Un callejón sin salida

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Las misiones de la ONU  en áfrica, en horas bajas 


50.000 cascos azules participan en la actualidad en cinco misiones en África cuyo éxito es una utopía. Cuestionados por la población local, han tocado fondo por ser más políticas que humanitarias, además de perpetuar y agravar los conflictos.



¿Para qué sirven las misiones de paz de la ONU en África? ¿Deben permanecer en el territorio aunque no protejan a la población? ¿Son capaces de reducir la violencia y mantener la paz? ¿Cómo han llegado a estar tan lejos de una ciudadanía que pide su salida? 

75 años después de que empezaran su labor en el continente africano, con 30 operaciones a sus espaldas –ver infografía p. 11–, las misiones de paz de la ONU parecen tener menos sentido que nunca. El rechazo firme y radical de la población, que se siente ninguneada por la promesa incumplida de la comunidad internacional de que la presencia de los cascos azules les proporcionaría una vida estable y digna, o al menos en paz, contrasta con la de los analistas que, como ocurre con la propia razón de ser de la ONU, critican la evolución de las mismas, pero afirman que sin su existencia la situación de los países en los que se ha intervenido sería peor.

Desde la complejidad de ir más allá de las hipótesis y centrándonos en hechos y datos, el balance de las misiones de paz de la ONU en África, los llamados cascos azules –que incluyen a militares, policía y personal civil– es muy deficitario. De la treintena de misiones ejecutadas, solo en tres países –Sierra Leona, Liberia y Costa de Marfil– la ONU considera que ha convertido en éxito su acción, frente a los fracasos más destacados en República Centroafricana, República Democrática de Congo y Sahara Occidental, tres de los cinco lugares donde las misiones siguen activas –las otras dos son Sudán del Sur y Abyei, un territorio disputado por Sudán y Sudán del Sur–, dejando en otro nivel de ineficiencia el genocidio de Ruanda de 1994 en el que fueron asesinadas 800.000 personas en solo 100 días.

Sobre estas líneas, efectivos de la MONUSCO ante la base de Goma dialogan con manifestantes en julio de 2022. Fotografía: Michel Lunanda / Getty



La frágil situación de las misiones de paz de la ONU activas en el continente africano, donde permanecen atrincheradas y han pasado a tener como misión principal protegerse a sí mismas, coincide con el peor momento de la diplomacia francesa como gran referente excolonial. En el último lustro, París solo ha cosechado fiascos y acaba de cerrar 2023 como un annus horribilis en África, donde mantiene solo cierta capacidad de maniobra militar en Yibuti, Chad, Costa de Marfil, Senegal y Gabón. Este escenario coincide también con la consolidación del grupo ruso Wagner en RCA, Malí, Libia, Sudán y la sospecha de que también presta sus servicios –basados en seguridad, al margen del respeto de los derechos humanos, a cambio de recursos naturales– en Guinea Ecuatorial, Ruanda, Mozambique y Madagascar. Rusia tiene acuerdos de cooperación militar con 40 países africanos –el último en firmar, a finales de enero, ha sido Níger– y exporta más de la mitad del armamento del que disponen Argelia, Sudán del Sur, Uganda y Angola. De hecho, a finales de 2023, Igor Korotchenko, excoronel cercano al Ministerio de Defensa de Rusia, declaró que una nueva Africa Corps, rememorando al Cuerpo Africano Alemán nazi que fue enviado al norte de África en 1941, «está formándose» para empezar a actuar en Libia.

Reconocer el fracaso

A finales de septiembre de 2022, la ciudad de Goma, capital de Kivu norte, en el este de RDC, estaba sometida a un toque de queda tras la puesta del sol. El asesinato de 50 civiles el 30 de agosto de ese año a manos de la Guardia Republicana y otras unidades armadas llamadas Uwezo/wazalendo (‘Iglesia de los patriotas’, en suajili) para demostrar la inutilidad de la misión de paz, desató una ola de protestas ante la sede de la MONUSCO. El Movimiento LUCHA intentó que no fuera violenta, pero la desesperación, rabia e impotencia de los ciudadanos puso en una situación extrema a los efectivos de la ONU. La nula presencia de occidentales por las calles de Goma y la crítica unánime de organizaciones locales y expertos entrevistados esos días por MUNDO NEGRO indicaban una situación sin marcha atrás. De hecho, la ONU reconoció que su salida del país se tendría que realizar por su incapacidad para contener a los más de 100 grupos armados que campan a sus anchas por el territorio, frente a los poco más de 10 activos cuando llegó la MONUSCO. Año y medio después, con la excusa de facilitar las elecciones presidenciales del pasado mes de diciembre, la misión de paz de la ONU sigue operativa.

En cambio, en Malí, la MINUSMA retiró a sus últimos efectivos en diciembre de 2023 tras una década intentando contribuir a la estabilización del país frente a la insurgencia liderada por grupos yihadistas. Esta misión, desplegada después de que en 2013 Francia redujera a los radicales que pretendían tomar el país, siempre se enfrentó a dificultades, alcanzando su punto álgido con los dos golpes de Estado de 2021 y la petición de la Junta militar al grupo Wagner de desplegar sus efectivos junto al Ejército nacional. «Las misiones no pueden alcanzar su objetivo final de resolver conflictos, pero sí deben llegar a objetivos intermedios como preservar los altos el fuego», reconoció Jean-Pierre Lacroix, subsecretario general para Operaciones de Mantenimiento de la Paz de la ONU a mediados del año pasado. Este importante gesto de humildad no está, sin embargo, a la altura de los informes de la ONU en los que se han reconocido violaciones y abusos de poder sobre la población en varias misiones.

Una manifestación en Bangui a favor de Wagner en marzo de 2023. Fotografía: Barbara Debout / Getty


«Las misiones de paz son útiles pero no perfectas. Si no hubieran existido, la situación sería peor, lo que no quiere decir que hayan cumplido sus mandatos o que funcionen bien. A veces son un mal menor, no protegen a los civiles», asegura Mariano Aguirre, investigador asociado de Chantam House y asesor político de la red de América Latina de la Fundación Friedrich Ebert.

La razones que apunta Aguirre para explicar la evolución de las mismas pasan por «el alto grado de complejidad» de los conflictos en los que se involucran, con «múltiples grupos armados con intereses diversos, con o sin beneficios económicos, o la división en los gobiernos». Esta situación hace que su actuación sea siempre criticable, por no poder tomar parte ni siquiera por la población a la que tienen que proteger por mandato. Otra razón que apunta Aguirre es que son misiones «muy militarizadas» que no entienden el contexto social, político o identitario de los lugares de acción, como le ocurrió a Francia en el Sahel.

El investigador de Chantam House también apunta a la «jerarquización» que sufren las misiones dentro de la ONU, «entre los que pagan, pero no mandan efectivos, y al contrario», y la inercia que se registra en la implementación de las misiones al hablar de «protección de los civiles». La solución pasa, para este experto, por dar más poder a los mandos civiles de las misiones de paz. «Cuando una misión tiene que proteger civiles luchando contra una insurgencia que está mezclada en la población, se convierte en una misión imposible».

Hace más de dos décadas, las misiones de paz debían conducir a la estabilización que permitiera la construcción de la paz y, por último, de un estado. Esa correlación «ha fracasado y, como las grandes potencias de la ONU no se ponen de acuerdo, las misiones deberán ser más específicas, con mandatos menos complejos, limitarlas a la protección de los civiles y entrega de ayuda humanitaria». Es decir, acciones concretas abarcables, reduciendo las expectativas, para que cada misión deje de ser imposible.


El entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan, pasa revista a los cascos azules de Mongolia desplegados en Sierra Leona en 2006. Fotografía: Issouf Sanogo / Getty

De RCA a Sudán

«La situación ha mejorado en los  últimos años. Las ciudades han sido liberadas, pero los grupos disidentes armados, sobre todo los antiguos selekas y la Coalición Patriótica para Centroáfrica (CPC), dirigida por el antiguo presidente Bozizé, se han convertido en asaltadores de caminos. Son grupos armados sin control», explica a MUNDO NEGRO desde Bangui una fuente civil internacional que prefiere mantener el anonimato. «La CPC se ha unido al grupo rebelde Trois R (Tres R), que ataca a vehículos y pueblos. Entran y matan, incluso han reactivado el enfrentamiento entre los pastores y la población», añade.

Las fronteras son muy inseguras, en especial la de República Centroafricana con Chad. Solo la capital y las grandes ciudades, que domina Wagner, están tranquilas. «Wagner llegó en 2018 y la UE, que formaba al Ejército nacional, empezó a retirarse. Fue una bofetada para Europa. Los wagner son los dueños del país, con un desprecio enorme hacia la población y las instituciones. Entran en las casas y roban con la excusa de buscar a rebeldes. Actúan con total impunidad. Es un ejército de ocupación, no de liberación», insiste la misma fuente. 

Las organizaciones de ayuda humanitaria aseguran que la violación de los derechos humanos por parte de los mercenarios de Wagner es constante, además de estar ejecutando una explotación salvaje de minerales o maderas. «El grupo Wagner es la guardia pretoriana del presidente, que les ha dado libertad para actuar con impunidad. Y la MINUSCA, que es una mera decoración, está muy tocada por la presencia de los rusos. Están completamente anulados», explica tras describir que los wagner se mueven con la cara tapada, no hablan una sola palabra  y cometen graves violaciones de los derechos humanos que la MINUSCA ha podido documentar.

Un manifestante en Bamako sostiene, en febrero de 2022, un cartel que reza: «Francia, el jardinero del terrorismo». Fotografía: Florent Vergnes / Getty


República Centroafricana es un país pobre y más aislado que nunca a pesar de su estratégica situación geográfica. El conflicto, que empezó en 2012, ha paralizado la capacidad de reacción de la población, víctima del deterioro de las infraestructuras por falta de inversión. Incluso las ayudas internacionales han mermado por el temor a acabar en manos de Wagner. «La mortalidad infantil se ha disparado, no hay medicamentos y las escuelas no funcionan. La población rural busca algo en los campos para sobrevivir mientras las grandes ciudades han doblado su población. La gente se desplaza a pie por no poder pagar el carburante. La crisis económica es brutal», continúa la misma fuente. 

La década que la MINUSCA lleva desplegada en RCA ha generado una frustración creciente entre la población. «Tienen máquinas con las que podrían arreglar las carreteras, pero no hacen nada. Antes de que llegara Wagner lo hacían para, al menos, lavar su imagen, pero ahora se han parapetado en sus bases y todo el mundo se pregunta qué hacen aquí. Siempre fue una presencia neutra que permitía todo tipo de atropellos, a menudo flirteando con grupos armados. El balance de sus diez años en el país es muy negativo. La población los desprecia porque su inacción es insultante».

La falta de inversión en desarrollo y diálogo también se echa en falta en la misión de la ONU en Sudán. En la actualidad, con más de seis millones de refugiados y desplazados internos en menos de un año de conflicto, observadores en el terreno aseguran que «siguen mirando hacia otro lado».

«Hay cierta normalidad en las regiones controladas por el Ejército, que cada vez son menos, pero en las zonas bajo las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), los saqueos y violaciones de mujeres son constantes», explican fuentes de la cooperación internacional desde Port Sudan, para añadir que «la misión de la ONU es un fracaso aunque han conseguido cierta tranquilidad en parte de Darfur. El problema es que al firmar el Acuerdo de Yuba para la integración de algunos grupos rebeldes, se anuló el de 2019, que marcaba cuándo se entregaría el poder a los civiles. Por lo que este integró a estos grupos civiles pero anuló la hoja de ruta y el proceso quedó viciado».

Sudán tiene casi dos millones de kilómetros cuadrados, con zonas de complejo acceso no solo para las organizaciones internacionales –la tasa de mortalidad se ha multiplicado por 20 en Darfur desde abril de 2023, según Médicos Sin Fronteras– sino para el Ejército regular. El avance de las RSF y su «maltrato a la población, con continuos crímenes, incluso de carácter terrorista» marcan un conflicto en el que la ONU tampoco ha sido capaz de proteger a los civiles.


Desplazados internos sudaneses ante un vehículo de la misión de Darfur, en 2019. Fotografía: Ashraf Shazly / Getty

Autoprotección

Boubar El Hadji Ba, investigador del Centro de Análisis sobre Gobernanza y Seguridad en el Sahel de Bamako (Malí), tiene un extenso trabajo de documentación y análisis sobre la evolución de la violencia en la región, vinculando los conflictos de la región con movimientos migratorios y con confrontaciones internas –como la agropastoral–, o con el desarrollo de grupos yihadistas.

El limitado conocimiento y contexto del terreno de las misiones de paz de la ONU aparece detallado en sus informes, que ofrecen las claves de la extensión de una ideología yihadista transnacional, la relación entre cambio climático y terrorismo, los nuevos modelos de gobernanza de grupos armados o la influencia cada vez mayor de países como Rusia, China, Turquía, Irán o Arabia Saudí, que acceden al continente en aras de sus intereses y sin ofrecer falsas promesas a la población. «En Malí, la fusión de las dinámicas de varios conflictos –hostilidad por el acceso a fuentes naturales y desafíos de seguridad–, la débil gobernanza, el desempleo y la falta de oportunidades han debilitado las zonas rurales e invitado a los jóvenes a entrar en la violencia. La incapacidad para encontrar soluciones equitativas y sostenidas basadas en la identidad ha provocado una ruptura social entre comunidades rurales y ha debilitado la cohesión social», ilustra Ba en una publicación sobre la región de Mopti, en el centro de Malí.   

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