Publicado por Enrique Bayo en |
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Familiares y amigos nos invitaban a la prudencia cuando les anunciamos nuestra intención de visitar Nigeria. El país se ha ganado fama de peligroso, aunque al llegar allí y comenzar a interactuar con las personas te das cuenta de que los nigerianos, como todos los africanos, acogen bien y son gente que solo quiere vivir en paz. Con todo, los datos del Global Peace Index 2019 sitúan a Nigeria como el decimosexto país más violento del mundo y el quinto de África, solo superado por Sudán del Sur, Somalia, República Centroafricana y República Democrática de Congo.
La seguridad en Nigeria se juega en varios frentes. Es conocido que el grupo yihadista Boko Haram y sus facciones continúan activas en el noreste del país; en la zona sureste del delta del Níger se vive una tensión difusa que sigue sin resolverse, acuciada por el escaso interés del Gobierno en la lucha contra la contaminación causada por el petróleo y por la reivindicación separatista de Biafra, jamás silenciada completamente; también es alta la delincuencia común, y elevado el número de secuestros y robos, pero el problema que últimamente está adquiriendo relevancia es la violencia intercomunitaria entre los pastores fulanis y las poblaciones agrícolas del cinturón central del país. Todos estos focos de tensión parecen desbordar a las omnipresentes fuerzas de seguridad nigerianas que, en ocasiones, dan claras muestras de ineficacia. Tampoco el Gobierno de Abuya o los de los estados federales consiguen reducir las tensiones.
Nuestro primer destino en Nigeria fue Maiduguri, la capital del estado de Borno, al noreste de Nigeria y epicentro del terrorismo islámico de Boko Haram, que en lengua local hausa significa «la instrucción occidental está prohibida». Fundado en Maiduguri en 2002 por el predicador Mohamed Yusuf, Boko Haram comenzó en julio de 2009 una insurrección armada que no ha dejado de sembrar la muerte y de destruir el tejido social en esta zona de Nigeria y en otros países limítrofes. En abril de 2014 el grupo yihadista se hizo famoso a nivel internacional con el secuestro de 276 niñas de la escuela de Chibok. Aunque en 2016 Boko Haram se dividió en diferentes facciones y apareció el llamado Estado Islámico de África Occidental (ISWA, por sus siglas en inglés), su modus operandi no ha variado. En diez años han sido asesinadas, según diversas fuentes, entre 20.000 y 37.000 personas, y en la actualidad hay, al menos, 1.700.000 desplazados internos, según Médicos Sin Fronteras (MSF), aunque otras organizaciones hablan incluso de más de dos millones. Para MSF, siete millones de personas necesitan ayuda humanitaria, cifra que Naciones Unidas reduce a 5,2 millones, entre las cuales casi medio millón de niños y niñas menores de cinco años estarían en riesgo de desnutrición. Además, cientos de miles de personas siguen viviendo en territorios controlados por los islamistas en los estados de Borno, Yobe y Adamawa, privados de ayuda humanitaria.
A pesar de los comunicados triunfalistas del Gobierno nigeriano, que afirma tener bajo control la insurgencia islamista, la realidad se encarga de desmentirlo, y aunque es cierto que los yihadistas están más debilitados que hace cinco años, los ataques no han cesado. Uno de los más sangrientos tuvo lugar el pasado 27 de julio en Nganzai, localidad situada a unos 60 kilómetros de Maiduguri, donde hombres armados con Kaláshnikov acribillaron a 65 personas.
Maiduguri es una ciudad asustada y rodeada de controles militares. Entre 2011 y 2014 sufrió numerosos ataques de los islamistas, de los que todavía quedan secuelas. Ahora, aunque la amenaza continúa, todo parece más tranquilo y la gente intenta llevar una vida normal. Los colegios y la universidad funcionan con regularidad y las actividades comerciales también, pero se siente la tensión en el aire. No se ven extranjeros por las calles, ni siquiera el personal humanitario de Naciones Unidas o de alguna de las 92 oenegés presentes en la ciudad. Nosotros fuimos invitados por motivos de seguridad a no abandonar a partir de las 17,30 horas el recinto de la catedral católica donde nos alojábamos. Tampoco nos fue posible visitar alguno de los enclaves de acogida de refugiados en el interior del estado de Borno: las acreditaciones solo las expide el Ejército nigeriano y conseguirlas en pocos días era casi imposible. De hecho, fuera de Maiduguri no existe ninguna autoridad civil en el estado de Borno: todo está bajo el estricto control del Ejército.
Luis Eguíluz, coordinador en Nigeria de MSF-España nos ayudó a comprender la locura generada por Boko Haram. Existe un dispositivo de emergencia humanitaria que busca salvar vidas y restaurar la dignidad de una población dependiente de las ayudas, pero los resultados no son los deseados a pesar de que no faltan los recursos económicos. La agricultura está limitada a ciertos lugares, y la escasez de agua abre la puerta al cólera y a infecciones de todo tipo. Por si fuera poco, la falta de experiencia y preparación de los trabajadores humanitarios locales dificulta la coordinación de las ayudas.
Durante los primeros años de la insurrección de Boko Haram, la ciudad de Maiduguri casi dobló su población por la llegada masiva de refugiados. Muchos de ellos todavía no han regresado a sus hogares y permanecen en viviendas de familiares o en campos de refugiados, como el del barrio de Bolori. Aquí viven más de 3.000 personas dependientes de la ayuda regular del Programa Mundial de Alimentos (PAM), bajo tiendas de campaña y con muy pocos servicios higiénicos. Eguíluz nos dijo que existe mucha indiferencia y una falta de conocimiento, por parte de los propios nigerianos, de lo que pasa en el noreste del país, algo que pudimos comprobar cuando visitamos el sur del país.
Con todo, las acciones violentas de Boko Haram y sus facciones están siendo eclipsadas por la violencia entre pastores nómadas fulanis y agricultores en el centro de Nigeria. Según un informe del International Crisis Group, durante 2018, los enfrentamientos entre ambos provocaron alrededor de 2.000 muertos, seis veces más que los causados por Boko Haram ese año.
El conflicto por el uso de la tierra entre pastores y agricultores tiene una larga historia y no es exclusiva de Nigeria, sino que es común en muchos otros países africanos como República Centroafricana o Sudán del Sur, pero quizá sea Nigeria el país donde más claramente se visualiza y, desde luego, donde más víctimas mortales está provocando. Algunos hablan de una guerra no declarada con enfrentamientos que se repiten con frecuencia. En octubre de 2018 Kaduna estaba bajo el toque de queda como consecuencia de entrentamientos entre ambas comunidades que habían ocasionado 55 muertos, una realidad que ha sido habitual en los meses posteriores.
En la raíz del conflicto está el cambio climático, que está haciendo avanzar el desierto al mismo tiempo que desaparecen los pastos y los recursos hídricos. Las sequías son cada vez más frecuentes y largas y los pastores fulanis se ven obligados a moverse hacia el sur en busca de pastos, ocupando para ello las fértiles tierras del centro del país. El futuro no es halagüeño si no se fortalecen los mecanismos de resolución pacífica de conflictos que tengan en cuenta tanto las prácticas ganaderas como las políticas de acceso a la tierra.
Además, este conflicto se envenena a causa del componente etnicorreligioso que lo acompaña. Los fulanis, también llamados peúles o fulas, son el pueblo nómada más grande del mundo. Viven en África occidental y solo en Nigeria superan los 18 millones, mayoritariamente musulmanes. Por su parte, los habitantes del centro y sur de Nigeria, con orígenes comunitarios diversos, practican en su mayoría el cristianismo. Esta fuerte polarización se presta a muchas suspicacias. Aunque nadie pueda probarlo, algunos ven en el avance de los fulanis una estrategia para la adquisición de territorio y permitir la expansión del islam. Se llega incluso a apuntar con el dedo al presidente Muhamadu Buhari, de origen fulani, por alentar en la sombra esta estrategia, afirmación que niega con rotundidad, aunque luego sea lento y torpe a la hora de tomar medidas para combatir el problema. Como señalaba el periodista Adrian Blomfield en un artículo de 2018 publicado en The Telegraph, la propia supervivencia de Nigeria como estado democrático está en juego, y citaba al premio Nobel nigeriano Wole Soyinka, quien vaticina cómo «el país podría descender al derramamiento de sangre étnico al estilo de Yugoslavia, si no se consigue poner fin a los ataques de los fulanis».
Otro problema de seguridad que sufre el país es la proliferación de secuestros. Una vez más, la pobreza, los grandes desequilibrios sociales, la facilidad para conseguir armas y, en opinión de algunos, el hecho de que las penas previstas contra el delito de secuestro no sean demasiado severas, están a la base de esta nueva lacra que no ha dejado de crecer en las últimas dos décadas. Los primeros casos tuvieron lugar en el delta del Níger a finales de los años 90 del siglo pasado, cuando grupos de delincuentes comenzaron a secuestrar trabajadores de las compañías petroleras que operan en la zona para pedir un rescate. Poco después emergió el Movimiento por la Emancipación del Delta del Níger (MEND), que en 2003, tras asaltar varias plataformas petrolíferas, capturó a 270 personas, 97 de las cuales eran ciudadanos extranjeros. Este tipo de acciones nunca han desaparecido, aunque con la proliferación de nuevos grupos armados han ido perdiendo su carácter reivindicativo para convertirse en acciones lucrativas. También Boko Haram y el ISWA continúan practicando el secuestro de adultos y niños como arma desestabilizadora.
Nigeria se encuentra en la lista de los 10 países con más riesgo de secuestro del mundo, de acuerdo con el índice elaborado por la sociedad NYA International, y aunque existen zonas de mayor riesgo, ninguno de los 36 estados nigerianos está libre de la industria del secuestro. Según fuentes de la Presidencia, el país registró 1.177 casos de secuestro en un período de 14 meses entre 2016 y 2017, pero con toda probabilidad la cifra real será mucho mayor. En algunos casos, se trata de secuestros con fines rituales, pero la mayoría buscan la extorsión económica. Religiosos y religiosas también sufren secuestros recurrentes, a pesar de que en 2016 la Conferencia Episcopal Nigeriana tomó la decisión firme de no satisfacer nunca las exigencias económicas de los captores. Durante nuestra visita a Benin City, en el sur del país, compartimos alojamiento con cuatro sacerdotes recién liberados tras pasar cuatro días de cautiverio en condiciones muy difíciles, sin apenas agua y alimentos. Pudimos comprobar que los secuestros se han normalizado y que pueden afectar a cualquiera.
El panorama que se presenta es inevitablemente sombrío. El país necesita un liderazgo fuerte y voluntad política para combatir con firmeza la pobreza, la corrupción y las insultantes desigualdades sociales, pero también para seguir creando puentes de diálogo entre las diferentes etnias y religiones. Es el único camino para encontrar soluciones perdurables en el tiempo que den estabilidad al gigante africano.
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