Publicado por Javier Fariñas Martín en |
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En MSF tenemos sensaciones muy contradictorias. Amamos lo que hacemos, pero por otra parte se reconoce una quiebra, porque triunfamos o somos excelentes cuando la otra parte falla. Nuestro mayor deseo sería desaparecer por innecesarios. Vivimos en una sociedad en la que hay individuos que aparentemente tienen la capacidad para cambiar el mundo, pero cada mañana se levantan y deciden no hacerlo. En este marco, MSF es un instrumento necesario, imprescindible diría yo, por la certeza de que lo que hacemos está radicalmente bien. Nosotros salvamos muchas vidas, pero eso, que está radicalmente bien, no cambia el statu quo de las cosas, no somos un actor geopolítico, no tenemos la capacidad para acabar con un conflicto. Pero tampoco es eso lo que proponemos, ni a la gente que nos apoya ni a la gente con la que trabajamos. MSF sigue siendo fundamental porque salvamos vidas y también porque, sin ser nuestro objetivo, somos un puente tendido y, en un mundo en el que cada vez se polariza más, pasamos un mensaje de que hay gente que se preocupa por los demás, y que lo hace por el simple principio de humanidad, por el hecho de que toda persona tienen derecho a una salud digna o a asistencia médica. No somos una organización pro mensajes universales, somos una organización de acción, pero hemos impactado en la vida de millones de personas, de miles de comunidades y, al final, sin ser una organización política, lo que hacemos es profundamente político. Hacemos cosas como sociedad civil organizada. Si somos capaces de abrir un hospital en Yemen en medio de un conflicto, de atender a cientos de miles de desplazados en Mozambique, Burkina Faso o Camerún, los que realmente tienen capacidad de hacerlo, si no lo hacen es porque no quieren. Ese es un mensaje muy político. Aquí lo que falta no es capacidad sino ganas.
Tiene razón y entiendo el punto de contradicción. No somos actores políticos si lo entendemos como aquel que tiene la capacidad real de cambiar sistemas. Nosotros no proponemos sistemas, no vamos a un país y decimos: «Usted debe tener un sistema de salud así». Las agendas del new age of working dicen que salvar vidas no sirve porque los conflictos se cronifican y que lo que hay que hacer es atacar los problemas de base, las necesidades agudas también, pero con una perspectiva de dar capacidades a la gente y promover agendas de pacificación y gobernanza. No tengo ni idea de cómo se hace eso, y tengo mis dudas de que la comunidad internacional la tenga. Nuestros actos son profundamente políticos, eso se lo compro, y la renuncia a los fondos de la UE es un acto político, pero salvar una vida también tiene un impacto político. Nosotros salvamos vidas. Si supiera cómo acabar con la guerra de Yemen me presentaría a presidente de España. ¿El presidente español o el de cualquier otro sitio, o la gente de la UE, tienen una remota idea de cómo resolver, no ya lo de Yemen sino, por ejemplo, lo de RCA? Es un país maravilloso, con casi cinco millones de habitantes que, si los dejaran tranquilos, en 12 meses solventarían sus problemas. Yo no me comprometo a solucionar los problemas de las comunidades, pero nosotros, y siempre hay matices, cogemos a personas en el peor momento de su vida y los volvemos a poner de pie para que tomen las decisiones de su futuro. No tengo ni idea de cómo solucionar el conflicto de Yemen o la migración que se dirige hacia la UE, yo sé de rescatar gente del Mediterráneo.
Absolutamente. Los gestores van por la curva de Gaus y dicen: «Vamos a hablar de eficiencia». De la parte más rica de la población que hay dentro de la curva no tienes que preocuparte porque tienen recursos. Y de la parte más jodida, es tanto el dinero que tienes que meter que… olvídate. La emergencia humanitaria es cara. Pongo un ejemplo. En España, ¿cuántos aeropuertos tenemos? Muchos, y todos tienen su cuerpo de bomberos. ¿Cuántas vidas reales han salvado los bomberos en los últimos 10 años en una relación de coste por usuario? Entre que no se caen aviones y que, cuando se caen, se mueren todos los pasajeros, a lo mejor te sale a 20 millones de euros cada persona que has salvado. Pero nadie se plantea que se quiten los bomberos de los aeropuertos. La emergencia humanitaria es cara, por lo que los gestores, con esa falsa dicotomía, te dicen: «Con el dinero que te cuesta un cirujano en Yemen podrías vacunar a 10.000 niños en Ghana», y eso es cierto, pero yo no soy gestor, soy médico, y cuando terminé la carrera hice un juramento hipocrático que me obliga como médico… Y, además, lo que nos plantean es una falsa dicotomía. No me voy a sentar en una mesa para negociar dónde está el corte de la curva. Hay gente que se muere. Vamos y la rescatamos, y luego ya veremos, pero ¿cuál es su balance? ¿Están poniendo las finanzas por delante de la vida? Está claro que sí, porque este es el mundo real, economía o salud, asumámoslo, pero a nosotros nos tendrán que dejar que tomemos una opción que es ir a rescatar a la gente ¿Se podrían salvar más vidas con ese dinero? Seguramente, pero esa no es nuestra responsabilidad, esa es la responsabilidad de los Gobiernos.
Nacemos en plena Guerra Fría, y desde entonces estamos en todas las guerras que se suceden en el mundo. Hay que entender que no existe el conflicto local. Si te vas a Tigray, por ejemplo, comienzas a tirar del hilo y ves que hay intereses en todas las direcciones. La gente piensa que es un problema etíope y esto no va así. En la crisis de RCA hay multinacionales, hay Gobiernos… Todo es global. Esa polarización en la actualidad no orbita en el eje de la Guerra Fría, pero China o Rusia impulsan su agenda, EE. UU. igual, pero luego están Turquía, Irán… Tienes multiplicidad de actores. Si a nosotros nos hubieran dicho hace cinco o diez años que estaríamos rescatando gente en el Mediterráneo, en la UE, o que en EE. UU. estarían poniendo a niños en jaulas, te diría: «¿Pero de qué estamos hablando?». Que habría 25.000 muertos en el Mediterráneo, que se produciría la vergüenza de Lesbos o lo que pasó esta primavera en Canarias… ¿Europa? Hace 20 años, ibas por África y la UE era un player fabuloso. Ahora hablas con cualquier Gobierno y te dicen: «A mí que la UE no me dé ni una lección». La deslegitimación de la UE con la gestión de la situación migratoria… Este discurso, la falta de gobernanza global, esta multilateralidad, esta imposibilidad de hacer juntos las cosas, este discurso populista es una tendencia que acaba impactando de forma más o menos directa, y con mayor o menor magnitud, en muchas de las crisis en las que trabajamos.
Nosotros no sabemos nada de emigración. De desplazamiento de población sí sabemos algo. El problema principal de los 70 u 80 millones de desplazados o refugiados no es el Mediterráneo, la mayoría están atascados en sus países de origen en campos de desplazados que son un infierno. Esto no es un fenómeno neutro. ¿Qué mensaje pasamos a la sociedad? ¿Qué Europa queremos? Lo que ha cambiado en estos últimos cinco años es nuestra relación con la UE. Nosotros antes trabajábamos con ellos. Soy de la generación de las crisis de Darfur, del principio de los Kivus (RDC), de Somalia… Recuerdo haber ido a reuniones y llevarme al embajador de la UE. Le usábamos para tener acceso, porque la UE hacía fuerza. ¿Ahora dónde voy con esta gente? Me juega en contra, porque sé lo que me va a contestar el ministro de turno: «¿De qué hablas? ¿De acceso? ¿Con la UE? Pero ¿tú de qué vas?». Y tiene razón. Echamos de menos un discurso inspirador, el discurso de una institución referente en la defensa de los valores. No me sentaría en la vida en una mesa con la UE para discutir si hay que sacar gente del agua. Si el Gobierno español, si Pedro Sánchez tiene los bemoles de sacar una biografía, su Manual de resistencia, en la que explica lo del Aquarius, y que el momento de dejar entrar el barco fue no sé qué y luego, cinco meses más tarde, nos quitan la bandera para navegar… Hay un nivel de incoherencia e hipocresía excesivo.
Es un ejemplo, otro más, de la vergüenza que es la política migratoria. No tengo el privilegio de conocer al presidente Sánchez y tampoco qué agenda llevó a Senegal, pero lo que vemos es la vinculación de la agenda de cooperación con otras políticas. «Yo te hago un hospital, te doy pasta, te hago no sé qué, y tú te encargas de los cayucos». ¿Esto qué es? Desde luego, no lo llames cooperación, dale otro nombre, real politik o lo que sea, pero no me metas a mí en esa ensalada. El grueso de la cooperación no llega a través de oenegés; solo el 10 % se canaliza a través de ellas. La cooperación grande es entre Gobiernos. Si esta cooperación se anexa a una agenda política… Los países nórdicos no lo hacen, es cierto que tienen pasta y petróleo, pero son sociedades capaces de explicar a su población que salvar vidas está bien, con independencia de cualquier otra consideración, y eso tiene un valor tangible en el número de vidas que salvas, y un valor intangible en el sentido del mensaje que tú pasas.
Nosotros somos utilizados siempre. Tú no puedes ir a algo tan sucio como un conflicto y salir limpio. Si quiero hacer un proyecto cien por cien independiente, neutral e imparcial puedo trabajar con los sin techo en Estocolmo, pero en el momento en el que te engranas en un conflicto… Nosotros somos un actor económico en conflicto, muchas veces somos la primera empresa del lugar, y quién sabe si una parte del dinero acaba alimentando la economía del conflicto, y tenemos que estar muy vigilantes con eso. Suelo hablar del concepto de la «adolescencia humanitaria». Todos los que trabajamos aquí hemos pasado por esa etapa: «Me voy a África, me llevo la guitarra…». Muy bien, pero cuando te metes en un conflicto ves agendas locales, balances entre comunidades, tienes que ir con muchísimo cuidado. La manipulación está ahí y es algo que tienes que monitorizar. Porque si no, te tienes que quedar en casa. Un compañero mío lo describe muy bien, somos como funambulistas con una pértiga. En un lado tenemos los principios, en otro la realidad, y tenemos que caminar por el cable muy rápido porque es una emergencia.
En muchos. ¿Veinte? A Etiopía he ido 11 veces. He trabajado diez años en el terreno y diez en sede, pero cada año he salido tres o cuatro veces fuera. Ahora tengo este trabajo, que es muy aburrido, tengo este rol más institucional, más de jarrón chino, pero estuve cinco años en operaciones e iba muchísimo a trabajar sobre el terreno. He estado en Somalia, Etiopía, Sudán, Sudán del Sur, Angola, Mozambique, Zambia, Costa de Marfil, Guinea-Bissau, Namibia, Túnez… y me debo dejar cuatro o cinco.
Compartirá conmigo que hablar del continente es complejo. En mi caso, prefiero trabajar en África y en el África negra a hacerlo en otros contextos. Yemen también es un escenario que me apasiona, pero África negra…
Siempre he sentido mayor cercanía que en otros lugares, no sé por qué, me ha sido más fácil que en el África árabe, por ejemplo, que me cuesta más. No es la palabra, no es que me haya costado más, es que prefiero el África negra. Cuando pienso en el MSF clásico, el que me da caña, me viene República Democrática de Congo a la cabeza, o RCA, uno de estos países verdes, de tormentas, de colinas, de ríos. He tenido experiencias alucinantes por mi absoluta situación de privilegio. Nos retratan como si fuéramos personas muy sacrificadas y no me reconozco en absoluto en ese arquetipo. Me lo he pasado muy bien, y volvería a hacer lo mismo sin dudarlo un segundo, y ha sido porque he tenido el privilegio enorme de estar ocho meses en Katanga subido a una moto, corriendo por caminos, cruzando ríos, conociendo a los mai-mai, a los grupos rebeldes de la zona, trabajando con la población, con mis compañeros y compañeras congoleños… En fin.
Por Alfonso Armada
He viajado con ellos. Hice amigos entre ellos. Algunas de mis más ambiciosas historias periodísticas las pude escribir gracias a ellos. Le han ahorrado mucho dinero a los periódicos en los que he trabajado. Pero casi siempre han sido muy conscientes de los límites que no debían franquear, y que debían evitar a toda costa convertirse en el apagafuegos de lo que los Gobiernos legítimos o ilegítimos debían hacer por sus ciudadanos. O en el gran resorte de la mala conciencia que permite que los ciudadanos de los países mejor situados en el reparto de la riqueza puedan equilibrar la balanza de las injusticias que parecen incorregibles aportando unas cantidades de dinero que cumplen lo mismo que una penitencia. Me refiero a MSF, que cumple 50 años.
Había viajado a Somalia, en este caso con Unicef, para escribir acerca de su campaña contra la mutilación genital femenina y a favor de la reeducación y reintegración de los niños soldado. Para poder moverse por Somalia, cualquier organización no gubernamental que quisiera trabajar sobre el terreno (en tierra hostil) tenía que pagar por su seguridad. Es decir, tenía que emplear parte de los recursos que recaudaba en países como España (de particulares y de entidades gubernamentales y privadas) para pagar a grupos de jóvenes armados hasta los dientes, soldados de los señores de la guerra, que tenían el gatillo fácil y disfrutaban haciendo de escoltas de los blancos. O pagabas o te exponías a que una facción rival de otro señor de la guerra somalí acabara con tu operación, quemara tus instalaciones, matara a los empleados locales o te secuestrara para obtener de tu Gobierno un sustancioso rescate.
MSF decidió dejar de jugar a ese juego tan obsceno como perverso y retirarse de Somalia si la condición era engrasar la maquinaria de la guerra civil. Los he visto trabajar en lugares como Ruanda o República Democrática de Congo, y puedo dar fe de que si no hubieran estado allí todo hubiera sido mucho peor.
Tengo conmigo un libro extraordinario, La memoria del olvido. Una historia gráfica de Médicos Sin Fronteras con fotografías de Juan Carlos Tomasi. Aunque no hemos viajado juntos, Tomasi es uno de los amigos que he hecho gracias a mis colaboraciones esporádicas con MSF. Aquí están los testimonios de responsables y trabajadores, empleados e invitados en estos 50 años de vida de una organización que forma parte de la textura del mundo, de la desgracia y de la compasión, de la ceguera y del compromiso político, de las tiritas y de la injusticia. Desde Mar Padilla («el mundo es muy complejo y bregar con él es cansado»), hasta Tomasi («de pequeño siempre había soñado con hacer lo que hago»), pasando por David Noguero («50 años de MSF son demasiados, aunque lamentablemente todo nos indica que tendremos que seguir adelante»), Aitor Zabalgogeazkoa («esas caras son los mismos rostros (…) en los Balcanes, en Somalia, en Siria»), Ricardo García Vilanova («el papel que desempeña la fotografía humanista es tan importante que resulta vital que no llegue a desaparecer»), Anna Surinyach («mirar a la gente a los ojos, algo tan simple y tan complicado, es lo que ha hecho Juan Carlos Tomasi»), o Paula Farias («al final de todas las tramas de la violencia, la desigualdad, la indiferencia, no importa en qué lugar del mundo estés, siempre hay una mujer erguida, como última forma de resistencia»).
Debemos seguir cuestionando el papel de organizaciones no gubernamentales como MSF, y ver en qué medida son imprescindibles o si, al hacer lo que los Gobiernos dejan de hacer, al aliviar la mala conciencia de los ciudadanos con conciencia, no están perpetuando la injusticia. ¿Pero qué hacer mientras llega esa gran revolución política, ese cambio hacia un mundo menos cruel?
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