Publicado por Chema Caballero en |
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Las antenas telefónicas dominan el paisaje, compiten con los impresionantes baobabs que durante siglos han reinado absolutamente en las regiones del norte de Benín, en pleno Sahel. La señal de 4G llega potente a todas partes. La mayoría de los jóvenes, incluso los peuls que se pasan el día pastoreando sus rebaños de vacas, portan teléfonos móviles de fabricación china que adquieren por el equivalente a unos veinticinco euros.
Las antenas parabólicas no se quedan atrás. Plantadas sobre los tejados de bares, cines o las casas de los más pudientes, enlazan ese recóndito enclave con las grandes metrópolis mundiales, mucho más allá de Porto Novo o Cotonú, ciudades que pocas veces se asoman a los televisores conectados a ellas. Son responsables de que los locales se llenen en cuanto un balón empieza a rodar en un campo de fútbol en cualquier parte del mundo. En ausencia del deporte rey, triunfan los canales musicales o los culebrones latinoamericanos traducidos al francés.
Parece una gran noticia que en ese apartado rincón de África, donde el polvo lo invade todo y el sol quema, se disfrute de las últimas tecnologías y sus gentes conozcan lo que sucede en cualquier lugar del globo. «Pero, ¿es esto desarrollo?», pregunta Kader con mucha rabia.
A pesar del aparente progreso, no hay médicos en la zona, los enfermeros visitan los pueblos rara vez, los maestros tardan en recibir sus salarios y muchos días, ante el retraso, se niegan a dar clase, así que los niños se quedan en la calle. Las carreteras son de tierra, llenas de arena que llega del desierto y hace patinar a coches y motos. También los viejos camiones, que ya cumplieron su ciclo vital en Europa, cargados hasta más no poder de algodón, sortean, muy despacio, esos caminos con el único miedo a la avería mecánica que les vararía eternamente bajo el sol abrasador que puede hacer coger fuego a su valiosa mercancía en cualquier momento.
El algodón es omnipresente. Desde el Gobierno beninés se incentiva su plantación y la del anacardo. Los campesinos casi se ven forzados a ello y dejan de cultivar el maíz o el mijo, que es lo que se come. Tienen que esperar a vender sus cosechas, al precio fijado por el Estado, que controla todo el proceso del llamado oro blanco, para poder comprar la comida que antes obtenían de sus campos. Sin embargo, muchas veces, ese dinero, que llega de golpe al final de la recolección, se utiliza para adquirir los móviles o la camiseta del equipo de fútbol favorito, también de fabricación china, en el mercado semanal. Así que son las mujeres las que con sus pequeños huertos y su ingeniosidad, una vez más, como en tantas otras partes de África, alimentan a la familia y pagan el colegio de los niños.
Por cierto, no hay electricidad, pero las antenas telefónicas funcionan permanentemente gracias a generadores de gasoil. Los mismos, más pequeños, que hacen posible que los forofos no se pierdan ni un solo partido.
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