Mercancía humana

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No había ningún plan. Cuando los aviones de la OTAN encabezados por la Francia del belicoso Sarkozy bombardearon Libia no había nadie pensando en la era postGadafi. Y si alguien en París, ­Washington o Nueva York esbozó alguna estrategia sobre un papel, debe estar durmiendo un plácido sueño en el fondo de algún cajón. Tras la muerte del líder supremo, Libia comenzó a deslizarse por una pendiente de rivalidades internas, penetración del yihadismo y descontrol que lo han convertido en pasto de violencias de todo género y condición.

Fue durante décadas uno de los países preferentes de la emigración del oeste y centro de África. Esto no comenzó ayer. Los subsaharianos sufrían racismo y malos tratos, horarios abusivos y sueldos de miseria, pero había trabajo, oportunidades y un cierto temor a las autoridades gracias a un presidente que tenía excelentes relaciones con sus pares africanos. Pero ahora Libia está dividida y controlada, en buena medida, por señores de la guerra y criminales que han descubierto el chollo de la emigración. A partir de ese momento, los negros se convirtieron en mercancía.

Desde hace al menos cuatro años se sabe que los migrantes africanos en Libia reciben palizas y torturas, que son secuestrados en centros ilegales de detención a cambio de un rescate, que las mujeres sufren toda suerte de abusos sexuales y que son comprados y vendidos como esclavos. La difusión, en noviembre, de un vídeo de la CNN que muestra una subasta de personas es un excelente documento periodístico, pero la noticia no era nueva. Lo sabían las organizaciones sociales, la ONU y todo aquel que tuviera un mínimo interés en el tema.

Nunca se la debió llamar crisis migratoria. El movimiento de jóvenes desde diferentes países africanos hacia Europa no es puntual, ni obedece a una única razón pasajera. Es estructural y echa sus raíces en ambas orillas. Las negociaciones secretas del ministro de Interior italiano con los traficantes libios, que han provocado el bloqueo y la exacerbación de los abusos contra miles de africanos en este país, son indecentes. Combatir a esos criminales es necesario, pero basta una pizca de cordura para entender que el dúo ‘vigilancia represiva de fronteras-repatriaciones masivas’, inaugurado por España en la ruta canaria en 2006, conduce a esto. A más abusos, a más muertes, a mayor desesperación.

Por eso cuando escucho al ministro Zoido decir que «no es nuestra responsabilidad que los inmigrantes decidan huir», pasando por alto de manera deliberada que las rutas y la forma en que lo hacen, verdadero origen de que el Mediterráneo sea hoy una fosa común, sí que es una responsabilidad que apunta en nuestra dirección, pienso que, en realidad, no hemos aprendido nada. Que España se haya convertido en «modelo de gestión de flujos migratorios», como si eso alguna vez hubiera existido más allá de firmar acuerdos de repatriación, poner cuchillas en lo alto de las vallas y patrulleras en Senegal y Mauritania, es la mejor prueba del total desprecio por la vida de personas convertidas en mercancía económica en el sur y mercancía política en el norte.

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