Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
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Quien ha sido bautizado como el Ojo de Bamako, uno de los fotógrafos africanos más famosos de la historia, nació en 1935 en la aldea de Soloba, a 300 kilómetros de la capital, en una familia de campesinos. Ocupó su infancia pastoreando animales y trabajando en el campo, hasta que por decisión de su padre y del jefe de la aldea fue enviado a la escuela, donde empezó a dibujar, principalmente animales y árboles –«Hay un cierto orgullo en imitar a la naturaleza», diría años después durante una entrevista al recordar aquellos primeros pasos artísticos–. Destacaba por su talento, inspirado quizá por ver a su madre decorando las cabañas de Soloba a base de líneas rectas, pequeños círculos y otros patrones. Durante su primer año en la escuela, el Malick adolescente ganó un concurso de dibujo cuyo premio consistía en dos libros de pintores ilustres, uno de ellos de Eugène Delacroix. Era el mejor de la escuela y obtuvo una beca para estudiar en la Escuela de Artesanos Sudaneses de Bamako (actualmente el Instituto Nacional de las Artes de Bamako), donde se formó, aunque no le interesaba demasiado, en joyería.
La Escuela recibió la visita del fotógrafo francés especializado en retratos formales Gérard Guillat, que buscaba un ayudante para decorar su estudio en Bamako, y escogió a Sidibé. El joven aprendiz, que en ese momento tenía 20 años, se dedicó a pintar los fondos que Guillat usaría para los retratos, limpiaba las cámaras, entregaba las copias a los clientes, se ocupaba de la caja registradora y resolvía todo tipo de recados. Al mismo tiempo, a base de observar al francés, fue aprendiendo cómo se hace una fotografía, hasta que en 1956 compró su primera cámara, una Brownie Flash, de la gama más económica de Kodak, y salió a documentar la vida en la capital. Comenzó a hacer fotografías en bodas, bautizos, competiciones y todo tipo de eventos familiares. Le llamaban para acudir a las quedadas de los jóvenes en las orillas del río Níger para hacer pícnics, bañarse y bailar. Su nombre crecía en popularidad. A diferencia de Guillat, que retrataba principalmente a la gente acomodada de Malí, ya fuera europea o africana, a Sidibé lo que más le interesaba era captar con su lente la vitalidad de los que eran como él. «No me gusta la tristeza en la fotografía, es terrible», decía. Él quería retratar la alegría de su gente.
En 1960 Malí se independiza y el cambio sociopolítico que se produce inspira a la juventud de Bamako que protagoniza una revolución cultural cargada de optimismo. Se produce una apertura al exterior y las chicas y los chicos malienses acogen con fervor la música y la moda que llega de Estados Unidos y de Europa, sobre todo de Francia. «Recogen esas influencias y las utilizan para sus propias necesidades reivindicativas. Esta juventud está al tanto de los problemas en el resto del mundo, del apartheid en Sudáfrica o del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos», explica María Millán, quien añade que «lo conocen a través de los periódicos, pero también de la música, y se establecen muchos clubes privados en los que se sienten libres para expresarse de un modo que aún no está del todo aceptado en su mundo social. Están conectados con el exterior sin dejar de ser quienes son, orgullosos de su Bamako, su Malí y su panafricanismo». A estos clubes, con nombres como The Rolling Stones, The Beatles o Jimi Hendrix, acude cada noche el fotógrafo con su cámara para documentar este espíritu de libertad. Llegaba a participar en varias fiestas en la misma noche, trasladándose en bicicleta de una a otra. Anunciaba su llegada tirando tres flashazos al aire. De ese modo todos sabían que ya estaba allí. «Se decía que si Malick no había ido a tu fiesta, tu fiesta no había merecido la pena». Millán remarca que la gente no posaba, que él lograba volverse invisible para captar la espontaneidad del baile y de las parejas que descubrían en estos espacios la libertad que no encontraban fuera. «La música de James Brown fue muy importante para ellos y para ellas. No solo por las letras de sus canciones, que les servían para reivindicar los cambios que estaban teniendo lugar en el país, sino que además la percusión de la música de Brown les conectaba con el África anterior al colonialismo». Cuando la fiesta acababa, Sidibé regresaba a su casa, revelaba los carretes e imprimía las fotografías a un tamaño reducido que luego pegaba en cartulinas de colores con el nombre del club y la fecha. Por la mañana, las colgaba en el exterior de su estudio y, cuando la gente pasaba por delante, se veía en las instantáneas, entraba y compraba sus favoritas. «Mantuvo siempre precios populares para su gente. Y llegó a acumular más de 300.000 negativos».
Malick Sidibé abrió su estudio en 1962 en el barrio de Bagadadji, en el centro de la capital, después de haber hecho mucha fotografía de calle y de eventos. Allí comenzó a retratar. A veces se asemejaban a los retratos formales de Guillat y de su compatriota Seydou Keïta. Pero su creatividad le hizo ir más allá. «Malick hizo de su estudio un lugar de ensueño donde la gente podía, durante una o dos horas, convertirse en quienes querían ser y acercarse a personas a las que admiraban, como Cassius Clay o Jacqueline Kennedy. Podían ser fotografiados con su objeto más preciado, montados en una motocicleta, mostrando su reloj de pulsera o junto a un burro o una gallina. La invitación de Malick era “Venid y jugamos”. Allí tenía dos baúles repletos de ropa, y si tú soñabas con parecerte a Elvis Presley, él te organizaba el outfit y te retrataba. Su estudio era como uno de aquellos clubes privados de las fiestas, un lugar de encuentro para soñar, intercambiar ideas e incluso rebelarse», dice Millán. El estudio, en el que trabajó hasta su muerte, en 2016, era un espacio reducido, abarrotado de cámaras, cajas y sobres. Iluminaba siempre con luz artificial y no se preocupaba demasiado por lo que no fuera la propia persona a la que tenía delante. Les situaba delante de un fondo blanco o una cortina de rayas, y solo en ocasiones dibujaba un fondo figurativo. Para las pocas personas blancas que fotografiaba elegía un fondo oscuro. Malick se concentraba en la ropa, la postura y la actitud de sus retratados. «En los 60 ya se exportaban telas con estampados africanos. La moda en Europa y Estados Unidos utilizaba estos tejidos para confeccionar ropa con corte occidental y estos diseños volvían al continente. Al mismo tiempo, los sastres africanos reinterpretaban con sus telas los cortes que veían fuera». Millán cuenta cómo muchos de los jóvenes que aparecen en las fotografías de Sidibé salían de sus casas de noche vestidos con prendas tradicionales, pero ocultando las minifaldas, los pantalones de campana, las camisas estampadas y los zapatos de plataforma que lucirían después en las fiestas a las que se dirigían. Sabían que sus mayores no apoyaban su actitud y se veían obligados a llevar una doble vida. Sidibé documentaba lo que ocurría en Bamako por el día y por la noche, lo aceptaba todo y por eso era tan querido tanto por la juventud como por el establishment. «Además trataba a las mujeres con un gran respeto, animándolas a que se expresaran como ellas deseaban», dice Millán. «Durante mucho tiempo hemos visto a los africanos retratados por europeos o norteamericanos. Esto es lo contrario. Es la democracia en fotografía».
Gran parte de las fotografías que componen la exposición «La Joie de Vivre» –que puede visitarse hasta el 27 de septiembre en la madrileña Leica Gallery– fueron impresas por el propio Sidibé y vendidas cuando empezó a ser reconocido fuera de Malí. Ocurrió en 1995, cuando el comisario francés André Magnin y la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo le brindaron su primera exposición individual fuera de África, en París. «Él no era consciente de que sus fotografías pudieran tener tal impacto, pero en el mundo de la moda europea y norteamericana enloquecieron. Cuando el mundo occidental volvió los ojos hacia Malick y hacia Seydou Keïta, se empezó a hablar en Europa y Estados Unidos de muchos más artistas africanos», explica la comisaria.
La lista de premios con los que se ha reconocido el trabajo del maliense es extensa. En 2003 recibió el Premio Hasseblad por su trayectoria y cuatro años más tarde se convirtió en el primer africano en recibir el León de Oro en la Bienal de Venecia. En 2008 obtuvo el Premio Infinito del Centro Internacional de Fotografía de Nueva York; en 2009, el Premio PhotoEspaña, y en 2010 uno de los galardones del World Press Photo, entre otros.
«Cuentan que una vez se estaba preparando una exposición sobre su obra en París. Malick llegó al laboratorio donde se estaban imprimiendo las fotografías y, al verlas, se volvió a la encargada y le exclamó, sin perder su característica amabilidad y buen humor: “Somos negros, ¡pero no tanto! En nuestras caras también tenemos información. Por favor, hazlas medio diafragma más abierto, porque quiero que se vea la textura de mi gente», relata Millán al finalizar el recorrido por la exposición. Efectivamente, Malick Sidibé era el fotógrafo de su gente.
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