Publicado por Javier Sánchez Salcedo en |
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Mis padres escuchaban muy buena música: Paco de Lucía, Simon y Garfunkel, mucha música latinoamericana, que luego descubrí que, como casi todo lo que escuchamos, tiene una raíz profundamente africana… Los Panchos, María Dolores Pradera, Chavela Vargas, música cubana, tangos, boleros… Mis recuerdos familiares son siempre con la música puesta, escuchando vinilos muy alto los fines de semana, viajando en coche con los casetes y todos cantando… De adolescente ya escuchaba de todo: rock duro, música celta, flamenco o canción de autor.
Hasta los Rolling Stones o los Beatles, que marcaron época y que a mí me fascinaban, empezaron haciendo versiones de sus ídolos afroamericanos, quienes habían marcado las bases del blues, del soul o del rocanrol. La banda Pink Floyd tomó su nombre de sus dos bluesman favoritos: Floyd Council y Pink Anderson. Si Chuck Berry o Muddy Waters no hubieran distorsionado esas guitarras, si Robert Johnson no hubiera hecho esos bluses, nada sería igual. Esa famosa frase de «todo empieza en África», con la música es a rajatabla, y su influencia llega a todo el planeta. En Japón, Australia o en India se hace afrobeat, funk, soul, blues… La influencia ha sido descomunal.
Como seguidor y apasionado de la música, descubrí la existencia y la magnitud de Guillem d´Efak, un artista negro antifranquista que cantaba en catalán plantando cara a la dictadura. Sufrió la censura, pero cuando salieron Serrat o Luis Llach él ya había sacado cinco discos. Creó y regentó locales donde la contracultura catalana empezó a forjarse, y escribió teatro y poesía. Que una persona tan aficionada a la música como yo no le conociera me pareció un hecho muy grave, y empecé a pensar que yo tenía muchos discos de artistas que iban a pasar desapercibidos a lo largo de la historia. Había muchas afrohuellas que no podían quedar en el olvido. Así que en unas vacaciones, cuando uno tiene más tiempo para profundizar en sus sueños, di forma al libro, con la idea de reivindicar y difundir la obra tan importante y tan brillante de los artistas africanos y afrodescendientes en España.
La primera vez que tengo consciencia de estar escuchando algo africano fue con la canción de Johnny Clegg Asimbonanga, preciosa, dedicada a Stephen Biko y a Nelson Mandela, cantada por el zulú blanco con una banda de negros en los años 80, en pleno apartheid. Yo estaba en un campamento de chavales y me quedé maravillado con esas armonías vocales, ese himno de llamada-respuesta, esa forma de transmitir tan profunda… ¡Buf, se me están poniendo los pelos de punta! Luego, yo era muy aficionado a las radios libres y en Radio La Voz de la Experiencia, de la Cadena del Water, descubrí a Alpha Blondy, el grandísimo artista de Costa de Marfil de reggae africano. Encargué una cinta en el Rastro de su segundo disco, que se llamaba El apartheid es nazismo, también con una carga brutal. Y el punto de inflexión total fue con el disco Songhai (1988), el proyecto de Ketama con el músico maliense Toumani Diabaté. No era una fusión, era un espectacular reencuentro de raíces, un abrazo entre el torrente de sonidos de la kora de Toumani y el flamenco. Y así empecé a tirar del hilo y conocí a Ali Farka Touré, a Fela Kuti, a Salif Keita, a Khaled… Todo lo que venía de África era superlativo, daba igual que fuera rap, reggae o sus propios estilos. Acabé haciendo el programa de radio «Mestizando» durante más de 10 años en Radio Vallecas, un viaje musical a través de los ritmos del planeta. Mi pasión ha seguido creciendo exponencialmente y ahora mis hijas se quejan de que solo escucho música africana (ríe).
África es la madre del ritmo, de la danza, del sonido. Todo lo que voy escuchando tiene su raíz allí y ha influido en nuestra cultura de forma fundamental. Además, en ningún otro continente he visto ese mensaje de unidad. Desde Senegal a Tanzania, incluso en la diáspora, se oye cantar «mama Africa» o «Africa united». A pesar de las grandes disputas que hay, desgraciadamente, dentro del continente, la mayoría ocasionadas por la época del colonialismo o por intereses económicos para el bienestar de lo que llaman «primer mundo», no he encontrado en ningún otro lugar esa profunda unión, ese sentimiento de «África es algo nuestro».
Casi el 25 % de los artistas africanos que han trabajado aquí proceden de Guinea, y eso nos habla del gran vínculo que tenemos con África y de la historia silenciada. España fue durante dos siglos una de las grandes potencias esclavistas, junto a Portugal. A sus mercados llegaba gente de toda Europa a comprar, y ha habido poblaciones que han llegado a tener incluso el 50 % de población negra, como Sanlúcar de Barrameda. Una época que coincidió con el Siglo de Oro español, cuando más esplendor había en España a nivel artístico y en el imperio. Evidentemente, había un negocio muy boyante detrás. De eso hace unos cuantos siglos, pero el caso de Guinea es muy reciente, y los vínculos no se han potenciado. No digo que en otros países se haya hecho bien, pero sí ha habido unos arrepentimientos. Alemania va a seguir pagando durante 30 años más por el genocidio cometido en Namibia (ver MN 673, pp. 20-25), del que ya se arrepintió hace décadas. En Francia puedes ver políticos, grandes empresarios, artistas de primera línea que son afro. Y eso no está pasando aquí. Lo único que guarda la memoria colectiva es aquella horrible canción del Cola-Cao. Convirtieron a Guinea en una plantación de cacao que ha hecho ricas a muchas empresas muy famosas de aquí. Nuestros lazos culturales son grandísimos. Descubrir toda la historia silenciada que tenemos con la población negra me dolió mucho.
Por supuesto. La sienten como parte de ellos. Pero nuestro país tiene un problema de madurez social. Cuando este país no conoce su historia, no acepta sus raíces, no comprende cómo somos y por qué somos, es muy difícil que tenga una sociedad libre de prejuicios. En Francia o Alemania también hay problemas de racismo y xenofobia, pero están unos cuantos peldaños por encima de nosotros.
Es cierto, lo dicen. Por eso creo que es una hipocresía renegar de quienes somos. Aunque no queramos verlo, somos parecidos. La manera de expresarse de un africano es bastante más parecida a la nuestra que la de un alemán o un sueco. Tenemos muchas afrohuellas y hay que reconocerlas.
En Madrid puedes encontrar actuaciones de artistas africanos en el Café Berlín, en la Sala Tempo o en Clamores. En Lavapiés hay algunos restaurantes donde puedes comer mientras escuchas música africana. En Barcelona está la mítica Sala Jamboree que hace jornadas exclusivas afro. En cuanto a programas de radio están «África Pachanga», «Africanías» o «Radio Africa Magazine» (ver MN 670, pp. 44-47). Mi objetivo es difundir y reivindicar a todos estos artistas que han sido tan importantes y sumarme a toda la gente que está contando esta historia silenciada.
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