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Gian Paolo Pezzi, Washington
La historia de Estados Unidos desde la perspectiva de los esclavos y los ciudadanos afro es una historia a menudo olvidada. Una realidad que podrá ser reconocida cuando se realice la plena integración política y cultural de estos 42 millones de estadounidenses.
Y eso pareció ocurrir el 27 de septiembre de 2016 cuando Barack Obama inauguraba el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana con estas palabras: «Ahora, podemos abrir este museo al mundo». El edificio, quizás el más importante de la Smithsonian Institution, el centro de educación e investigación gestionado por el Gobierno de Estados Unidos ha sido visto desde ese instante como el emblema de la herencia de Obama, el primer presidente negro de un país que continúa creyéndose el más grande del mundo.
La obra es realmente espectacular. Situada en el centro de la capital de Washington D. C. –a la sombra del obelisco del Monumento a Washington– se ha convertido en el corazón de los monumentos y museos que representan la identidad nacional americana, a medio camino entre el Congreso y la estatua de Abraham Lincoln, el presidente que abolió la esclavitud.
El edificio, cubierto con 3.600 planchas –que deberían haber sido de bronce, pero en su lugar son de aluminio–, simboliza una corona africana, pretende ser un homenaje al trabajo de los esclavos en los siglos XVIII y XIX, y acoge un espacio para exposiciones de casi 8.000 metros cuadrados. Ideado por el arquitecto británico David Adjaye, de origen tanzano, y realizado junto con el arquitecto afroamericano Philip Freelon, evoca el arte yoruba, New Orleans, la diáspora y el Caribe.
Y seguimos con Obama: «La historia de los afroamericanos no está separada de la historia americana. Es una parte central de la misma. Nos ayuda a captar mejor la vida del adinerado y del esclavo, del empresario y del mozo de carga, de quien quiere mantener el statu quo y de los activistas que quieren cambiarlo. Al conocer esta historia nos conocemos mejor a nosotros mismos y a los demás». El museo, de hecho, se define en estos términos: «un recorrido a través de la gente cuyo objetivo principal es ayudar a comprender la Historia americana desde la esperanza afroamericana, y a través de la sorpresa y la maravilla».
A la entrada (gratuita) nos encontramos frente a un ascensor de cristal y metal. Es obligatorio utilizarlo para bajar los 23 metros de los tres pisos del sótano. Las fechas que se van encontrando en la pared señalan las etapas de la esclavitud, de la segregación y de la lucha por su supresión, pero también, de la contribución de los afroamericanos al desarrollo cultural, artístico y deportivo de los Estados Unidos. Desde el momento presente se llega a 1565, año de la fundación de la colonia española de San Agustín, en Florida, el primer asentamiento europeo permanente en los territorios que llegarían a constituir Estados Unidos: entre esos habitantes se encontraban también esclavos africanos.
Abrumados por la acogida, –750.000 visitantes en los primeros dos meses y casi todos negros– nos encontramos en la penumbra con armarios llenos de objetos y pequeños monumentos históricos: es la reconstrucción del ambiente opresivo y asfixiante de las galeras de los esclavos, desde donde arranca una larga historia de sufrimientos, luchas y conquistas civiles. Es difícil documentar la esclavitud sin caer en los estereotipos de las cadenas y las listas de esclavos (hombres, mujeres y niños con el precio de mercado) que, sin embargo, están ahí. Se ha elegido la vía de los objetos insólitos: el collar de Harriet Tubman, quien luchó por abolir la esclavitud; o la Biblia de Nat Turner, quien en 1831 dirigió una rebelión de esclavos en el condado de Southampton, en Virginia.
«Capta la vida del adinerado y del esclavo, del empresario y del mozo de carga, de quien quiere mantener el statu quo y de los activistas que quieren cambiarlo»
Llama la atención una gran piedra desde la que, como indica una pequeña placa de bronce, hablaron a la multitud, en 1830, el presidente Andrew Jackson y el político Henry Clay, con motivo de la Ley de Traslado Forzoso de los Indios. Obama lo recuerda: «El mismo objeto, revisado y vuelto a poner en su contexto, nos dice mucho más. Como americanos, hemos transmitido con justicia las historias de las grandes personas que construyeron este país. Demasiado a menudo, sin embargo, hemos ignorado u olvidado las historias de millones y millones de personas que también han contribuido al nacimiento de esta nación». El contexto señala que esta piedra era, además, el lugar donde se subastaban los esclavos.
Un poco más allá, sobre la pared, se pueden ver las litografías de los países que contribuyeron a la esclavitud, desde Holanda y Dinamarca, a Portugal e Inglaterra, y una pantalla relata: «Aunque todos eran esclavos, al principio su situación era diversa». Muchos disfrutaban de una libertad parcial, estaban en contacto con indígenas y blancos de clase inferior, podían dedicarse a actividades agradables. Una alusión implícita al hecho de que muchos de los esclavos, rehenes de guerra de las diferentes etnias de las costas africanas, eran nobles, artesanos, artistas. Vendidos en el Nuevo Mundo contribuyeron al progreso de la sociedad americana. Solo la legislación de principios del siglo XVIII dará uniformidad a su estatuto, creando el estereotipo del esclavo que los intereses económicos explotarán hasta la Guerra de Secesión (1861 -1865).
Del periodo segregacionista –que termina oficialmente en 1865– hay un vagón de tren de 1918 con plazas reservadas a los negros, así como el ataúd de Emmet Till, quien con 14 años murió en un tonel en el Mississippi por haber silbado al paso de una mujer blanca. En esta sección se multiplican las fotografías y en pantallas enormes se proyectan frente a los visitantes imágenes en blanco y negro y convulsos discursos reivindicativos. Algo más adelante, una vitrina da cuenta de las acciones del Ku-Klux-Klan.
En la sección Relaciones raciales, junto con 146 documentos, se encuentra una foto compuesta que explica la implementación de la Ley de Reconstrucción de 1867 (Reconstruction Acts). Después de la guerra civil, los afroamericanos tuvieron derecho al voto. La imagen, en diversos formatos, se difundió en 1868, cuando Carolina del Sur se integró en la Unión. La acotación dice: «Estas son las fotografías de los 63 miembros del gobierno reformado de Carolina del Sur: 50 son negros o mulatos y 13 blancos. 22 leen y escriben, el resto (41) firman con un signo ayudados por un amanuense. 19 pagan impuestos por un importe de 146,10 dólares; los restantes 44 no los pagan; este gobierno cobra a los blancos 4.000 dólares». La parte dedicada a la popularización de la cultura y de la gente afro es más fácil, ligera, casi superficial. Cuenta con hallazgos como el Cadillac del músico Chuck Berry, el sombrero de Michael Jackson o ropa de artistas como Oprah, a los que el museo dedica un rincón especial. Fotografías de artistas, deportistas y divos del espectáculo se acumulan hasta casi saturar al visitante.
El museo, situado en un área de unos 37.000 metros cuadrados ha partido de cero. El proyecto Exposiciones ambulantes de antigüedades (Antiques Roadshow) en 15 ciudades estimuló a la gente a sacar de los armarios y buhardillas recuerdos personales con el resultado de que cerca de 40.000 objetos, –un número en continuo crecimiento– están ahora a disposición del museo que expone unos 3.500.
Pero, ¿es realmente este museo el emblema de la herencia de Obama? Es cierto que su presencia en la Casa Blanca estimuló la realización de esta obra. La idea, sin embargo, se remonta al final de la Primera Guerra Mundial, cuando algunos veteranos negros de la Guerra de Secesión pidieron, en vano, un monumento a su memoria. El acuerdo del Congreso no llegó hasta 1929, pero la crisis económica bloqueó todo. Hacia finales de los años 60, sobre la estela de las victorias por los derechos civiles, se relanzó la idea, pero no despegó.
Finalmente, el 29 de diciembre de 2001, el Congreso apruebó la idea y el entonces presidente George W. Bush firmó el decreto, creó una comisión y sugirió personalmente el lugar donde luego se ha levantado el museo, abriendo el camino a la financiación federal que será cerca de la mitad de los 540 millones de dólares necesarios (el resto es fruto de donaciones). Y de nuevo Obama: «No somos un peso para América, no somos una mancha ni un objeto de caridad para la nación. Nosotros somos América».
«No somos un peso para América, no somos una mancha ni un objeto de caridad. Nosotros somos América»
Después de la fascinación con el museo uno se pregunta a dónde lleva todo esto. La historia del pueblo afroamericano está bien relatada, pero ¿termina aquí? Sí, parece decir John Lewis, parlamentario afroamericano que dirigió la marcha por los derechos civiles en Alabama: es «un sueño hecho realidad». Obama también parece creer que se va a cerrar con final feliz una historia de sufrimientos y luchas. Pero, ¿acaso no es también tarea de un museo ayudar a proyectar el futuro?
Quizá hubiera sido mejor si Obama hubiese dicho explícitamente lo que falta en Estados Unidos para cerrar el arco de la historia de los ex esclavos hacia la libertad. Lo que falta es la paridad de derechos y deberes, fundamento de toda integración racial, política y cultural. Cuando se alcance esta paridad, todos podrán decir: todos nosotros somos Estados Unidos. De otro modo, sucederá como con las planchas de aluminio que sustituyeron a las de bronce: dentro de unos años perderán el barniz y mostrarán su inconsistencia.
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