Publicado por Javier Fariñas Martín en |
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La reducción de una comunidad, de un pueblo, al mero recuento estadístico supone un grave pecado de omisión de la realidad. Es fácil confirmar esto en el caso de los tuas, la minoritaria comunidad pigmea de Burundi. Son muy pocos, y han sido apartados del devenir de la historia. A través de la ONGD Action Batwa, creada en 1999 por los Misioneros de África (PP. Blancos), poco a poco van cambiando las cosas.
En la cocina del Centro Lavigerie de Shatanya, que los misioneros de África (padres blancos) dirigen en Gitega (Burundi), hay una mesa recia de madera, cubierta con un hule de plástico, sobre la que se van colocando las viandas sencillas que componen el pan nuestro de cada día. Van y vienen productos humildes y necesarios, acordes a lo que se vive dentro y fuera de la comunidad. Un mental y ajedrecístico movimiento de caballo une mi posición con la que ocupa Bernard Lesay, un misionero francés que ahora debe rondar los 84 años. Bernard come, camina y habla despacio.
Entiendes que sus pasos sean cadenciosos por eso de la edad y la carga de trabajo que acumula su cuerpo, después de casi 60 años en tierras burundesas (llegó al país en 1959). Comprendes que su transitar por la mesa sea prudente, como si apurara cada sorbo, cada pedazo de pan, cada porción de queso como un gesto de acción de gracias por la comida recibida o por el hermano que la ha preparado. También respetas el retardo de cada palabra, que pronuncia en una voz que baja casi hasta lo imperceptible. En ocasiones te da rubor preguntar, por si quiebras la meditación de un hombre de acción. Un misionero acostumbrado al campo de batalla, para el que la palabra –intuyes– es poco más que un impedimento que te interrumpe para la siguiente tarea.
Pero toda esa mística silenciosa y parsimoniosa se rompe cuando cojo, como postre, uno de esos plátanos minúsculos que tanto proliferan por todo el país.
–¿Sabes cómo se llaman esos plátanos?
–No sé –respondo.
–Bueno, llamarse… Yo los llamo calderillas.
–¿Calderillas? –pregunto sin comprender, y creyendo no haber entendido lo que me han traducido.
-Sí, sí, calderillas –y ríe–. Cuando voy al mercado, con las monedas que me quedan en el bolsillo, con la calderilla, compro estos plátanos. Por eso siempre hay calderillas en el frutero.
Río a la vez que anoto la anécdota en la libreta, con la sensación de que Bernard tampoco comprende (como yo antes), y tampoco cree haber entendido (como yo antes), que a alguien pueda interesar el apodo con el que llama a unas frutas humildes de tamaño y generosas en dulzor. Para él debe ser algo así como un arcano. Para mí, una curiosidad más que trasladar al cuaderno. Una percha más de la que colgar algún reportaje, alguna historia, alguna idea de tantas como nos han traído hasta Gitega. Una minucia a fin de cuentas, aunque cuando apunto este chascarrillo en la parte baja de una hoja de cuadros ya sé que tendrá cabida en algún reportaje, en algún suelto o en algún comentario sobre este pequeño país. Y aquí está, escuchado y contado.
Para llegar a las calderillas, saliendo desde Buyumbura, hay que invertir dos horas largas de coche. Aquí, en tierras africanas, pones muchas cosas entre interrogantes. Las verdades absolutas o semiabsolutas se difuminan y todo tiene el sabor intrépido de lo imprevisible. Un puente derruido, un socavón ‘del quince’ o una zumbada de agua logran deshacer cualquier plan a la occidental que te hayas marcado. Eso o simplemente la consulta al mapa de entre todos los mapas de Internet, que te dice que entre la capital burundesa y Gitega hay 99 kilómetros que discurren por las calzadas mal pavimentadas de la RN1 y RN2. En tiempo, según esas fuentes de Internet, emplearíamos una hora y 18 minutos. Sin tráfico. Sin baches. Sin gente. Sin lluvia. Sin pueblos que cruzar. Sin…
Pero aquí es con. Con baches. Con gente. Con algo de lluvia. Y también con uno de los ciclistas que furtivean enganchándose a la parte trasera de los vehículos para hacer más llevaderas las cuestas arriba y más rápidas las cuestas abajo. Sin apenas darnos cuenta, nos encontramos con uno de esos profesionales de la pillería apoyado con el antebrazo izquierdo en la parte trasera de nuestro vehículo y con el derecho en el manillar. Los pedales quietos. Solo pendiente de evitar baches y de seguir el ritmo endiablado que marca nuestro chófer, Moisés, al volante de uno de esos vehículos de origen ugandés que se conducen a trasmano, desde el asiento derecho. Así, atravesando montañas verdes, nuestro aprovechado ciclista recorre no menos de 20 o 30 kilómetros. Sorprendido también, como nuestro misionero de las calderillas, de que un muzungu se afane en sacarle fotografías y fotografías ahí, protegido del viento y evitando tanto el sopor del pedaleo como la multa de la policía si le pillan en semejante tarea, lo que le supondría ver requisada su bicicleta más una suculenta multa económica. Aunque, habida cuenta del sopor con el que los gendarmes se ocupan de regular el caótico tráfico burundés, más parece un brindis al sol que una amenaza real. Tiene pinta de que es posible que al que pillen le harán incrementar el número de sobornos o le obligarán a pagar algún peaje personal al agente de turno. Una medida que debía reducir el número de accidentes de tráfico y el número de ciclistas atropellados, se ha convertido en otra norma escrita sobre un mojado papel.
En la travesía de uno de esos pueblos alargados y clonados, con gentes, mercados y ciclistas, el polizón bicicletero desaparece girando a la izquierda, como quien no quiere la cosa. ‘Yo no he sido. A mí, que me registren’, podría decir si alguien le pregunta.
La historia y el día a día
Alcanzamos Gitega y el Centro Lavigerie de Shatanya después de transitar por una ciudad en la que tan pronto te topas con la sede del Consejo Nacional para la Defensa de la Democracia-Fuerzas de Defensa de la Democracia (CNDD-FDD), el partido de Pierre Nkurunziza –que con su decisión de presentarse a un tercer mandato ha incendiado social y políticamente el país–, como con el palacio que los belgas construyeron durante la época colonial para el rey Mwambutsa IV, quien estuvo al frente del país entre el 1 de julio de 1962, fecha de la proclamación de la independencia, y el 28 de noviembre de 1966 cuando, con el golpe de Estado del coronel Michel Michombero se proclamó la República burundesa. El edificio está abandonado desde entonces. Y delante de él transitan hombres y mujeres que, con el mirar fijo en el día a día, parecen haber olvidado que allí se escribieron algunas páginas importantes del país, tanto en la época colonial como en sus primeros años de independencia. Al final, cuando de lo que se trata es de intentar sobrevivir –y que sobrevivan los tuyos–, la historia se queda en un segundo plano.
El día a día, y no los acontecimientos pasados, es lo que tienen en mente y entre manos los padres blancos de Gitega. Atender y estar cerca de la gente y de sus necesidades actuales. Pensando poco en el pasado y mucho en el hoy y en el mañana. Esa actitud es la que motiva a Bernard Lesay a recibirnos con parsimonia pero a emplazarnos a que vayamos casi corriendo hasta el dispensario y centro social en el que intentan dar respueta a algunas de las necesidades de la minoría tua de Gitega. Es, una más, de las iniciativas que desarrolla la sociedad misionera a través de Action Batwa, organización creada en 1999 para promover la integración y el desarrollo de este grupo étnico, minoritario en todo el país, con apenas el uno por ciento de la población.
Como no podía ser de otra manera, para llegar al dispensario hay que subir una cuesta empinada de tierra rojiza. Un ajado letrero de madera apunta a un restaurante que está a dos palmos de distancia. Detrás de un vallado cochambroso, un niño pequeño se asoma silente. Al fondo, en una esquina, una mujer espera al sol. Es la puerta del centro. Pasamos y 40, 50, quién sabe si 60 personas esperan. Una chica anda vestida con una camiseta del Milan, uno de los históricos del fútbol europeo. Un hombre mayor, quién sabe si anciano, se obsesiona con las fotografías. La mayor parte de los que esperan evitan los disparos fotográficos. Una bicicleta espera, apoyada en la pared, a que su dueño termine de solucionar los trámites médicos o las necesidades que le han llevado hasta allí.
En esa primera mirada, mezclada de un sol y una sombra que dividen el patio en dos mitades asimétricas, percibes que uno de esos rasgos arquetípicos de la gran familia de los pigmeos –a la que pertenecen los tuas–, la baja estatura, aquí no se cumple con rigor. Si nos quedáramos con ese detalle, erraríamos el disparo, porque muchos tuas burundeses alcanzan la misma altura que el resto de sus vecinos. Y, además, porque Action Batwa no ha abierto solo sus puertas a los tuas. También la diócesis de Gitega envía al centro a algunos de los hutus y tutsis más empobrecidos de la ciudad. Unos y otros comparten diagnóstico según Diane Rukundo, enfermera y única profesional sanitaria del centro.
–La mayoría padece malaria, infecciones respiratorias y úlceras intestinales con parásitos –comenta.
Allí, con sus uñas pintadas de azul, el pelo corto y una apariencia casi severa, Diane se pasa la mañana, escuchando y diagnosticando de uno en uno. Ellos, mientras, esperan en silencio, respetando relativamente el orden de llegada, y con una cartilla sanitaria que a veces queda rezagada en el suelo.
El dispensario y el centro social se abrieron en 2001, dos años después de que Action Batwa comenzara a funcionar. Los tuas, como la mayoría de los pueblos pigmeos, vivían diseminados por la zona. Sin censar. En continuo movimiento. No tenían acceso a la educación ni, por supuesto, a la sanidad. Las mujeres carecían de cualquier seguimiento durante el embarazo. Daban a luz en casa. Muchas de estas situaciones estaban motivadas por el propio carácter y la cultura tua. Sin embargo, otros de esos renglones torcidos eran escritos por los hutus y los tutsis burundeses, que han profesado desde siempre un severo desprecio por los tuas, originarios pobladores de la zona. Desde siempre –ahora son apenas 150.000– son el blanco fácil de la burla y el desprecio.
Éric-Richard Gihena, que hace de cicerone por indicación de Bernard Lesay en esta visita, recuerda que el funcionamiento del centro no siempre fue así.
–Al principio los mandábamos al hospital público y pagábamos sus consultas. Pero salían de allí reñidos con el personal médico, por cómo eran tratados. Los misioneros decidieron abrir este centro para responder a sus necesidades.
En un primer momento, con el objetivo de facilitar la atención, Action Batwa no cobraba ni un céntimo por las visitas médicas. A medida que el proyecto se fue asentando comenzaron a solicitar el equivalente a dos céntimos de euro; una tasa que se ha multiplicado por seis en los últimos tiempos, hasta alcanzar los 12 céntimos por consulta. En cualquier caso, una cuota mucho más económica que la que se paga en el sistema público de salud, donde se alcanzan los 40 céntimos. El objetivo es que sean conscientes de que mantener los servicios cuesta dinero, además de fomentar el ejercicio de la responsabilidad en el uso de los mismos.
Entre la convicción de que poco a poco, a través de la educación en su sentido más amplio, se logran las metas, los tuas van ganando pequeñas batallas. Empobrecidos que lo son un poco menos que ayer. Enfermos que hoy empiezan a estar un poco más sanos. Viviendas que comienzan a merecer dicho nombre. Y así tantas cosas. Éric-Richard, que recibe peticiones de todo tipo –para mejorar la vivienda, para que los niños vayan al colegio, para comprar algo con lo que cultivar la fértil tierra burundesa…– se muestra contento y escéptico al 50 por ciento.
–Lo ideal sería que todos tuvieran un cierto bienestar.
Claro está, eso todavía es una quimera, aunque un pequeño almacén con material escolar para los niños, una minúscula farmacia o un humilde museo que recoge algunas tradiciones tuas hacen que la utopía se sitúe un poco más cerca. Allí, al lado, también hay un pequeño granero que les hace guardar maíz o frijoles para épocas del año en las que no hay recolección, pero que también les obliga a caer en la cuenta de que no solo se puede vivir pensando en el día a día. Es también una forma de hacerles abandonar el nomadismo, una forma de vida que los ha colocado desde siempre en la última de las filas.
Con esa idea nos vamos a la comunidad de los padres blancos, donde nos esperan las calderillas ya descritas, las anécdotas ya contadas y un rato –corto– de descanso antes de que Bernard Lesay se ponga al volante de su coche, con el que salimos de Gitega en dirección a Mwaro Ngundu, a apenas 24 kilómetros de la ciudad. La carretera, en un momento determinado, se hace camino. Y este, en otro giro oportuno, se convierte en vereda. Entonces aparecen las palabras mágicas, ‘Petri wa batwa’, lo que, en castellano, sería algo así como ‘padre de los tuas’. Claro está, se refieren a Bernard. Las calderillas, esas frutas que nadie quiere y que él compra a un precio casi irrisorio, nunca faltan en su mesa. En su vida, tampoco faltan los tuas, los escondidos, los que nadie quiere, los que a nadie gustan. Periferias en la mesa y en la vida.
La comunidad de Poteri
Las carreras y los gritos dan la bienvenida a una comitiva que llega en plena faena de la comunidad. Cada uno a lo suyo. Poteri Ndayiragije es el jefe. Y se encarga de dar la bienvenida, con un jersey rojo que tiene un roto elocuente cerca de uno de sus hombros. Sonríe sin parar. Abraza a Bernard y nos habla mirándonos a los ojos, sin esperar nada a cambio, casi sin esperar a la traducción de rigor. Nosotros, de su largo kirundi, extraemos el cariño, la bienvenida, las palabras y los sentimientos que de natural brotan de este pueblo. Un pueblo que, ahora que ha desaparecido buena parte del bosque, no puede cazar. Un pueblo que, como los utensilios made in China se han adueñado de las cocinas burundesas, solo puede hacer alfarería decorativa. Un pueblo que o acelera el paso o se quedará en los márgenes de la sociedad. Es un hecho que muchos hutus y no menos tutsis rechazan compartir un simple banco con un tua. Otro hecho no menos veraz es que se les niega la mano para el saludo. De limar todas esas aristas se ocupa Action Batwa.
Cada miembro de la comunidad nos recibe en sus tareas, decíamos en la página precedente. Poteri en la bienvenida y el saludo. Los niños jugando con una pelota de tenis que botan y botan sin parar. Una de las chiquillas viste un abrigo como si fuera un esquimal. Demasiado abrigada para la temperatura que hace. Está forrado de pelo y con una capucha que impide ver su cara. En la espalda un bulto sospechoso. El calor o una decisión arrebatada nos descubre a una chiquilla de 10 o 12 años con un bebé amarrado a ella. Otra chiquilla, arrecucada en un rincón lleva a otro pequeño en la espalda. Y cuida de uno que descansa en el suelo. Tareas y responsabilidades impensables en nuestras tierras. Algunas mujeres trabajan el barro. Vasijas redondeadas que moldean y cuecen con fuegos que avivan de forma rudimentaria.
Un cambio necesario del modo de vida
El trabajo y la división de las tareas es otro paso más en el camino de la integración y de una dignidad que debería ser reconocida por los demás. Convertir el sedentarismo en su forma de vida es, posiblemente, el reto que aglutine a todos los demás. Pero para ello hay que formarles en los rudimentos de la agricultura y la ganadería, algo en lo que Action Batwa también cuenta con el apoyo de Manos Unidas. Inaplazable es también la construcción de pequeñas casas que reúnan unas mínimas condiciones de habitabilidad. Son casas para seis personas… más una vaca que también ha llegado hasta el entorno de Gitega gracias a la ONGD española. Además de la leche, las vacas proveen el estiércol para abonar los campos donde tienen sembrados maíz, frijoles, mandioca o plátanos.
La vaca, de pelaje marrón y blanco, como si le hubieran dado cuatro brochazos con la pintura que sobra en un cubo después de blanquear una fachada, sale de la casa ufana y orgullosa. Es una más.
–La dejan dentro de la vivienda para que no se la roben –dice Bernard.
Se encuentra por el camino con otra vaca con la que comienza una pequeña aventura campestre, ajenas ambas a las impestuosas indicaciones del pastor, que pretende guardar a los animales. Son tan importantes para la comunidad que deben evitar a toda costa que se pierdan o que cambien de dueño.
El poblado del que es referencia el bueno de Poteri comenzó a construirse hace diez años. Hoy ya son cerca de 20 casas. Cerca de 20 familias.
Todos estos logros serían insuficientes si los tuas no son considerados como ciudadanos. Su tradicional itinerancia ha dificultado hacer legal su existencia. Pero gracias al trabajo de Action Batwa se ha hecho posible la creación de un registro civil en el que pueden acceder a partidas de nacimiento, un documento de identidad, tienen acceso a ayudas oficiales y pueden heredar en caso de que estén casados. Se han convertido en ciudadanos. No son esos eternos nómadas desaparecidos a los que se ha asociado su imagen.
Al tener ciudadanía pueden acceder a la propiedad de la tierra. Eso les permite trabajar pequeños terrenos con los que incrementan sus ingresos y garantizan la seguridad alimentaria del grupo, que aunque es uno de los problemas de toda la población, golpea de manera especial a los tuas.
De esto también se ocupa Action Batwa con el apoyo de Manos Unidas: les dotan de herramientas para trabajar la tierra, de semillas y de árboles frutales. Al principio fueron cerca de 500 familias las que formaron una rutinaria pero útil cadena de conocimiento: los líderes comunitarios recibieron una formación inicial sobre cómo obtener mejores resultados agrícolas. Y estos, a su vez, los fueron compartiendo familia a familia, para que las nuevas técnicas agrícolas llegaran a toda la comunidad. En ello están. Con mejores y más amplios resultados cada vez.
Aunque ni los tuas ni el misionero francés son muy dados a mirar hacia el pasado, no es baladí recordar uno de los momentos de la historia reciente de Burundi que más influencia tiene en esta comunidad: los acuerdos de paz de Arusha del año 2000, incluyeron por expreso deseo de Nelson Mandela, el fallecido expresidente y líder sudafricano, la petición de que la minoría tua tuviera tres escaños en el Parlamento y otros tres en el Senado.
–El objetivo –recuerda Bernard– era integrar a todos los componentes sociales en las instituciones.
Esto ha permitido una presencia tua en la gestión de los asuntos públicos nunca antes vista. Por su ejemplo, por el modelo que representan o porque, en definitiva, los tua se han concienciado de su propio valor, algunos de ellos han logrado escalar peldaños en la carrera de la representatividad. Y han llegado realmente lejos, como Yves Minani, presidente de la Unión de los Pueblos Autóctonos para el Desarrollo (UPARED, por sus siglas en francés) o la senadora Liberate Nicayenzi, al frente de la Unión para la Promoción de los Tuas (UNIPROBA). Sin embargo, esta comunidad sigue sin aparecer en la Carta Magna burundesa. En el artículo 129 se indica que “El Gobierno está abierto a todos los componentes étnicos. Comprende un máximo del 60 por ciento de ministros y viceministros hutus y un máximo del 40 por ciento de ministros y viceministros tutsis”. De los tuas, ni hablar, a pesar de que ellos también fueron víctimas –como toda la población– de la guerra civil que asoló al país entre 1993 y 2005.
Bernard Lesay nos habla de esa parte de la historia al final del día y nos avisa de que a las 9 de la noche el generador deja de trabajar en la comunidad. Se apaga, igual que las luces de todo el Centro Lavigerie. Llega el tiempo del silencio, y del sueño –que siempre es baza segura en días de tanto ajetreo–, después de apuntar las últimas cosas. Y de subrayar literalmente la historia de las calderillas, esa anécdota desde la que entender a unos hombres y mujeres –un misionero, una enfermera, un asistente social, unos pacientes, el líder de una comunidad, varios niños que juegan, varias mujeres que cuecen el barro– condenados a encontrarse en el centro de las pequeñas cosas.
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