Mujeres atadas a la kafala

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Líbano perpetúa un sistema injusto para las trabajadoras domésticas



Por Andrea López Pastor desde Beirut (Líbano)



Unas 200.000 mujeres migrantes trabajan en el Líbano realizando labores domésticas bajo un sistema de patrocinio que perpetúa todo tipo de abusos sobre la base del racismo, el machismo y la concepción de la trabajadora como una propiedad.



Para ellos no somos humanas, somos negras. En el Líbano, incluso los animales son mejores que nosotras». Reyan –como se hace llamar fuera del hogar en el que trabaja–, llegó al Líbano hace más de 12 años, procedente de Etiopía, y actualmente es una de las muchas mujeres migrantes que se dedican al trabajo doméstico en el país bajo el paraguas de lo que se conoce como la kafala. Este sistema de patrocinio, ejercido por empresas y particulares, se utiliza para importar mano de obra barata extranjera, sobre todo en sectores como la construcción o las labores domésticas. La kafala se perpetúa en Líbano, pero también en Jordania y en países del Golfo, como Catar, Baréin, Arabia Saudí o Emiratos Árabes Unidos.

En árabe, kafala significa ‘patrocinio’, y como la misma palabra apunta, se trata de un mecanismo legal que establece una relación laboral basada en ese vínculo entre un trabajador migrante –en su mayoría mujeres procedentes de África o del sudeste asiático– y su patrocinador, que es también su empleador, y que en árabe recibe el nombre de ­kafeel. No se precisa ni permiso laboral ni de residencia, solo un contrato directo con un particular mediante las que se conocen como agencias de reclutamiento, que son las intermediarias entre los países de origen y de destino de estas mujeres. Este escenario proporciona al kafeel un control absoluto sobre su trabajadora –incluso sobre su permanencia en el país–, lo que allana el terreno a todo tipo de abusos que, en la mayoría de casos, se mantienen ocultos en el hogar.


Turay, contratada por una familia libanesa, compra regalos para enviar a sus hijos a Sierra Leona. Fotografía: Aline Deschamps / Getty

Una idea falsa

Según un estudio de Amnistía Internacional de 2019, el principal motivo por el que las mujeres emigran es la pobreza. Bajo este pretexto, las agencias de reclutamiento aprovechan esta necesidad para su propio beneficio. En algunas ocasiones, incluso, bajo el envoltorio de una gran mentira: de las 374 mujeres migrantes que la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) atendió entre 2020 y 2021 en Líbano, 85 desconocían cuál era su verdadero destino.

Reyan llegó al Líbano con solo 18 años y el deseo de ganar dinero para aspirar a un futuro inalcanzable en su país. «Conocía a alguien que trabajaba en el Líbano y vi imágenes de ella con coches bonitos, en edificios bonitos… Pensaba que podía permitirse todos esos lujos con el dinero que ganaba, pero ese coche era de su kafeel y el edificio era el hogar donde vivía encerrada. Yo también quería comprarme un coche o una casa y por eso vine. Empecé el proceso sin que mi familia lo supiese, porque tenía mis ahorros. No acabé la universidad. Pero cuando llegué al Líbano todo era distinto». Sin embargo, para Reyan, volver no era una opción.

Tampoco lo fue para Julia Soanirina, nacida en Madagascar, que llegó al Líbano hace más de 20 años. Ahora es miembro de la Alliance of Migrant Domestic Workers. «En 1996, Madagascar pasaba por una fuerte crisis económica. Nadie salía del país si no tenía mucho dinero y Líbano fue la primera oportunidad para trabajar en el extranjero. Nos dijeron que era un país muy bonito, pero cuando llegué todo era distinto. Pero ya que estás aquí, es mejor quedarte con estas condiciones que en Madagascar sin nada». Aun así, en el Líbano el sueldo de Julia era de 350 dólares antes de la crisis actual. El único día de descanso semanal que tiene lo aprovecha para ejercer como activista sin que lo sepa su madame –como se refieren a la mujer de la familia que las contrata–. «No puedo volver porque mi familia en Madagascar depende del dinero que yo envío. Tengo un centenar de personas bajo mi responsabilidad», añade.

Se desconoce el número exacto de mujeres migrantes sometidas al sistema de la kafala en el Líbano. En 2016, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicó el último recuento oficial, que las cifraba en 250.000. Sin embargo, un informe de 2022 de la OIM contabiliza unas 135.420 mujeres, un 35 % menos que el año anterior. Sobre el papel, parece que el número de trabajadoras se reduce, pero la realidad está lejos de mejorar. La Covid-19, la explosión del puerto de Beirut (2020) o la crisis económica y financiera son varios de los motivos por los cuales algunos empleadores no pueden pagar ni contratar trabajadoras, por lo que algunas han sido repatriadas o incluso abandonadas delante de sus consulados como si de un juguete roto se tratase.

El artículo 7 del Código del Trabajo libanés excluye específicamente a las trabajadoras domésticas migrantes, por lo que no quedan amparadas por la protección o los derechos de cualquier otro trabajador, como el de asociación o creación de sindicatos. Según un estudio de la OIT de 2016, elaborado a partir del testimonio de 1.200 trabajadoras migrantes, uno de cada cinco empleadores encierra a sus trabajadoras dentro de casa, el 94 % les retiene el pasaporte y el 61 % no les permite establecer contactos sociales ni formar parte de oenegés. Residen en el mismo hogar de la familia a la que sirven y, en la mayoría de casos, tampoco cuentan con un salario mínimo, límites de jornada, un día de descanso semanal o el pago de horas extras. Incluso, en ocasiones, no tienen ni un espacio digno para descansar. En el hogar de su primera madame, donde estuvo dos meses, Reyan dormía en el balcón, pese al frío del invierno. «Era como un infierno. No quería darme de comer ni me dejaba llamar a mi familia. Trabajaba 24 horas al día, siete días a la semana y no podía salir de casa porque era un piso 11 y me encerraban dentro, con llave».

Condiciones que pueden sumarse a posibles situaciones de abuso y violencia verbal, física y sexual. Este fue el caso, por ejemplo, de una trabajadora migrante que estuvo a punto de perder la pierna en Beirut porque un doctor se negó a operarla por no poder asumir los costes. Había recibido un balazo de su patrocinador.

La kafala es una realidad en el Líbano desde los años 70. «Todos criticamos el sistema, pero luego todos tenemos una trabajadora migrante en casa, porque no hay otra manera de contratar a alguien», reconoce Nur, una joven libanesa. Y es que la kafala no es un problema en sí mismo, sino el hecho de tratar a estas trabajadoras como una propiedad y darle a su kafeel el control absoluto sobre ellas.

Antiguas trabajadoras domésticas charlan delante del apartamento en el que viven en Beirut. Fotografía: Aline Deschamps / Getty
Impunidad

Reyan también trabajó con una familia rica con tres hijos en una casa muy grande. Su sueldo era de 175 dólares. «Me dijeron que compartiría tareas con otra trabajadora, pero nunca llegó. Además, cada viernes íbamos a Faraiya y cuando volvíamos el domingo, de madrugada, ellos se iban a dormir y yo tenía que quedarme despierta lavando la ropa y preparando las cosas para el día siguiente. Cuando ellos se marchaban, yo debía seguir con las tareas de la casa». Un día, tras 48 horas sin dormir, decidió marcharse. «Tuve que apagar el teléfono para que no me localizasen. Después de un año, llamé para que me devolviesen mi pasaporte y me dijeron que tenía que darles 1.000 dólares por él porque habían pagado mucho dinero por mí. No tuve más opción, necesitaba mi pasaporte».

«En el Líbano existe una cultura de explotación de las trabajadoras migrantes, de esclavitud moderna», puntualiza Emmanuelle Melissa Diehl, profesora adjunta en Derechos Humanos de la Universidad Blanquerna-Ramon Llull. «Falta supervisión por parte del Gobierno y, además, hay pocas denuncias porque no existe un mecanismo de reclamación anónimo. Muchas trabajadoras temen ser tratadas peor si denuncian», añade.

En todo este proceso, las agencias de reclutamiento exigen a los empleadores un precio muy alto por estas trabajadoras que, a su vez, también pagan a las agencias por la gestión. De esta forma, el hecho de haber pagado por ellas implica una cosificación por parte del kafeel, reduciéndolas a una mera propiedad, y dándoles derecho a hacer con ellas lo que quieran, sin consecuencias.

«El sistema induce a una relación de poder abusiva, porque cuando tu legalidad en un país depende de tu patrocinador, que aparezcan relaciones de abuso es cuestión de tiempo», añade Gabriel Garroum, investigador especializado en Relaciones Internacionales y Política de Oriente Próximo. «Aunque digas la verdad y seas la víctima, siempre eres a quien acusan. En 24 horas puedes estar de vuelta en tu país, deportada», reflexiona Julia Soanirina. Incluso en situaciones de abuso sexual que, en muchos casos, suelen estar silenciados por la propia madame. Aun así, pese a que los abusos son comunes, no se producen siempre ni todas las trabajadoras migrantes son víctimas de ellos.


Manifestantes en la capital libanesa piden el fin de la kafala. Fotografía: Adib Chowdhury /Getty

El color y la inferioridad

Un tema clave en el trato que reciben estas mujeres es su lugar de procedencia y, sobre todo, su color de piel. El informe de la OIM de 2022 identificó hasta 84 nacionalidades entre los migrantes que llegan al Líbano buscando trabajo. La mayoría provienen de Etiopía (37 %), seguido de Bangladesh (22 %), Sudán (8 %) y Egipto (8 %). Además, el 99 % de los migrantes etíopes son mujeres.

«La mujer de clase media replica la relación de subyugación en otra mujer, y la familia libanesa no contempla a la mujer autóctona para realizar estas tareas porque considera que no está dispuesta a rebajarse a ese nivel, que no está en una condición de dependencia estructural tan fuerte», expone Garroum.

Tener una trabajadora migrante forma parte de la cultura libanesa y es un símbolo de prestigio y estatus social. «Hay una parte de la cultura libanesa que dice que hay que tener una casa, un coche y una trabajadora doméstica. Y deciden contratar a una de otra nacionalidad porque se les trata como si fueran de un nivel inferior», expone Kareem Nofal, especialista en comunicación del Anti-Racism Movement, organización que nació en 2010 en el Líbano por la acumulación de trabajadores migrantes. «Si un niño nace en una familia que tiene una trabajadora doméstica, se le educa creyendo que es lo habitual y que ese trato está bien».

La cosificación de estas trabajadoras llega hasta el punto de que las agencias de reclutamiento utilizan páginas web para mostrar, como si de un catálogo se tratara, listas de mujeres clasificadas por su nacionalidad, edad o cualidades –los idiomas que habla, si tiene experiencia con niños o personas mayores…– junto a fotografías o vídeos de estas presentándose. «Mira los vídeos, contrata a tu favorita». «We will Uber your new maid» (‘Te uberizamos a tu nueva criada’, en un juego de palabras con la conocida empresa de movilidad), expone una de estas agencias, que, además, ofrece la posibilidad de «remplazar» a la trabajadora «de forma gratuita tantas veces como quieras» si no cumple sus expectativas.

Trabajadoras domésticas en Beirut. Fotografía: Aline Deschamps / Getty

¿Habrá kafala en el futuro?

«Creo que la situación está cambiando, ha habido muchos intentos en los últimos dos o tres años. Hay más conciencia», opina la joven Nur. «La situación ahora está mejor que antes porque hay más información y las trabajadoras saben a quién acudir si les sucede algo. Pero seguimos sin importarle a nadie», añade Julia ­Soanirina.

Aun así, la principal razón por la cual perdura la kafala es el dinero que genera. Según un estudio de la Fundación Friedrich Ebert publicado en Triangle Research en 2020, el sistema genera más de 100 millones de dólares anuales para el Líbano y, basándose en aproximaciones, solo las agencias de reclutamiento recibieron alrededor de 57,5 millones de dólares por las nuevas trabajadoras migrantes que llegaron al país en 2019. Según la página web oficial del Ministerio de Trabajo libanés, están activas 779 agencias de reclutamiento libanesas.

«Es un método terriblemente neoliberal basado en la oferta y la demanda. La trabajadora en cuestión es legal en el país, en tanto que tiene una familia que demanda su servicio», sentencia Garroum. «Hay muchos agentes implicados. La ­kafala está ligada al sector privado –­agencias de reclutamiento–, pero también al público –organizaciones gubernamentales–», reflexiona Nofal. Y ese interés económico no se limita solo al país receptor.

Muchas naciones –no solo africanas– han prohibido o limitado a sus nacionales trabajar en el país de los cedros para evitar situaciones de abuso. Líbano y Etiopía firmaron a mediados del pasado mes de abril un acuerdo en el que se regulan las condiciones laborales para los etíopes bajo los derechos humanos con el fin de prevenir la trata de personas.

Sin embargo, las agencias de contratación siguen existiendo en estos países y se facilita, de forma menos directa, acceder al país porque las remesas que envían estas mujeres contribuyen a la economía del país. «Desde Adís Abeba no se puede viajar al Líbano, así que la agencia me envió a Sudán, luego a Abu Dabi y de allí a Beirut», explica Reyan.

«Hay una prohibición en Madagascar, pero saben que trabajamos para enviar el dinero a nuestra familia en nuestro país», añade Julia. En Madagascar, las remesas suponen un 4,8 % del PIB.

Si la kafala será o no una realidad dentro de diez años es una incógnita. Las trabajadoras migrantes son la respuesta a una demanda dentro de un sistema capitalista global, y el trato hacia ellas está normalizado en la mentalidad de una parte de la sociedad. El tiempo responderá, o no, pero la comunidad migrante parece estar organizándose y perdiendo el miedo a alzar la voz.



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