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Por Mohamed Mustafa al-Kasalawi
A finales de marzo había un cierto optimismo en la ciudad de Jartum, pues parecía que las negociaciones que debían reconducir el proceso de transición democrática en Sudán estaban maduras. El inicio del mes de abril tenía que confirmar esas expectativas. Se había anunciado el día 1 como la fecha para la firma del acuerdo marco que guiaría el proceso, el día 6 se rubricaría el texto constitucional de transición, y el 11 tendría lugar la presentación del nuevo Gobierno civil.
Muchas instituciones de la capital decidieron dar día libre el 1 de abril, pensando que el Gobierno cerraría los puentes que atraviesan el Nilo alrededor del palacio presidencial, sede del magno evento, y ya protegido por tanques y una gran presencia militar adicional desde hacía algunos días. Pero aquella mañana los puentes amanecieron abiertos. La firma del primer paso se había pospuesto al 6.
Por las calles de Jartum ya había quien afirmaba que líderes del movimiento islamista sudanés se habían reunido con la cúpula del Ejército para bloquear el proceso y que no era descartable un golpe de Estado.
Llegó el 6 de abril y los puentes siguieron abiertos al tráfico. Esta vez no se anunció ninguna nueva fecha. Por el contrario, los medios locales informaban del desplazamiento de 60.000 soldados de las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF, por sus siglas en inglés) a su campo militar en Soba, de su posicionamiento alrededor de la base de las Fuerzas Aéreas del Ejército sudanés (SAF, por sus siglas en inglés) en Meroe –436 kilómetros al norte de la capital–, y de otra concentración de tropas en Al Fashir, la capital del estado de Darfur del Norte.
Los mismos medios empezaban a informar sobre algunas discrepancias entre las SAF y las RSF sobre el proceso de integración del segundo en el primero para formar un solo ejército. Las SAF querían una operación relativamente rápida de dos años, mientras que las RSF deseaban un proceso gradual que debía ser completado en diez años. Por otro lado, las SAF defendían que este proceso de integración fuera supervisado por un militar del Ejército regular, mientras que las RSF proponían un civil. De hecho, estas últimas llevaban unos meses vendiendo el discurso de que las SAF representaban el regreso al antiguo régimen –de Omar Hassan al Bashir– y se oponía a la transición, mientras que ellos eran la garantía de éxito para el proceso democrático. Esta posición, no obstante, no parece muy creíble, pues Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como Hameidti (imagen de la derecha), líder de las RSF, había apoyado a Abdelfatah al Burhan (imagen de la izquierda), líder de las SAF, en el autogolpe de Estado de octubre de 2021 que suprimió la figura del primer ministro. Ambos, además, habían excluido al componente civil de las negociaciones que llevaron a la firma del acuerdo de Yuba en octubre del 2020.
A las discrepancias ya señaladas hay que añadir el hecho de que la élite del Ejército está relacionada con las tribus del norte del valle del Nilo (shaiqya, danagla y ja’alya), mientras que la familia de Hameidti, es parte de la confederación tribal de los rizeigat, que se mueven entre Darfur y el este de Chad. En las RSF hay niños soldado y generales de 40 años sin el recorrido académico ni militar que se sigue en un ejército regular, por lo que tampoco era fácil que los altos mandos de las SAF aceptasen fácilmente su equiparación con la jerarquía de las RSF.
Las RSF eran milicias conocidas como yanyauid que operaban en Darfur al servicio de Al Bashir, presidente del Sudán entre 1989 y 2019, para operaciones de limpieza étnica contra las tribus negras de la región. Esta es la acusación del Tribunal Penal Internacional de La Haya (TPI) al depuesto presidente. Antes de su caída, Al Bashir dotó de entidad jurídica a las RSF como integrantes del Ejército, las habilitó para operaciones ordinarias y, como parte de los servicios de inteligencia, para operaciones extraordinarias con competencia especial para el control fronterizo.
Cuando el Ejército depuso a Al Bashir por la presión popular –la revolución de 2019–, las RSF también «traicionaron» a su mentor y se insertaron en el nuevo Gobierno de transición. Su líder, Hameidti, fue nombrado vicepresidente del Consejo Militar de Transición, el órgano equivalente a la Presidencia de la República, que debía conducir el proceso de transición. En ese momento las RSF contaban con 20.000 soldados, pero ya controlaban varias minas de oro de Darfur y Kordofán Occidental.
El Gobierno civil encabezado por el primer ministro, Abdallah -Hamdok, que surgió fruto del inicio del proceso de transición en agosto del 2019, comenzó una reforma de los servicios de inteligencia. Estos habían sido responsables de torturas y crímenes inconcebibles en el nuevo Sudán que se quería construir. Se trataba de redefinir su papel y limitarlo a la provisión de información al Gobierno como en cualquier estado moderno.
El general Abdelfatah al Burhan, presidente del Consejo Militar de Transición, encargó a las RSF la operación de desmantelamiento de los antiguos servicios de inteligencia. Estos aprovecharon la ocasión para ocupar los apartamentos, edificios e infraestructuras desde los que antes operaban los miembros de los servicios de inteligencia, e incorporaron a algunos de sus miembros a su estructura.
Hameidti fue encargado también de encabezar negociaciones con diferentes partes en conflicto en Sudán y representó al país en diversas visitas internacionales, incluida una el 9 de febrero del 2022 a Putin en Moscú, con un avión lleno de lingotes de oro, según informaba New York Times. Su dimensión internacional, no limitada solo a Darfur, su poder y su ambición se hacían cada vez más evidentes. La explotación de las minas de oro bajo su control y otras actividades de las empresas registradas a nombre de otros miembros de su familia, junto a la permisividad del general Al Burhan le permitían aumentar sus ingresos y el volumen de su Ejército, que llegó a los 100.000 soldados.
Abdelfatah al Burhan se había ocupado de la instrucción de los soldados de Hameidti en Darfur a principios de siglo. Juntos habían enviado tropas a Yemen para luchar contra los hutíes de parte de los Gobiernos financiadores de Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, país, este último, donde se encuentran las cuentas bancarias de las compañías de Hameidti y sus familiares. Juntos, además, habían orquestado el -autogolpe de Estado de octubre del 2021 que desbancó del Gobierno de transición al componente civil, curiosamente cuando se estaba preparando la entrega de Al Bashir al TPI. Seguramente, ninguno de los dos estaba interesado en que el dictador depuesto declarara, ni podían aceptar tranquilamente que un gobierno civil pudiera poner en riesgo no solo su impunidad sino también los intereses económicos que tanto el Ejército como la familia de Hameidti administran. También es cierto que el componente civil, unificado al principio en su lucha contra la dictadura, se había dividido en decenas de elementos contrapuestos donde el interés por el bien común parecía perderse tras un velo de intereses particulares y puntos de vista demasiado opuestos.
A pesar de todo esto, Hameidti venía afirmando en público en los últimos meses que aquella asonada había sido un error. Empezaba a tomar distancia de su compañero de batallas y a manifestarse abiertamente en favor del componente civil en el proceso de negociaciones.
El conflicto armado empezó en dos escenarios: Soba, al sur de Jartum, y la base militar de Meroe, lugar estratégico para el Ejército sudanés, pues desde allí despegan los cazas que podían desequilibrar los combates puesto que las RSF no tienen fuerza área. En pocas horas, los soldados de Hameidti ocupaban el palacio presidencial, el aeropuerto internacional de Jartum y el de Meroe, la sede de la televisión nacional y rodeaban el cuartel general del Ejército, donde Al Burhan, que estuvo a punto de ser capturado o eliminado, resistía al mando de las SAF. El Ejército sudanés había sido pillado a contrapié. Por otro lado, los soldados de las RSF, aunque no han pasado por una academia militar, están curtidos en la batalla cuerpo a cuerpo por sus recientes experiencias en el este de Libia junto al Ejército de Halifa Haftar, en Darfur y en Yemen contra los hutíes.
La capital de Sudán, que no había visto la guerra desde su conquista por parte de Mohamed Ahmed Al-Mahdi en 1885, se convirtió en el principal escenario del enfrentamiento entre las RSF y las SAF.
Mientras que a los pocos días de conflicto las SAF consiguieron recuperar la base aérea de Meroe y mantener el control sobre las ciudades de El Obeid –capital del estado de Kordofán del Sur y sede de otro aeropuerto de valor estratégico– y Al Fashir, las batallas se sucedían en la capital.
Durante la revolución de 2019, el pueblo sudanés salió a la calle y se jugó la vida para pedir un ejecutivo civil. El mismo pueblo se ilusionó cuando Abdallah Hamdok comenzó su camino como primer ministro del nuevo Gobierno de transición. Solo los comités de resistencia de barrio continuaron saliendo a la calle para pedir justicia por los crímenes perpetrados por las SAF y las RSF contra los manifestantes durante la revolución popular.
Cuando en octubre del 2021 Al Burhan y Hameidti asumieron el control del país, estos comités continuaron las protestas para pedir que ambos dimitieran y dejaran paso a un gobierno completamente civil. Su punto débil era, quizás, la falta de una propuesta alternativa bien articulada, pero el tiempo ha demostrado que su desconfianza contra los dos grupos armados estaba bien fundamentada.
Tras presenciar de cerca cómo en pocos días las RSF han destruido estaciones de suministro de agua y electricidad, han saqueado casas, universidades, ministerios, escuelas, bancos, tiendas y no han dudado en liquidar al ciudadano que se les ha puesto delante, y aun odiando a los militares, los jóvenes de los comités de resistencia se decantarían por esos últimos antes que pensar en un país gobernado por los primeros.
Tras contemplar el sufrimiento infligido a la población de Jartum desde el 15 de abril, nadie cree que las RSF se hayan alzado en armas para detener el regreso del viejo régimen y entregar el poder a los civiles. Sus motivaciones son otras.
Los dos gallos luchan por su propia supervivencia. Sus fuerzas están muy equilibradas, pero el escenario más probable parece que será la recuperación gradual del control sobre la capital por parte de las SAF, una vez superada la sorpresa inicial. El Ejército no parará hasta la eliminación o el arresto de Hameidti, que osó levantarse contra las SAF y estuvo a punto de capturar al general Al Burhan. Parece, por tanto, inviable una negociación que reconcilie a las dos partes enfrentadas. El acuerdo firmado en Yeda (Arabia Saudí) el pasado 12 de mayo no es más que una mera pose para la comunidad internacional.
En pocas semanas, Sudán ha pasado de ser un país que acogía a alrededor de un millón de refugiados a generar miles de desplazados dentro y fuera de sus fronteras. Los países que lo rodean, sobre todo Egipto, Chad, Sudán del Sur y Etiopía, necesitan estabilidad en territorio sudanés, pues el conflicto podría repercutir negativamente en ellos.
Parece que la comunidad internacional tendrá que esperar a que los contendientes bajen el nivel de las hostilidades o a que las SAF de Al Burhan se hagan con el control de la situación, al menos en la mayor parte del país. Entonces será muy importante aprender de las experiencias negativas acumuladas en estos cuatro años pasados desde la caída de Omar Hassan al Bashir para iniciar un camino de negociaciones que involucre a todos los componentes de la sociedad y que discuta sobre un modelo de país que integre la diversidad cultural y cree cohesión social entre el centro y las periferias.
Por Carla Fibla García-Sala
Durante la dictadura de Omar Hassan al Bashir, los trámites para conseguir no solo el visado, sino los salvoconductos para moverse por el país eran una pesadilla. Aconsejaban incluso destinar uno de los días de estancia allí a ese papeleo oficial imprescindible para que el viaje no fuera en balde. Pero en esa siempre frustrante y tediosa amalgama había un oasis: el Hotel Acropole de Jartum.
Semanas antes de emprender el viaje, un correo o una llamada al hotel eran suficientes. El modesto lugar disponía de todos los servicios para trabajar y organizarse. La diplomacia del Acropole funcionaba y permitía que al llegar a la capital sudanesa solo hiciera falta presentarse en los diferentes ministerios para recoger los permisos y acreditaciones.
Thanasis Pagoulatos y sus hermanos, George y Makis (que nacieron en el Acropole), pasaban muchas horas detrás del cristal repleto de pegatinas de todos los medios de comunicación a los que habían facilitado su trabajo en el país.
Tras díez días escondido en el hotel escuchando fuego cruzado, Pagoulatos cogió a finales de abril su pasaporte, el portátil y una muda, y al recorrer las calles que tan bien conoce se dio cuenta de que esta vez no podrían quedarse y aceptó la expatriación. El Acropole no cerró sus puertas durante los golpes de Estado, ni con los levantamientos populares y la inseguridad de finales de 2019, cuando se acabó el Gobierno de Al Bashir. «Es como si una parte de mí me hubiese sido extraída», explicó a la agencia Reuters desde Atenas, al haber dejado atrás el lugar donde vivió toda su vida. «Tengo casi 80 años. Jartum, Sudán, es parte de mi vida».
Abierto en 1952 por su padre, el señor Panaghis, quien huyó de Grecia en los últimos días de la II Guerra Mundial, el Acropole era el hotel más antiguo de la ciudad. Situado en pleno centro de la capital y sin haber perdido nunca el color marrón arena de su fachada, se convirtió durante más de 70 años en el lugar de descanso y encuentro de periodistas, trabajadores sociales, diplomáticos, empresarios y aventureros. Un negocio familiar que, como apunta un apesadumbrado Pagoulatos, pretendió ser siempre un espacio práctico, antes que moderno o lujoso, que ofrecía soluciones en un entorno complejo.
La atención con la que la familia dirigió esta referencia de la ciudad, será difícil de olvidar. «Hemos visto muchos golpes de Estado y cambios, pero nunca algo como lo que está sucediendo ahora. Nunca nos habíamos planteado dejar Sudán».