Una misionera sin acabar

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Pilar Justo



Una, dos, tres, cuatro. ¿Cuántas veces llama la vocación a la puerta de una casa? ¿Se cansa o no se cansa de llamar? 

¿La llamada es continua? 

¿Se desvanece o se acrecienta? 

¿Toca al timbre un domingo a las nueve de la mañana, como el repartidor de una mensajería?

¿Solo lo hace los días de diario?

La vocación misionera es como una versión particular de la Teoría de las 6 W del periodismo, aquella que debe responder a las preguntas básicas de cualquier historia: ¿qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿cuándo? y, sobre todo, ¿por qué?

Con 80 años, Pilar Justo, misionera comboniana natural de la provincia de Zamora (Torres del Carrizal, 1944), demuestra que, al menos en su caso, la llamada no fue un proceso lineal. «¿Que cómo empezó mi vocación misionera? Pues fue como intermitente».

Como titular para estas páginas está bien. Lo visualizo encima de esta foto que tenemos a la izquierda: «Pilar Justo, misionera: “Mi vocación empezó de forma intermitente”». 

Y le preguntamos por ese juego del escondite

Primero por la fase de la inquietud, la del descubrimiento. «Cuento veinte y te busco», pensamos, como si la vida fuera un juego cuyos hilos mueve otro. 

Ahí, mientras habla, acumula el runrún misionero en aquellos domund de su infancia cuando, además de rezar, tenía que salir con la hucha a pedir por las misiones. «Siempre teníamos que ahorrar esa semana algo y meterlo en las “huchas de los bautizos”. Así las llamaban. Aquello, nos decían, era para bautizar a un niño. Y echábamos algo siempre». También suma, entre líneas, la vida en un barrio obrero de Santa Coloma de Gramanet, las calles embarradas por la lluvia y por los llantos reales y metafóricos de sus gentes, lugares de horarios de trabajo interminables, escenarios donde el contacto con los empobrecidos era cercano, próximo, íntimo en su humanidad: «Empecé a trabajar con familias que no estaban muy acostumbradas a aquella presencia. Empecé a visitarlas en sus casas cuando estaban».   

Y, en medio de todo ello, la desconexión, el momento del desapego, la distancia. Vuelta al juego: «Me escondo mientras tú cuentas hasta treinta».

Los estudios, el trabajo, la emigración a Barcelona, la nueva vida, las clases como profesora. Cosas que mantenían a cierta distancia –c-omo el dilema del erizo de -Schopenhauer– la posibilidad de encarnar la vocación. Sombras algunas veces: «En un momento determinado pensé: “Me voy de misionera unos años, solo unos años”, y con otra amiga del grupo no sé cuántos sitios vimos. Y cuando casi nos vamos, allí donde nos habían dicho que sí, nos dijeron luego que no. Y yo pensé: “Pues se acabó. Ya he hecho todo lo que tenía que hacer. A ver…, que el Señor se arregle, ¿no? Si Él no me abre más puertas, pues ya está». 

Idas y venidas.

Cartel del DOMUND de 1971. En la imagen superior, Pilar Justo el día de la entrevista. Fotografía: Javier Sánchez Salcedo

Y unos versículos sobrevolando la mente de la zamorana: «El evangelio del joven rico me dio el último golpe. Él se marchó triste porque tenía muchos bienes. Yo no los tenía, pero sentía que no estaba haciendo lo que debía. Y volví a buscar y me decidí. Me iba a ir [a misiones] para toda la vida». Y un cartel que se cruzó en medio de todo aquello: el del DOMUND de 1971. El que ven en esta página, que Pilar describe de memoria: «Estábamos en los tiempos de la contestación, de los filósofos de la muerte y todo eso. El cartel lo habían hecho siguiendo aquella estética, llamaba la atención: era negro con unas pinceladas en rojo y decía: “Dios no ha muerto. Las misiones lo atestiguan”».  

[¿Qué hubiera pasado si el DOMUND del 71 hubiera llevado otro lema, si su diseño hubiera sido diferente, si las tecnologías hubieran permitido otro tipo de composición, si…? Hubiera sido otra intermitencia del proceso, probablemente].

Después del convencimiento volvió la búsqueda desde Barcelona. Aparecieron las Misioneras Combonianas en el horizonte. Un joven agustino, que actuó como avanzadilla, fue a conocer a esas religiosas a Madrid. «Cuando volvió –relata la zamorana– me contó que las había visto muy misioneras cuando había hablado con ellas. Entonces me dije que ya era yo quien tenía que decidir. Era yo quien tenía que determinar si me iba o no a la misión».

Las dudas en casa, los apoyos y los silencios. Las incertidumbres. Una experiencia de unos días en la comunidad de las Misioneras Combonianas de Madrid. Finales de 1971. «Decidí entrar en enero, porque si lo retrasaba más, al final lo dejaba», cuenta. Ingresó el 12 de enero de 1972. Tenía 27 años.

Y comenzó el resto de la vida.

La profesión, la animación misionera, el destino en África, Chad [antes tuvo que sacarse el carné de conducir, a la tercera], la primera malaria, el francés de la universidad actualizado a base de hablarlo, la lengua local, la guerra, el trabajo de formación en América Latina, los seis años en Roma, la vuelta a Chad, una Navidad en Tierra Santa [«Eso ha sido un regalo de verdad»], París y el trabajo en una parroquia obrera, el retorno al primer amor misionero. Una vida entera.

Remata con una invitación para conversar:

–Todo esto me ha ayudado a ser lo que soy ahora.

–¿Y qué es ahora?

–Una misionera comboniana sin acabar.

–¿Qué le falta?

–Pues no sé. No se trata de acabar físicamente. Siento que he aprendido cosas nuevas, que he tenido la oportunidad de hacer cosas diferentes, de cambiar de opinión, de ser creativa…

–Me gusta esa idea de la creatividad.

–Hay que ser creativos, porque muchas veces estás en sitios donde, si miras solo con los ojos, parece que no puedes hacer nada. Me ayuda mucho el evangelio de los panes y los peces. ¿Qué puede hacer un muchacho con dos panes y cinco peces? ¿Qué podemos hacer con lo que tenemos? Por eso pienso en la creatividad que, para nosotros, es fundamental, como la fe, la confianza o un poco de riesgo, ¿no?  

Si tuviéramos que completar todo lo que aquí no se cuenta serían precisas más páginas –de las que no disponemos–, con el objetivo de transcribir una conversación larga, tranquila, incompleta –como la mayoría de las veces, por la falta de pericia de los que preguntamos–. Pero eso, aquí y ahora, no es posible. 

Puede que nos falte imaginación.

«Por mí, por todos mis compañeros y por Él primero». 

Fin del juego.   

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