Reflexiones entre mil colinas

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Llevaba tiempo queriendo ir a Ruanda. Siempre tenía esa espinita clavada por un país pequeño que me fascinaba: desde las historias del genocidio hasta el aura que envuelve a Paul Kagamé, ese dictador bruto, pero limpio; déspota, pero moderno; rudo, pero eficaz. No voy a negar que algo de miedo tenía, a pesar de tener incluso el pase oficial de prensa. Ruanda tiene dos caras, la pública y la que no se ve.

La primera es amable, moderna y respetuosa. Las calles están impolutas, sin baches que te hagan rechinar los dientes; los mototaxis llevan casco hasta para el pasajero y respetan los semáforos. ¡Hasta uno insistió dos veces para que un viandante cruzara en un simple paso de peatones!

No es que eso deba ser algo raro en África, pero acostumbrado al caos de una ciudad como Nairobi, la polución, la suciedad y la vida misma de las grandes urbes africanas, Kigali destaca por lo contrario: es muy tranquila, tal vez demasiado. Le falta un poco de la vida vibrante de cualquier capital africana.

Pero detrás de esa cara amable y una naturaleza espectacular se esconde un miedo latente, un silencio incómodo. En Kenia uno puede quejarse a gusto de la economía, de su presidente y de lo que quiera. Es casi un deporte nacional, como en España. En Ruanda, el silencio habla.

Hay policías en cada esquina, los mototaxis miran antes de detenerse para que no les multen y la gente no se queja. Nunca. El control es absoluto. Criticar es un peligro para un ciudadano común que no se puede permitir un vuelo y escapar del país, aunque eso tampoco te asegure vivir tranquilo, como ha pasado con varios opositores muertos sospechosamente en Reino Unido o Sudáfrica.

Como periodista tenía miedo de no poder ejercer mi profesión en un ambiente así. Pero ha ocurrido lo contrario. Todos han aceptado ser entrevistados: desde la responsable de turismo al portavoz del Ejército. No he trabajado con fuentes institucionales con mayor facilidad en África. Eso sí, siempre me planteaba una pregunta: ¿quién me cuenta otra versión?

Ese miedo se respira y te autocensura. Pero eso no significa que uno deba callarse. Al portavoz le pregunté por las atrocidades en el este de RDC del grupo rebelde M23, al que apoyan. Se defendió con la mentira y con la falsa dialéctica del genocidio, con la que justifica el enriquecimiento de Ruanda gracias a la extracción de los minerales en el país vecino.

Aún con todo, Ruanda me ha sorprendido para bien. Hoy en día es un país moderno, limpio y progresista, donde la diferencia de etnia se ha superado milagrosamente. Es envidiable ese sentimiento de orgullo nacional, más todavía al haberse conseguido a base de imposición gubernamental. 

El caso de Ruanda me hace reflexionar sobre el tratamiento de los medios occidentales. Creo que no hay la misma vara de medir según de qué dictadura se trate. Muchos otros países no solo no son democráticos, sino que hacen sufrir a sus ciudadanos día a día con inseguridad, hambre y falta de oportunidades por su inacción. 

No hay que mirar muy lejos de Ruanda. ¿Cómo es posible que RDC no sea capaz de vencer a un grupo rebelde y que la única excusa sea que está apoyado por Ruanda, un país diminuto? Entristece ver a políticos ineptos incapaces de garantizar la seguridad para sus ciudadanos. Pero no solo es RDC: se podría hablar de Burundi, Somalia, Sudán del Sur o las autocracias familiares de Chad, Guinea Ecuatorial o Camerún, entre otros.

Se debería criticar con la misma dureza a esas dictaduras de las que se habla menos y, a la par, saber reconocer los avances que Ruanda ha hecho como país para sus ciudadanos. Unos avances que otros dictadores no han sabido o ni siquiera han intentado conseguir.




Fotografía: Francisco de Casa González. 123RF

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