Un sueño entre nubarrones

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El Gobierno de transición apura sus opciones para salvar la economía sudanesa

Por Jesús A. Núñez Villaverde
Codirector del IECAH



Los desmanes políticos de Omar Hassan al Bashir en sus 30 años de mandato ininterrumpido no esconden la inoperancia de su política económica, que ha llevado a un porcentaje lacerante de la población a vivir por debajo del umbral de la pobreza. Con menos petróleo que antes de la división de Sudán del Sur, y con un campo maltrecho y abandonado, solo queda confiar en la pericia de los gobernantes y en la ayuda exterior. 

Un año después del fin del régimen golpista de Omar Hassan al Bashir, Sudán pugna por responder positivamente a las ansias de cambio de una población mayoritariamente joven y empobrecida tras tres décadas de dictadura. La inmensa mayoría de los más de 42 millones de sudaneses sueñan con una pronta y significativa mejora de sus condiciones de vida, tanto en términos de bienestar como de seguridad, y esperan que el Ejecutivo encabezado por Abdallah Hamdok sea capaz de lograrlo. Pero, por otro lado, los nubarrones que ensombrecen dicho sueño son todavía muy oscuros: ya sea en relación con los conflictos activos en varias partes del país, con las piedras que a diario ponen en el camino los nostálgicos del viejo régimen, los que apuestan por el «cuanto peor, mejor» –el propio Hamdok sufrió un atentado el pasado 9 de marzo–, o con las notables carencias objetivas de infraestructuras de todo tipo y la extrema debilidad fiscal y presupuestaria para atender tantas necesidades. Es pronto, por supuesto, para llegar a alguna conclusión definitiva, pero es innegable reconocer las enormes dificultades que tiene el actual proceso de transición para llegar a buen puerto.

Conductores esperando para repostar en una gasolinera a las afueras de El Obeid. Fotografía: Carla Fibla García-Sala

Vecinos mal avenidos

Caracterizado en su día como el país más extenso de África, Sudán es, desde 2011, solo una parte del Estado que El Cairo y Londres decidieron crear en 1956, obligando a vivir juntos a quienes ya entonces habían demostrado sobradamente que no deseaban compartir el mismo destino. Desde el principio de su andadura como Estado soberano, ya se identificaba una poderosa fractura interna entre el norte –mayoritariamente árabe y musulmán– y el marginado sur –fundamentalmente negro, animista y cristiano–. En todo caso, como evidencian muchos otros ejemplos de desatención a las realidades sociales sobre el terreno tanto en la colonización como en la desco-lonización, aquella decisión no se tomó pensando en las necesidades o expectativas de la población local, sino en función de cálculos geopolíticos de las potencias europeas. 

Un trabajador embolsa goma arábiga en una factoría al norte de Jartum. Fotografía: Khaled Desouki / Getty



Así, en el encaje de ese amplio territorio en el nuevo marco planetario, lo que destacaba era su condición de actor subordinado a Egipto –beneficiado por Londres en el reparto de las aguas del Nilo, cuyas dos grandes ramas se unen precisamente en Jartum– y su irrelevancia en el escenario africano –al menos hasta el descubrimiento de los yacimientos de petróleo a principios de los años 80–. Hoy, liberado, al menos formalmente, de la dictadura, Sudán encara su presente con la esperanza de no desaprovechar la oportunidad de replantearse unas reglas de juego que le permitan atender tantas asignaturas pendientes como las que acumula internamente, además de asentarse en la región como un actor en paz con sus vecinos. Por el camino se ha dejado su principal fuente de ingresos, dado que el nacimiento de Sudán del Sur ha supuesto que, de los 500.000 barriles de petróleo que producía diariamente –y que suponían el 90 % de los ingresos en divisas–, ahora solo cuenta con los 115.000 que (no siempre) salen de los yacimientos de Heglig. Y aunque es cierto que su vecino del sur aún necesita sus refinerías y oleoductos para sacar el petróleo a los mercados internacionales por Port Sudan, no lo es menos que dichos yacimientos están ya en decadencia, que nada le asegura que Heglig acabe siendo territorio sursudanés (ahora mismo lo administra, pero Yuba lo reclama como propio, a la espera de una solución que no se adivina cercana) y que, con ayuda externa, se acerca el momento en el que Sudán del Sur podrá sacar su petróleo por otras vías.

Un agricultor se dirige a su vivienda en Um Sidir (El Obeid). Fotografía: Carla Fibla García-Sala



En esas condiciones, a las numerosas hipotecas del pasado se le añaden otros tantos retos de un futuro muy incierto. La posición de partida, atendiendo a sus condicionantes geopolíticos y geoeconómicos, no es nada envidiable. El pasado año, Sudán sufrió una caída en su PIB estimada en un 2,4 %, según datos del Banco Africano de Desarrollo, con una acusada contracción en el sector servicios y en el capítulo de inversión. La agricultura, que todavía supone en torno al 39 % del PIB nacional, también cayó como resultado de una pobre cosecha. Y, desde luego, la incertidumbre política no estimula precisamente la inversión privada –ni nacional ni internacional–, mientras que la inflación a finales de año llegaba al 50,6 %. Si a eso se une que las previsiones para 2020 auguran una inflación del 61,5 %, y del 67,7 % para un año después, y que se estima que este año habrá una nueva caída del PIB del 1,6 %, y del 0,8 % para 2021, es inmediato pronosticar más problemas a la vuelta de la esquina. Todo ello sin olvidar que, si en 2018 el déficit fiscal era del 7,7 %, la limitada reducción del año siguiente –hasta el 5,7 %– apenas parece un espejismo cuando se atiende a las previsiones para los siguientes ejercicios: 9,9 % en este año y 10,9 % en 2021.

Tampoco mejora la imagen si se atiende a su deuda externa, cuando se calcula que equivaldrá al 67 % del PIB (estimado en torno a los 60.000 millones de dólares para finales de este año), o cuando se constata que la libra sudanesa se ha depreciado más del doble en apenas un año. Todo eso en un país en el que una parte muy importante de la población vive por debajo de la línea de pobreza y donde más del 60 % tiene menos de 25 años.

Una vendedora de té cerca de la catedral de El Obeid. Fotografía: Carla Fibla García-Sala

Capacidades limitadas



Para hacer frente a ese panorama y superar los desafíos que se le presentan es preciso reconocer que las capacidades propias son hoy muy limitadas. De poco sirve, por ejemplo, resaltar que Sudán es el mayor exportador mundial de goma arábiga –supone en torno al 66 % de la producción total–, porque los ingresos que se derivan de esa actividad no compensan de ningún modo las pérdidas registradas por la falta de un petróleo que ahora controla Yuba en su mayor parte. Por supuesto, eso no niega que existan otros sectores con un potencial de desarrollo considerable, como ocurre por ejemplo con el agrícola. Es sabido que el 63 % del suelo sudanés es apto para uso agrícola y, sin embargo, solo el 20 % de esa superficie está siendo explotada adecuadamente. Existe, por tanto, un potencial de inversión, de empleo, de exportaciones, de diversificación productiva –con el desarrollo de una industria agroalimentaria– y, antes que nada, de seguridad alimentaria propia si se logra poner en regadío esos terrenos.

Un panadero en el horno de su negocio en Kosti. Fotografía: Carla Fibla García-Sala



Pero es imposible no señalar que ese posible desarrollo se enfrenta a un deterioro medioambiental innegable y a la incógnita de unos recursos hídricos que constituyen hoy uno de los principales factores de fricción en la región, con Etiopía empeñada en completar su ambicioso proyecto de la Gran Presa del Renacimiento, y con Egipto declarando abiertamente su intención de evitarlo a toda costa (ver ¿Qué pasa con la gran presa del Nilo?, MN 657 marzo 2020, pp. 30-35). Todo ello sin olvidar que los nuevos responsables políticos y los actores económicos nacionales carecen actualmente del poder político, de la capacidad técnica, y de la financiación necesaria para revertir una situación que, de manera sintética, se resume en una gran debilidad institucional, una abrumadora falta de infraestructuras –de transportes, de telecomunicaciones, de generación de electricidad y de servicios–, una estructura productiva muy poco competitiva, una vida altamente subsidiada, un capital humano escasamente cualificado, y una corrupción rampante como resultado de una dictadura depredadora y clientelar… Tampoco el sector privado está en mejores condiciones, sea por su limitado acceso a los canales de financiación nacionales o extranjeros, o por el inadecuado marco regulador en el que está inmerso. 

El primer ministro Hamdok, en una rueda de prensa tras la visita a Jartum del presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier. Fotografía: Mahmoud Hjaj / Getty


Ayuda del exterior

Eso conduce la mirada inevita-blemente a una comunidad internacional que, hasta ahora, no ha dado muestras suficientes de estar dispuesta a implicarse seriamente en aligerar la carga del pasado y apostar por un futuro menos sombrío. A fin de cuentas, Sudán ha sido castigado desde hace décadas, con Washington a la cabeza, por su consideración de país promotor del terrorismo internacional, cerrando la puerta a la -inversión extranjera y sancionando al régimen –mejor dicho, a la población sudanesa–. Una puerta que apenas se ha vuelto a entreabrir en 2017, cuando EE. UU. decidió levantar parcialmente alguna de las sanciones –al tiempo que Arabia Saudí trataba de alejar a Sudán de la órbita de Irán– y que ahora puede ampliarse tras la muy reciente decisión de Jartum de llegar a un acuerdo para compensar económicamente a los familiares de las víctimas de la explosión del buque USS Cole hace ya 20 años en un puerto yemení, intentando de ese modo recuperar algunas simpatías internacionales. Simpatías que, en todo caso, habrá que ver en qué se concretan el próximo mes de junio en la reunión del Grupo de Amigos de Sudán.

Pero para lograr algo así, aun hablando de economía, es necesario volver al terreno político y al campo de la violencia. En cuanto al primero, conviene insistir en que las manifestaciones que se iniciaron en diciembre de 2018, hasta la caída de Al Bashir, tenían una clara significación económica, derivada de la decisión gubernamental de triplicar el precio de un producto tan básico como el pan. Hoy, con un país en bancarrota, los nuevos gobernantes tienen un muy estrecho margen de maniobra para traducir sus promesas en hechos. Y en un entorno internacional marcado ahora mismo por la pandemia del coronavirus y el retraimiento de algunos de los principales actores globales no es fácil suponer que el Gobierno sudanés vaya a recibir algo más que palabras.

Dos amigos charlan en un mercado de Kosti. Fotografía: Carla Fibla García-Sala



Desde el pasado agosto, Hamdok cuenta con un mandato de tres años para liderar el Ejecutivo durante el período de transición, con vistas a unas futuras elecciones que deben consolidar el cambio de régimen. Pero, desde el principio, está claro que su margen de maniobra está limitado por la supervisión de un Consejo Soberano en el que los militares, muchos de ellos ligados al régimen anterior y con ambiciones personales nada disimuladas, tienen un papel relevante y no parecen ser los más decididos defensores de una transición democrática plena. A eso se suma la persistencia de numerosos focos de conflicto y tensión, sea el vecino Sudán del Sur o los que internamente afectan a Darfur, Nilo Azul y Kordofán del Sur (ver análisis político pp. 6-11). Eso supone, por definición, un factor de disuasión para potenciales inversores y socios extranjeros en la tarea de sacar adelante al país, además de una carga adicional para un Gobierno al que le faltan manos para atender a tantos frentes de forma simultánea. Aun así, ojalá Sudán pueda seguir soñando.   

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