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Por P. Celestino Epalanga, sj desde Luanda
Con una población estimada de 35 millones de personas, Angola es uno de los países más jóvenes del África subsahariana. La mayoría de sus habitantes son extremadamente jóvenes, y aunque el 65 % de ellos –más de 21 millones– son menores de 25 años, con lo que eso podría suponer para impulsar el desarrollo económico y social del país, hoy los angoleños son más pobres y viven menos que hace cinco años. Expansão publicaba el pasado 22 de marzo que su esperanza media de vida «ha bajado de 62,4 a 61,9 años». Ese mismo diario señalaba el pasado 4 de abril que el PIB per cápita «volvió a caer, situándose en 2.566 dólares».
Angola obtuvo su independencia de Portugal en 1975 y a continuación se enfrascó en una guerra civil que acabó en 2002. Desde que se zafó de la metrópoli, un solo partido ha dominado la escena política, el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), pero su hegemonía comenzó a tambalearse en las quintas elecciones generales, celebradas el 24 de agosto de 2022, las más disputadas de la historia. Por primera vez desde el final del sistema de partido único, hace más de 30 años, el MPLA estuvo a punto de perder el poder. Sin embargo, João Manuel Gonçalves Lourenço fue reelegido presidente de la República. Su partido obtuvo el 51,70 % de los sufragios, lo que se tradujo en 130 diputados en la Asamblea Nacional.
El principal partido de la oposición, la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA) y algunas organizaciones de la sociedad civil que supervisaron el proceso electoral afirmaron que, en realidad, el MPLA había perdido los comicios, lo que generó disputas entre los partidos y también en amplios sectores de la sociedad civil. El Gobierno tuvo que inundar las calles de vehículos militares y policiales para impedir que los ciudadanos salieran a impugnar los resultados.
Lo que no tuvo precedentes fue la pérdida de la capital, Luanda, el enclave de Cabinda y la provincia de Zaire por parte del MPLA, además del voto exterior. Tras tres décadas de elecciones, los angoleños repartidos por el mundo pudieron ir a las urnas por primera vez. Los resultados confirmaron los temores del Gobierno a permitir que la diáspora ejerciera ese derecho.
El proceso electoral de 2022 estuvo empañado, una vez más, por numerosas y graves irregularidades. El MPLA puso todos los recursos del Estado, incluidos los medios de -comunicación públicos, al servicio de su -maquinaria electoral. El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos fue incapaz de explicar por qué aparecían ciudadanos fallecidos en el censo electoral y la Comisión Electoral Nacional violó la ley al no publicar las listas de los que votaron e impedir una auditoría independiente de su base de datos. Funcionarios del Estado como profesores, enfermeros o médicos, pero también estudiantes y miembros de diversas Iglesias, fueron obligados a participar en la campaña electoral del MPLA so pena de sufrir represalias en sus lugares de trabajo o estudio, lo que supuso una grave violación de su libertad de conciencia.
«No todo fue mal». Esta recurrente expresión entre los angoleños, referida a los comicios de 2022, no es una muestra de conformismo, sino del reconocimiento de que, a pesar de las irregularidades, las deficiencias del proceso electoral y la mayor cobertura dada al MPLA por los medios de comunicación públicos, la oposición se coaligó por primera vez. El Frente Patriótico Unido –-integrado por UNITA, el Bloque Democrático y PRA-JA Servir Angola-– hizo frente al MPLA. Los 90 diputados de UNITA se convirtieron en un hito sin precedentes desde las primeras elecciones multipartidistas de 1992.
La inmensa mayoría de la población desea cambios en la jefatura del Estado y muchos tienen puestas sus miradas en el líder de la oposición, Adalberto Costa Júnior. Aunque en su primera declaración tras los comicios de 2022 no reconoció la victoria del MPLA y pidió un recuento independiente, llamó a la calma a sus electores para evitar violencias poselectorales. Desde el inicio de la legislatura se ha propuesto realizar una oposición responsable, tarea muy complicada en un país polarizado políticamente.
Casi dos años después de los comicios, el balance de la gestión del Gobierno es cuestionable. La lucha contra la corrupción, que ha sido el caballo de batalla del presidente Lourenço desde que llegó al poder en 2017, sigue presentando lagunas. Su opción por la vía judicial, investigando ciertos casos de corrupción que han llevado a algunos de los encausados a ser juzgados y condenados, se ha demostrado, con el tiempo, incapaz de producir los efectos deseados porque no se ha visto acompañada por la promoción de la transparencia en la gestión de los asuntos públicos.
Un ejemplo de ello es el informe de ejecución de los presupuestos generales del Estado del tercer trimestre de 2023. De las 88 misiones diplomáticas y consulares angoleñas repartidas por el mundo, 29 no informaron sobre sus gastos, 36 lo hicieron de forma irregular y solo 23 cumplieron el procedimiento de acuerdo a lo estipulado. Con respecto a los ayuntamientos, 118 de 134 no informaron –o lo hicieron de forma improcedente– sobre la forma de gastar sus recursos. Lo más grave es que nadie se ha responsabilizado de ello.
Otro caso paradigmático de falta de transparencia en la gestión de los asuntos públicos es el del Ministerio de Sanidad, que a finales de marzo de este año todavía no había rendido cuentas del dinero empleado durante la pandemia.
La corrupción y la falta de transparencia explican que la inmensa mayoría de los angoleños sean pobres a pesar de vivir en un país con enormes posibilidades económicas. Segundo mayor productor de petróleo en África después de Nigeria, es también rico en diamantes, oro, madera, granito, manganeso, recursos marinos y los llamados minerales raros, buscados por las grandes potencias del Norte por su importancia de cara a la transición energética. Muchos científicos la defienden como la respuesta al grave impacto climático generado por el uso intensivo de petróleo, carbón y gas natural, pero parecen olvidar que esta transición «verde» hacia las emisiones cero de carbono necesita una producción intensiva de minerales, lo que provoca deforestación e injusticia en el Sur.
Angola posee 36 de los 51 minerales considerados críticos. Entre ellos, cuenta con cromo, cobalto, cobre, grafito, plomo, litio o níquel. A pesar de su enorme potencial, es considerado uno de los peores países del mundo para nacer.
Hace décadas, las muertes en Angola eran provocadas por la guerra, pero desde que esta terminó hace 22 años, la malaria y el hambre son dos de los principales responsables de las muertes no naturales de los ciudadanos del país.
Durante las últimas décadas, el Gobierno ha gastado millones de euros para erradicar el hambre y la malaria, pero los resultados no son satisfactorios, y esta última sigue siendo la principal causa de muerte en la nación. Las mujeres embarazadas y los niños menores de cinco años son los grupos más vulnerables a esta enfermedad, cuya erradicación no es misión imposible, como han demostrado Cabo Verde, Sudáfrica, Santo Tomé y Príncipe o Namibia. Sin embargo, acabar con ella requiere compromiso y determinación, algo que no se ve en Angola dada la flagrante falta de saneamiento básico y de políticas sanitarias preventivas.
Para hacer frente al paludismo, el Gobierno ha optado por invertir en la construcción de modernos hospitales, pero los resultados no son satisfactorios. ¿Por qué el Ejecutivo de Lourenço insiste en la fórmula a pesar de no obtener resultados positivos? La única razón por la que no apuesta masivamente por servicios sanitarios primarios en detrimento de la construcción de grandes centros hospitalarios es que, como han señalado diversos estudios sobre la corrupción en Angola, este tipo de proyectos son también los grandes «santuarios» de la corrupción.
El pasado 29 de marzo, el Jornal de Angola indicaba que en 2023 se habían diagnosticado 12 millones de casos de malaria en el país y que más de 6.000 personas murieron por falta de médicos, enfermeros, medicamentos, equipos de laboratorio y ambulancias en muchos de los hospitales, incluidos los más nuevos. La falta de recursos humanos y materiales en estos centros es muestra de las malas políticas sanitarias del Ejecutivo de Luanda. El informe de seguimiento del sector de la salud que ha realizado la Comisión Episcopal de Justicia y Paz de la Conferencia Episcopal de Angola y Santo Tomé desde 2019 concluye que el lamentable estado de la salud en todo el país se debe esencialmente al abandono del sistema primario y a la corrupción, arraigada en todas las esferas de la sociedad angoleña.
El hambre es otra arma letal en Angola, un país de paradojas donde muchos agricultores pierden sus cosechas por falta de medios para transportarlos a los grandes centros urbanos y donde, al mismo tiempo, escasean los principales productos de la cesta básica de alimentos. La consultora internacional Deloitte ha advertido de que miles de ciudadanos, especialmente niños y ancianos, son víctimas del hambre y de desnutrición crónica. Según un estudio de UNICEF, entre 2021 y 2022 se contabilizaron en el país alrededor de 200.000 casos de malnutrición severa en niños menores de cinco años, mientras que en 2023 alrededor de 4.000 niños murieron por este motivo. El país carece de medicamentos para tratar la desnutrición y más niños fallecerán por esta causa en los próximos meses si el Gobierno no encuentra soluciones a corto plazo.
Kwenda, uno de los programas más recientes de lucha contra la pobreza, tiene un presupuesto de 420 millones de dólares, de los cuales 320 son financiados por el Banco Mundial y los otros 100 por el Tesoro Nacional. Sin embargo, no está dando resultados satisfactorios. Tampoco tienen efecto los llamamientos del Fondo Monetario Internacional al Gobierno de Lourenço para que ofrezca una mayor protección a los más pobres, invierta en la diversificación de la economía, luche contra la corrupción para crear un buen entorno empresarial y apueste significativamente por la educación. Por el contrario, la situación social se deteriora día a día.
El precio de la cesta básica es nueve veces superior al salario mínimo, de aproximadamente 33.000 kuanzas, el equivalente a 39 euros. El país asiste a una crisis económica que provoca la devaluación de la moneda nacional, lo que significa que las familias angoleñas pierden sistemáticamente poder adquisitivo. Hoy en día, casi ninguna familia está en condiciones de comprar lo fundamental para subsistir sin tener que asociarse con otra unidad familiar en el llamado «fenómeno del socio», por el que varias personas ponen en común su dinero para comprar productos alimenticios y luego repartírselos equitativamente. Ante la imposibilidad de vivir del sueldo mensual, los sindicatos y los partidos de la oposición instigan al Gobierno para que aumente el salario mínimo, pero el Ejecutivo argumenta que no tiene recursos suficientes para hacerlo en el caso de los funcionarios.
Angola atraviesa una profunda crisis socioeconómica y financiera y le esperan años difíciles hasta las próximas elecciones generales, que deberán celebrarse en 2027. El Gobierno de João Lourenço se ha quedado sin soluciones para hacer frente a la crisis que sufre el país desde hace una década. A pesar de los préstamos que el país ha recibido, cada día se ven más personas en vertederos y basureros en busca de alimentos. Mientras la gran mayoría de la población lucha por sobrevivir día a día, la pequeña oligarquía despilfarra el dinero público en coches de lujo, casas millonarias y otros bienes y servicios, poniendo en peligro el futuro de las generaciones venideras y postergando los sueños de millones de ciudadanos. Esta situación hace que miles de angoleños elijan, casi obligados, el camino de la emigración en busca de mejores condiciones de vida en Portugal, Brasil y otros lugares. Angola está perdiendo lo mejor que tiene, a su ciudadanía, un recurso esencial para construir un país que quiere ser fuerte y desarrollado.
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