá Biko mira cómo su hijo alimenta a su nieto en Zoulabot. Fotografías: Ginebra Peña.


¿Qué choca en esta imagen?

Ver hombres con niños en brazos no es lo más común cuando se recorren los caminos de muchas zonas de África, a pesar de que los tiempos estén cambiando, sobre todo en las ciudades. Normalmente, en la mayoría de los pueblos africanos existe una división del trabajo y las tareas entre varones y hembras. El cuidado de la casa y de los hijos recae siempre en estas últimas. Es usual que las mujeres se encarguen de la alimentación, la salud, la educación y el bienestar de los pequeños. Son ellas los que habitualmente los cargan, a la espalda o en el costado, mientras realizan cualquier tarea cotidiana, ya sea la búsqueda de agua, cocinar o el trabajo en los campos.

Sin embargo, las cosas son muy diferentes entre los pueblos pigmeos. Estos se caracterizan por tener una sociedad donde hombres y mujeres son iguales y comparten todas las tareas. Los habitantes de Ndjibot son bakas, uno de los diferentes grupos pigmeos que pueblan la cuenca del río Congo. Durante generaciones, como el resto de este pueblo, han desarrollado sus propios métodos para vivir en armonía con la selva, a la que conceden un carácter divino. Ellos no habitan en la selva, son parte de ella, por eso la cuidan y la conservan. Así, solo cazan lo que pueden comer y comparten las raíces y frutos recolectados con otros miembros del grupo. La jungla les provee de todo lo que requieren para vivir y no es necesario acumular ni almacenar.

Son seminómadas y siguen el rastro de los animales o los ciclos de las plantas. Tradicionalmente se han organizado en pequeños grupos, con matrimonios monógamos y familias nucleares abiertas. Los niños son libres y se buscan la vida solos, hay divorcio y los ancianos son la autoridad. La mayoría de las áreas de trabajo no se limitan únicamente a un género u otro, todos participan en todo: caza, pesca, recolección. También se diferencian de otros pueblos en que niñas y niños son tratados y valorados por igual.



La sociedad pigmea

Los grupos pigmeos tienen jefes que no son autoritarios. Solo se valen de su sabiduría para aconsejar, pero cada individuo es libre de tomar sus propias decisiones. Entre los habitantes de la selva no hay nada que se respete más que la autonomía personal. La sociedad pigmea, por tanto, es muy igualitaria: solo se valora el conocimiento y la pericia. El maestro cazador –el tuma–, y el curandero –el nganga–, adquieren prestigio y reconocimiento cuando llegan a ese grado, incluso a nivel regional, pero nunca autoridad sobre el resto de la aldea. Las decisiones importantes que atañen a todos se toman por consenso y en ellas participan tanto mujeres como hombres.

Este estilo de vida también se refleja en la crianza de los más pequeños. Armand Faya dice no saber por qué sostiene a su hija en brazos: «Siempre ha sido así. Todos cuidamos de todos. Los niños son valiosos, son nuestro futuro, un regalo de Dios. Por eso los protegemos y estamos pendientes de ellos hasta que empiezan a valerse por sí mismos». 

En el pueblo de Zoulabot, papá Biko sonríe al ver el cariño con el que su hijo lleva las cucharadas de arroz del plato a la boca de su nieto:  «Así lo hice yo con él, ahora él hace lo mismo». La madre del pequeño ha ido a buscar frutos en la selva. No es extraño ver a un varón pigmeo dar de comer a su hijo, limpiarle o lavarle. Las tareas del cuidado de los pequeños se reparten entre el padre y la madre, sin que ello cree ningún conflicto. Los abuelos también intervienen. Son ellos los que se encargan cuando los padres no pueden. Y el resto del grupo también interviene. Los niños son cosa de todos.

«Durante el primer año, el bebé nunca se separa de la madre», explica Jean-Pierre Hallet en su obra Pygmy Kitabu hablando de los efés, un grupo pigmeo de República Democrática de Congo. Y opina que este contacto constante es una de las razones por las que los bebés pigmeos rara vez lloran: «Están satisfechos en todos sus requerimientos». Las pocas veces que lo hacen es solo durante un breve instante, porque la necesidad del pequeño se atiende de inmediato. Lo que suele significar amamantarlo. El contacto cercano, la atención recibida y la nutrición garantizada satisfacen todos los requerimientos del pequeño. «El padre, igualmente, se interesa mucho por su bebé. Juega, sostiene y abraza al niño tanto como lo hace la madre. Hombres y mujeres manifiestan amor y cuidado por igual. De hecho, los padres a veces portan en brazos a sus bebés durante largos períodos de tiempo». Por todo esto, el etnólogo y naturalista los considera «los mejores padres del mundo».

Hablando de los akas, un pueblo que habita en República Centroafricana, el profesor y antropólogo Barry Hewlett asegura: «Conocí padres muy gentiles entre los akas. Sostienen a sus bebés con fuerza, los abrazan, los besan y juegan con ellos delicadamente. El vínculo con el padre se forma de la misma manera que con la madre: siendo sensible y atento con el niño». Luego aporta un dato muy interesante sobre la crianza: «Los niños son cuidados por muchas personas, de los cuales el padre es solo una. Además de los progenitores, se involucran los abuelos y el resto de los adultos del grupo». Y concluye: «Los akas dicen que lo importante es estar con los niños en una gran variedad de contextos, para que así aprendan viendo, al mismo tiempo que los adultos se acercan a ellos».

Bertin Buh con su hijo en brazos. Fotografía: Ginebra Peña



La normalidad del cuidado

Cuando Faya explica por qué tiene en brazos a su hijo, un anciano, que sostiene una niña en su regazo, inquiere algo en baka. Él contesta, todos los presentes ríen y, a continuación, traduce: «Dice que qué pregunta más tonta. ¿Por qué no íbamos a cuidar de nuestros hijos? Es lo más normal».

Sí, así fue durante mucho tiempo, pero las cosas cambian y la vida de los pueblos pigmeos se ha visto alterada. Desde hace décadas, los gobiernos de los diferentes países que abarca la cuenca del río Congo los han obligado a salir de la selva donde han habitado toda su vida y asentarse a lo largo de las carreteras y caminos. Así, los gobernantes tienen las manos libres para usurpar las tierras en las que estas gentes se movían antes con total libertad y entregárselas a compañías madereras o mineras, en su mayoría extranjeras. El resto se transforma en explotaciones agroindustriales y en tierras de cultivo para la población no pigmea o para grandes consorcios multinacionales. O en reservas y parques naturales donde ellos no pueden cazar ni ejercer su forma tradicional de vida y de donde son expulsados.

Los pigmeos están siendo obligados a sedentarizarse. Esto ha traído para ellos muchas consecuencias negativas, que llegan hasta poner al borde de la extinción a algunos grupos, como el de los bayelis. Esta comunidad, que habita cerca de la región de Kibri, en Camerún, ha sido expulsada de su ámbito natural para plantar en él grandes extensiones de palmeras de aceite. Sin selva y sin ríos, ha tirado la toalla y se ha hundido en la depresión. Alcoholizados y sin futuro, los bayelis se ven abocados a la desaparición.

Uno de los símbolos más claros del cambio se observa en las casas. La tradicional, el mongulu –una especie de iglú construido con ramas y hojas–, se alzaba en un par de días. Era fácil de abandonar cuando la familia trashumaba y de reconstruir al regresar unos meses más tarde. Ahora han sido sustituidos por construcciones rectangulares de barro con techo de hojas de palma, como las de los pueblos que habitan la zona en la que se han visto obligados a asentarse. Son estructuras permanentes, lo que indica que ya no se trasladan por la selva siguiendo el rastro de los animales o el ciclo de las plantas, como han hecho durante generaciones.

No se trata solo de un cambio de estética. Es algo más profundo. Las mujeres construían los mongulus, mientras que los hombres se encargaban de ir al bosque en busca de las ramas y los palos. Ahora, las casas de barro son cosa de hombres y las mujeres quedan relegadas de este trabajo. Como mucho se dedican a transportar los materiales de construcción. De esta forma han ido perdiendo el control sobre la residencia de la familia.

Moïse Toixton y su hijo Dany junto a otros dos jóvenes de Namikumbi: Beltran Ngouchire, con camiseta roja, y Pascal Ndje. Fotografía: Chema Caballero

Así, poco a poco, las mujeres ven desvanecerse los mecanismos de poder social que tradicionalmente ejercían sobre los hombres y les permitían interactuar en igualdad de condiciones con ellos. Esto es solo la punta del iceberg. La asimilación a los pueblos con los que se ven obligados a compartir espacio junto a carreteras y caminos está introduciendo nuevas costumbres que siempre van en detrimento de la mujer, como sucede con la dote matrimonial. «Antes no existía», explica Faya, «pero ahora los padres, copiando a los bantúes, la piden. Suele ser de alrededor de 50.000 francos CFA (76 euros), más comida, machetes, ropas y cosas del hogar. Es demasiado». Si un hombre «compra» a una mujer a través de la dote, al no ser fácil de reunir el dinero y suponer un gran esfuerzo en el que se ve implicada toda la familia del novio, la considerará una propiedad personal y no una igual, como era la regla entre los pueblos pigmeos. De ahí se derivan otros temas como la violencia de género, las violaciones o la poligamia, que eran prácticamente desconocidos anteriormente. Igualmente, se va imponiendo la división de tareas entre varones y hembras. Todas estas actitudes se están normalizando como consecuencia directa de la ruptura del equilibrio que antes imperaba en la cultura pigmea.

Los jóvenes también imitan a sus vecinos. Su forma de vestir, sus peinados, los teléfonos móviles, los auriculares y las motos, para aquellos que se lo pueden permitir, los mimetizan con cualquier otro chaval de su edad. Ya no viven en la selva, se han asentado y adoptado nuevas costumbres.

Lo único que parece sobrevivir a la degradación de la cultura de los pueblos pigmeos es su estilo de crianza. Los padres siguen cuidando de sus hijos, jugando con ellos, llevándolos en brazos, alimentándolos, limpiándolos… Moïse Toixton habita en la aldea de Namikumbi. Vive del turismo. Sentado en un tronco con sus compañeros, espera la llegada de visitantes para cambiar los vaqueros y la camiseta por la falda de rafia que vestían sus abuelos y así recrear la imagen que de ellos tienen los extranjeros. Mientras, juega con su hijo de cinco años, Dany. Le hace cosquillas. El chaval ríe. Así es, hay cosas que, a pesar de las amenazas exteriores, no cambian. Los pequeños todavía son considerados una bendición y cuentan con el cariño de todos los miembros del grupo.   

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