Tierra de Misión

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Tribuna MN: Alfonso Armada, periodista y escritor.

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Estaba convencido, porque a la memoria le acomodaba mejor la imagen, que lo que Simone Weil experimentó una noche de invierno en un pueblo portugués –una procesión de mujeres de pescadores cantando con sus críos– aconteció en Nazaré. Sin embargo, como me corrigió hace unos meses una buena conocedora de la filósofa en un homenaje a José Jiménez Lozano –Sara de Ur o El mudejarillo, sobre san Juan de la Cruz, son de esos libros que hay que leer para creer–, la epifanía ocurrió en Viana do Castelo. A cuenta de lo que sintió allí, ella apuntó: «Tuve la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos y que quienes son esclavos tienen por fuerza que profesarla, y yo entre ellas».

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Cuando estudiaba bachillerato y todavía no sabía lo que quería ser de mayor, y mi fe parecía el mejor chaleco antibalas posible, me vi como misionero en África. No perseveré. Empecé a darme cuenta de que con las palabras podía acomodar el mundo y sentirme menos lastimado por él. Estudiaba en un colegio del Opus Dei, pero no acababan de convencerme las formas y maneras de la Obra. Sentía tal vez la misma desconfianza que pronto empecé a sentir por los partidos en los que militaban mis amigos izquierdistas, convencidos de que era necesario ser implacables para cambiar el mundo. Hasta por medio de la violencia. En aquella época no nos horrorizaban los crímenes de ETA. Una de las mayores vergüenzas de aquellos tiempos. 

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 Fue en la universidad cuando perdí la fe. Cuando pude comparar lo que me habían enseñado con la realidad, una realidad a la que hasta entonces no había tenido acceso. La fe de mis mayores, la fe de mi infancia, que me hacía vivir la Semana Santa con tanta devoción que no me costaba nada dejar los juegos con mis primos para asistir a los oficios que celebraba el padre Isaac en Coia, el barrio de Vigo donde nací, se evaporó. Las misas perdieron tanto sentido como significado. Cierto que todavía me embargaba la emoción cuando escuchaba a Johan Sebastian Bach –como todavía me ocurre–, pero la fe en Dios y en todo lo que conlleva se convirtió en una suerte de rencor, algo adolescente y áspera, en la que pagaron justos por pecadores. 

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De manera accidental comencé a viajar a África como periodista. Empecé de la forma más brutal: en abril de 1994 en Ruanda, en lo que se convertiría en un genocidio. Conocí a los primeros misioneros de carne y hueso. En Ruanda, en Zaire –después República Democrática de Congo–, en Burundi, en Angola, en Liberia… Mientras que en España solo entraba en las iglesias cuando estaban vacías, o se celebraba un bautizo, una boda o un funeral, empecé a volver a misa en África. Cuando las monjas o los curas me invitaban. Misas que duraban infinitamente más que las españolas. Porque allí se cantaba, se bailaba, se creía en el milagro de la transubstanciación. Era como recuperar aquella fe de la infancia, pero no de forma ingenua, como si los africanos fueran menores de edad deslumbrados por una religión que les prometía una salvación, un camino de compasión y justicia, donde la pasión de un Dios que se hizo hombre y murió en una cruz se daban la mano. Era un catolicismo de otra estirpe. En parte porque algunos de esos misioneros, con los que discutía apasionadamente de política, de compromiso, de teología, del más allá y del más acá, del derecho a sublevarse contra la opresión, del hambre de pan y del hambre espiritual, me decían que primero había que darles de comer, construir escuelas, puentes y hospitales, y luego rezar. Tenían dudas, pero creían. Y se pasaban décadas allí, no como los cooperantes, que llegaban y se iban. Asistía a sus celebraciones sin que reavivaran mi fe. Pero me quedaba hasta el final. A veces tenía que disimular la emoción que me embargaba. Como si temiera las consecuencias de volver a creer. Como si África exacerbara el conflicto entre fe e inteligencia, entre cielo y ciencia, entre el sentimiento de que algo sobrenatural estaba ocurriendo ante mis ojos y mi negativa racional a admitir que algo así fuera admisible, o lo necesitara para mi vida, para mi profesión, para mi alma.

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 Me suscribí a MUNDO NEGRO hace muchos años. No por la parte misionera, sino por la informativa. Porque me parecía una de las mejores, si no la mejor, fuente de conocimiento de la realidad africana que había en España. Y conseguí no pocos suscriptores entre familiares y amigos, como mi madre, que ahora me lee y hoy me leerá. Mi madre ha tenido en la fe una fortaleza que la ha ayudado a sobrellevar momentos difíciles. Cuando cubría guerras como reportero iba a la iglesia y rezaba por mí. Puede que alguien –acaso mi ángel de la guarda, si no se ha cansado de mi ateísmo, de mi escepticismo, de mi agnosticismo– le prestara atención. Porque siempre me sentí protegido.

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 En África sentí también algunas de las pulsiones y pasiones que devoraron la mente prodigiosa de Simone Weil. De hecho, al final de mis Cuadernos africanos, la cito. En su admirable biografía de Weil, otra Simone, Pétrement, cuenta que la autora de La gravedad y la gracia «deseaba» la desgracia, «pero al mismo tiempo que esa desgracia procediera de la necesidad. Quizá alguien diga que no quería la desgracia. Personalmente, me parece innegable que la buscó. No, desde luego, por el gusto de la desgracia. Sino en primer lugar por la necesidad de justicia. Puesto que en el mundo existe la desgracia, le resultaba insoportable no tener su cuota de ella».

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 No he buscado la desgracia. Pero tampoco la he evitado. Me he acercado al dolor de los demás. Y, gracias a Simone Weil, he vuelto a hacerme preguntas. Acabo de regresar de un íntimo viaje a mi país natal, y han vuelto a surgir preguntas radicales, como las que me hacía en África. Este artículo es, de alguna forma, una confesión. Espero que me perdonen el impudor.   


Fotografía: Tony Karumba / Getty



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