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Texto de Patricia Simón y fotos de Ricard García Vilanova, desde Pemba (Mozambique)
«Anoche hubo una redada en una mezquita cercana y no sabemos a cuántas personas se llevaron detenidas. Aquí el problema no es solo la violencia yihadista, sino también la del Estado: las Fuerzas de Seguridad emplean una represión indiscriminada, entran en las casas por las noches, se llevan a jóvenes o a familias completas, sin abogados, ni garantías, ni juicios justos… Hace unos meses dejaron morir en el hospital a unos supuestos insurgentes, no les atendieron. Esta espiral de violencia no se puede combatir con más -violencia».
El P. Ricardo Mendes se ha cambiado de camiseta para hacer la entrevista tras saber que la grabaríamos en vídeo. Se ha quitado la de tirantes de baloncesto y se ha enfundado una con una ilustración de una anciana que nos guiña un ojo. Este portugués de casi dos metros de altura llegó a Cabo Delgado hace siete años, poco antes de cumplir los 40 y justo cuando el crecimiento del fundamentalismo islamista empezaba a ser palpable en la provincia más pobre de Mozambique, uno de los diez países más empobrecidos del planeta. Allí, desde un principio, hizo equipo con el español Eduardo Andrés Roca Oliver, párroco en la misión de San Carlos Lwanga de Mahate, uno de los barrios periféricos más empobrecidos de Pemba, la capital de la región. Desde entonces, han convertido en varias ocasiones sus iglesias en refugio de cientos de familias flageladas por la violencia. Y a sus feligreses, en una comunidad comprometida en la defensa de sus derechos fundamentales.
Alrededor del P. Mendes, un hombre de trato campechano que siempre parece mantener la calma, una colmena de jóvenes recogen sacos, ollas y leña. Son algunos de las decenas de voluntarios de la parroquia de María Auxiliadora, la más grande de -Pemba. Esta ciudad de unos 200.000 habitantes había conseguido durante los últimos años conjugar su versión como destino turístico de lujo para las élites africana y árabe –además de atraer el turismo de clase media -europea–, con ser uno de los principales refugios para las más de 800.000 personas que, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), han tenido que huir de sus hogares desde 2017, cuando los grupos yihadistas perpetraron el primer ataque en Mozambique. Solo Pemba ha recibido, en apenas cuatro años, más de 160.000 desplazados; al menos, un tercio de ellos, menores.
Son las 12 de la mañana y un grupo de jóvenes carga en la parte trasera de la pick-up el arroz y el pollo que han cocinado tras salir de clase. Estudian en centros vinculados a la Iglesia católica. Cabo Delgado, con una extensión mayor a la de Portugal y casi dos millones y medio de habitantes, es la región con menos institutos de Secundaria del país. Es solo un ejemplo del abandono estructural que sufre por parte de un Estado mozambiqueño gobernado por miembros de la etnia makonde. Esta comunidad, mayoritariamente cristiana, logró su poderío tras el papel determinante que jugó en la guerra por la independencia de Portugal. Desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1975, ha concentrado casi todo el poder político y económico del país. Mientras, los macuas y los mwaníes, los pueblos con más población en la provincia de Cabo Delgado, en su mayoría musulmana, han visto, a la vez que su influencia se reducía, cómo su situación de pobreza se agravaba. Son precisamente sus jóvenes los que están siendo reclutados por Al-Shabaab, los salafistas que recientemente declararon su lealtad al Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés). Y son estas dos comunidades las que más están sufriendo sus crímenes de lesa humanidad.
«Es importante entender que no se trata de una guerra religiosa la que estamos viviendo aquí. Por eso, sus ataques son indiscriminados. Si atacan a los cristianos cuando llegan a una población es porque están entre la población, no porque los busquen de manera directa. Aquí en Cabo Delgado, siendo su gente en un 90 % musulmana, la relación siempre ha sido muy pacífica con el cristianismo», explica el P. Mendes, que se toma esta entrevista como una forma de combatir la desesperación e impotencia que le provoca la inacción gubernamental y de la comunidad internacional. «El Ejército de Mozambique no tiene capacidad militar ni estratégica para combatir a estos grupos que están organizados de manera internacional. Y, además, esto no es un asunto -mozambiqueño, ni siquiera africano. Las empresas que se llevan el gas, el petróleo o las piedras preciosas de aquí son francesas, italianas, inglesas y estadounidenses», añade, señalando así el factor que consiguió poner en el mapa informativo internacional, al menos durante unos días, la situación de Cabo Delgado.
El 26 de marzo de este año, centenares de yihadistas tomaban Palma, una ciudad de 75.000 habitantes fronteriza con Tanzania, junto a la que la petrolera francesa Total construía una planta de extracción de gas natural. El macroproyecto, en el que estaban implicadas más de 140 empresas internacionales, suponía en ese momento la mayor inversión en África. Durante días, los miembros de Al-Shabaab quemaron casas, saquearon comercios y bancos, y decapitaron, mutilaron y asesinaron a cientos de sus habitantes –la cifra exacta sigue sin conocerse–, dejando sus calles llenas de cadáveres. El Ejército de Mozambique, con apoyo logístico de varios países, tardó dos semanas en recuperar el control, mientras más de 50.000 personas lograron sobrevivir en una huida desesperada.
«Cuando vimos a los insurgentes, salimos huyendo a pie hasta Chegundé –a 100 kilómetros de -Palma–, donde permanecen nuestros padres…». Moussa no ha cumplido aún los 11 años, pero ya es el responsable de la supervivencia de sus dos hermanos pequeños. Muestra la misma contención emocional que los adultos de esta región, que relatan las escenas más perturbadoras y dolorosas sin que sus rostros trasluzcan más emoción que la peor de todas ellas: una ausencia absoluta de esperanza. Los terroristas aplican la estrategia de la tierra quemada sobre sus almas. La de Moussa es una infancia yerma: enmudece ante la pregunta de por qué ni su padre ni su madre se subieron a la barcaza en la que ellos tres navegaron durante horas, junto a decenas de desplazados, hasta desembarcar en la playa de Pemba.
Las imágenes de centenares de mujeres, hombres y niños saliendo a pie de las aguas tenían un aire de éxodo bíblico que cautivaron la atención de los televidentes de informativos de medio mundo. Vivimos en un mundo en huida, donde el fenómeno que define nuestro tiempo es el de los refugiados y desplazados. En 2020, según ACNUR, se alcanzó una nueva cifra récord: 82 millones de personas. Y mientras algunos, como Moussa y sus hermanos, llegaban en canoas de pesca, un buque crucero de la multinacional Sea Star trasladaba a la misma ciudad a 1.300 trabajadores que Total puso de inmediato a salvo. La mayoría, eran occidentales.
«Mi hermano lleva tirado ahí desde ayer, sin apenas moverse ni abrir los ojos», nos dijo Moussa señalando un bulto envuelto en una manta de motivos africanos. El gobierno local de Pemba alojaba en el pabellón deportivo a centenares de familias que no tenían quien les acogiera en sus casas ni dinero para alquilar, siquiera, un metro cuadrado pegado a una choza donde buscarse una sombra para dormir y cocinar. Esa era la situación en la que se encontraba buena parte de los desplazados que visitamos en aquellos días de abril; la misma en la que otros muchos llevaban años y en la que siguen a día de hoy: la cronificación del desplazamiento que antes hemos visto en tantos otros países.
El crío apenas respondía a nuestras llamadas y cuando, por fin, abrió los ojos, las pupilas no conseguían enfocarnos, perdidas como estaban en un estado febril y extremadamente débil. Él, con sus ocho años, era el mediano. A unos metros permanecía, tirado en silencio, mirando el techo, el más pequeño. Así pasaban las horas muchas criaturas, perdidos en la nada, bajo la mirada cuidadora de las madres. No había murmullo en el polideportivo, ni siquiera cuando voluntarios de alguna ONG repartían latas de sardinas en tomate. Entonces, los pequeños solo abrían un poco más los ojos y algunos jugaban a rodarla en el suelo.
«Cuando (los yihadistas) llegaron a Palma, huimos al bosque. Nos encontraron y allí mismo mataron a mi cuñado, delante de sus hijos», explicaba -Fátima, pausadamente, sentada en las gradas junto a sus dos hijos y sus tres sobrinos. Desarmaba el aplomo de su mirada penetrante de ojos verdes, enmarcados en un rostro anguloso subrayado por un –piercing en la nariz, como es tradición entre las mujeres mwané. Fátima, de 30 años, no necesitó adjetivos ni una palabra de más para describir el horror que ha instaurado el yihadismo, ahora también, en el África austral.
Jóvenes voluntarios de la parroquia de María Auxiliadora reparten raciones de comida, mientras algunos de ellos valoran cómo llevar al pequeño enfermo al hospital. Saben que si no les acompañan, difícilmente le atenderán ya que no tiene dinero para pagar una mordida. Al día siguiente, cuando van a buscarle para llevarle al médico, no hay rastro de los tres hermanos. Nunca como hoy hemos vivido en un mundo con tantos millones de niños y niñas cuyo paradero se perdió cuando huían. Y lo peor es que nadie les busca.
En Cabo Delgado la miseria de la mayoría de la población es absoluta: el Programa Mundial de Alimentos advierte de que casi un millón de personas se encuentran en riesgo de hambruna. Cerca de la mitad de su población. Y la causa no es solo el crecimiento de la violencia -yihadista: esta es solo una más de las que están desangrando el norte del país.
«Hay un problema también con las Fuerzas de Seguridad, que emplean, a veces, una violencia indiscriminada contra la población civil; está también la violencia empleada en el secuestro de personas que tienen algo de dinero para pedir rescates o para robarles; está la violencia de extremistas ideológicos… Y en el origen de todas ellas está la falta de perspectivas y de oportunidades para los jóvenes», explica en su despacho António Juliasse Sandramo, administrador apostólico de la diócesis de Pemba desde hace unos meses. Fue elegido de urgencia después de que el papa Francisco designara a Luiz Fernando Lisboa como obispo de Cachoeiro de Itapemirim en el estado brasileño de Espíritu Santo.
Su nombramiento fue una forma de ponerle a salvo de la campaña de descrédito e intimidación que sufría desde hacía años por parte de miembros afines al Gobierno. Monseñor Lisboa se había convertido en una de las voces más potentes y significativas en la denuncia internacional de los abusos cometidos por los Cuerpos de Seguridad en Cabo Delgado, así como en la discriminación estatal que sufría su población. Amnistía Internacional llegó a lanzar en agosto de 2020 una campaña de recogida de firmas para pedir al Ejecutivo mozambiqueño que cesase en sus ataques contra el prelado.
Ahora, su labor la continúa -António Juliasse y la Conferencia Episcopal que, el 16 de abril, apenas dos semanas después del ataque de Palma, emitió una carta firmada por todos los obispos del país. En ella sostenían que «es responsabilidad del Gobierno coordinar los esfuerzos de todos para parar la violencia (…) creando alternativas y perspectivas de vida y de trabajo, de modo que los jóvenes no se vean tentados por las redes de insurgentes». Unas redes que pagan pequeños salarios a aquellos que se unen a las filas -terroristas.
«Aquí los jóvenes no tienen empleo ni saben qué hacer con su futuro. Tienen deseos de constituir una familia y no saben cómo hacerlo. Si llega alguien con una propuesta para ganar un poquito de dinero, se lo van a pensar. Y muchos de estos jóvenes son educados sin principios morales fuertes y, por tanto, son muy vulnerables ante esas propuestas», continúa António Juliasse, consciente del peso que tienen sus palabras en un país en el que la Iglesia católica jugó un papel fundamental en las negociaciones de paz tras la guerra civil que arrasó el país hasta la firma de los acuerdos de paz de Roma en 1992.
El problema es que ahora ni siquiera hay con quien negociar: los distintos grupos que participan de Al-Shabaab no tienen líderes visibles y, desde luego, ninguna intención de buscar una solución al conflicto porque su supervivencia depende de la reproducción del caos.
Cabo Delgado es, cada vez más, una sucesión de campos de desplazados ocupados por decenas de miles de personas desde hace meses o, incluso, años. Se distinguen de las aldeas en las que viven quienes aún no se han visto obligados a huir porque las paredes de las chozas de los primeros aún tienen el bambú visto, sin tierra que los recubra, y porque en lugar de techos de paja, tienen una lona con el logo de ACNUR. Paradójicamente, los locales desearían tener una lona como esa, con la que podrían impermeabilizar sus hogares. Así es aquí el nivel de miseria.
«Necesitamos una intervención internacional con una estrategia consistente. Si continúa el problema de la pobreza, de la falta de sanidad, de la falta de trabajo, si salen del colegio y no tienen nada que hacer, la violencia continuará. Y no podemos olvidar que tenemos niños soldados en las filas yihadistas», advierte el P. Mendes, consciente de lo que cuesta recuperar a un ser humano al que le han obligado desde pequeño a olvidar que lo es.
Por Gonzalo Gómez
«Si la casa de tu vecino está en llamas y te pide ayuda, no preguntes al que te socorre por qué lo hizo». Con esas palabras, el presidente de Ruanda, Paul Kagamé, se defendía de la acusación de que la intervención realizada por su Ejército en el norte de Mozambique el pasado verano respondía a intereses cruzados de Francia y las multinacionales que operan en la región.
En julio, Ruanda envió un millar de efectivos para combatir la insurgencia de corte yihadista que desde hace cuatro años es responsable de la muerte de más 3.000 personas y el desplazamiento de 800.000 en la provincia de Cabo Delgado (Mozambique). Un mes después del despliegue, las tropas ruandesas recuperaban un importante enclave que había sido tomada por estas milicias, la ciudad de Mocímboa da Praia.
Según el Gobierno ruandés, el envío de un contingente respondía a una petición del Gobierno de Mozambique, pero la visita a Kigali del francés Emmanuel Macron en mayo levantó recelos sobre las verdaderas intenciones de la intervención. Algunos analistas señalan que Macron había sugerido que la intervención fuera ruandesa, en vez de francesa, y sirviese para defender los intereses de la compañía compañía gala Total. Ruanda, a menudo cuestionada por Naciones Unidas por su papel en el este de República Democrática de Congo y otros asuntos, ganaría según estas versiones un mayor apoyo del país europeo, que recientemente ha asumido en un informe su responsabilidad durante el genocidio de 1994.
Mercenarios rusos y sudafricanos, junto a otros, han participado también en los últimos años en la guerra de baja intensidad que acontece en Cabo Delgado.
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