Los otros, sin sombra de sentimentalismo

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Leila Slimani
El país de los otros 
Traducción Malika Embarek López
Cabaret Voltaire. Barcelona 2021, 437 páginas.



La admiración que siento por Leila Slimani solo puede acentuarse gracias a libros como El país de los otros. Nacida en Rabat en 1981, de padre marroquí y madre franco-argelina, comparte tantos rasgos con la protagonista de esta extraordinaria novela que parece una autobiografía. Denota sobre todo un saber directo de la realidad sociopolítica de nuestro gran desconocido vecino del sur y, sobre todo, de los últimos años de dominio francés y del movimiento de emancipación y la sangre que se derramó. Es el telón de fondo en el que no solo vemos cómo el talento de Slimani le sirve para ver la transformación física y mental de Mathilde, y en qué desembocan su pasión, su amor y sus sueños cuando se traslada desde su Alsacia natal –donde conoció a Amín, soldado marroquí que combatió junto a los franceses en la Segunda Guerra Mundial– hasta el Meknés natal de su esposo. El choque cultural con el entorno y la familia de Amín, la exasperante experiencia de sacar adelante una granja en tierra doblemente hostil, y de ser mujer en un país musulmán, y cómo dos desconocidos se desean y se lastiman mientras traen al mundo a dos hijos y el mundo cambia radicalmente a su alrededor: extraños para los suyos –marroquíes y franceses– y para ellos mismos.

La novela merece atención desde la portada: «Foto familiar cedida por ­Leila Slimani» –se lee en los créditos–, en la que acaso podríamos imaginarla a ella misma y a su madre en el Marruecos de los 50, y las dos citas, ambas relevantes, con las que la escritora abre su obra. Una de Édourad ­Glissant deplorando el mestizaje, otra de William Faulkner, de la que, a mi vez, extraigo un segmento como una mandrágora: «Su sangre negra lo empujó primero hacia la cabaña del negro; luego, su sangre blanca lo sacó de allí». La prosa de Slimani es sensual, palpable, y al mismo tiempo neta, cortante, existen­cialmente mineral. Se puede decir que fue una casualidad no buscada que este libro aterrizara en mi mesa tras el Cuaderno de memorias coloniales de Isabel Figueiredo (ver MN 673, pp. 52-53), pero si pudiera las invitaría a hablar de colonialismo, racismo, del otro experimentado en carne propia, y de la lengua reapropiada para dar cuenta de sus años de formación en todos los ámbitos de la existencia, desde el cuerpo hasta el conocimiento geográfico, político, moral del mundo que les ha tocado. 

Este libro es precioso, duro, procaz, vital, agridulce como fruta que nos atrae y cuyo nombre no conocemos, pero queremos probar a toda costa. Cómo aprende árabe Mathilda, en la cocina de su suegra; cómo su hija ­Aicha descubre la religión, las palabras y su ser distinto, y su cuñada Selma el placer y la desgracia, son teselas de esta obra tan admirable que parece un clásico recién nacido. Termino con una clave que la autora extrae de Racine y que le sirve para acabar de caracterizar a su protagonista, tal vez a ella misma: «Con la decisión ya tomada, ninguna vuelta atrás era posible y se sentía fuerte. Fuerte por no ser libre».

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