Una osadía africana

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1867-2017: Los Misioneros combonianos celebran un siglo y medio de fundación

 

Por P. Fidel González Fernández

 

En junio se cumplen 150 años de la fundación de los Misioneros Combonianos. Más allá de la conmemoración, que subraya lo fundamental de la historia, el autor –misionero comboniano, profesor de Historia de la Iglesia– ahonda en los contextos social, eclesial e, incluso, político, que acompañaron el impulso de uno de los pioneros en la evangelización y la defensa de los derechos de los africanos.

 

En la historia misionera africana hay una figura que destaca por su pasión evangelizadora a favor de aquellos pueblos marginados. Se trata de Daniel Comboni, fundador de dos institutos misioneros y de varias obras a favor de la evangelización de África. Comboni muere en Jartum (Sudán) el 10 de octubre de 1881. La mitad de su corta vida (había nacido en 1831) estuvo consagrada a aquella empresa. A mitad del siglo XIX, las misiones en todo el continente eran diez, casi todas en las costas; los sacerdotes católicos 168, la gran mayoría en la costa mediterránea africana. Mientras, el África subsahariana contaba solo con 25 sacerdotes en las dos Guineas, diez en las posesiones inglesas y cinco en Abisinia. Ningún misionero católico había intentado entrar en el corazón del continente.

Comboni pertenece a un insignificante grupo de pioneros que se atrevió a enfrentarse a un mundo de hostilidades y abrir brecha en un muro imposible al seguir la ruta ascendente del Nilo. Aquel primer intento acabó en 1862 en un desastre, que se cobró la vida de unos 60 misioneros, casi todos los que formaban aquel grupo de intrépidos. Entre los pocos que sobrevivieron se encontraba un joven de unos 30 años, ­Daniel ­Comboni. En aquellos años, otro pequeño grupo de misioneros –cerca de media docena– había muerto en las costas occidentales de África. Roma ante aquella catástrofe decidió cerrar en 1862 la Misión Africana. Los estudiosos de esta historia la llaman “hecatombe”, “drama” o “necrología”. Se injerta aquí el periplo dramátic0 de Daniel Comboni y el parto doloroso de los dos institutos misioneros que nacen de su carisma: los Combonianos (1867) y las Combonianas (1872). Comboni, con un grupo insignificante, acometió una empresa humanamente impensable, como la de los 300 guerreros espartanos de las Termópilas, una “historia épica que cambió el mundo”.

Distinta, bajo todos los puntos de vista, fue la osadía apostólica de Daniel Comboni y de sus amigos, que se atrevieron a comprometerse en una misión impensable, bajo la mirada escéptica de muchos y la sonrisa mordaz de otros.

 

El instituto fundado por Comboni en El Cairo (Egipto) / Archivo Misioneros Combonianos

 

El inicio de la Misión Africana

La ardua puesta en marcha de la Misión Africana se explica a partir de una serie de dificultades y de la mentalidad sobre los africanos. De todos los continentes, África era el menos accesible y sus gentes las más despreciadas. El pensamiento sobre África y sus gentes queda reflejado en lo que escribe el filósofo Hegel, que muere en 1831, el año en el que nace Comboni. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal hay un capítulo relacionado con África, donde se lee que esta región “se encuentra cerrada al resto del mundo”, y la única seguridad que había sobre ella es que era una tierra que “exhala una atmosfera pestilente, casi venenosa”, habitada por pueblos que “se han demostrado tan bárbaros y salvajes que excluyen toda posibilidad de establecer relaciones con ellos”. La conclusión de Hegel era terrible: “Dejemos aquí África, para no mencionarla ya más”. Este juicio muestra los prejuicios de la sociedad culta occidental sobre el continente.

Entre los factores que los pocos exploradores de aquel entonces señalaban como barreras difícilmente superables para penetrar en el continente se encontraban el clima malsano, las enfermedades incurables, los viajes extenuantes, la falta de vías de comunicación, las hambrunas crónicas… A esta África tropical llegó un grupo exiguo de misioneros a partir de 1842: casi todos murieron en la empresa. Se encontraron con la hostilidad de los negreros que veían en ellos un peligro para sus intereses; pero también los nativos se mostraban hostiles y desconfiados contra todos los blancos, confundidos con los árabes y considerados como negreros esclavistas. Estas tribus ribereñas del Nilo quedarán inmunizadas durante casi un siglo a la propuesta cristiana.

El fundador de los Misioneros Combonianos y de las Misioneras Combonianas / Archivo Misioneros Combonianos

Los primeros misioneros se dieron cuenta inmediatamente de una degradación humana jamás imaginada. Comboni se percató de todos estos graves factores que condicionaban la presencia misionera ­cristiana, ­formulando así las razones del fracaso de los comienzos de la Misión. Entre los problemas de los que fueron testigos, se dieron cuenta de la marginación de la mujer. El mundo femenino era inalcanzable para aquel exiguo grupo de misioneros, por lo que era necesario comprometer a consagradas que se encargasen de la educación de la mujer, toda una novedad en el campo de las misiones. De ello fue consciente Comboni, que llevará a África –ya a partir de 1867– a algunas maestras laicas europeas y a un grupo de antiguas esclavas africanas por él rescatadas en los mercados de esclavos del mar Rojo, para que fuesen “evangelizadoras de su mismo pueblo”. En 1872 fundará el Instituto Misionero de las que llamará Piadosas Madres de la Nigrizia (Misioneras Combonianas).

 

 

 

La fundación

Comboni habla al Concilio Vaticano I de la dignidad de los africanos. Se convierte en un auténtico profeta en este campo, un siglo antes que los defensores de la negritud o los luchadores en favor de los derechos del pueblo afro en Norteamérica.

Las situaciones apuntadas influyen en la génesis vocacional de Comboni como fundador de obras e institutos misioneros e impulsor de la Misión Africana. En estos intentos chocará con las ideas culturales en boga en aquel entonces, con las dificultades físicas y morales de aquella Misión, con la falta de misioneros y de medios económicos e, incluso, con las dudas y la sorda oposición de amplios sectores del mundo católico. Pero estas dificultades no mermaron su esperanza. En 1864 presenta su Plan para la regeneración de ­África a través de África misma que, en adelante, será el foco de su actuación misionera. En su prólogo escribe: “El Plan se nos ocurrió en los momentos de nuestro más intenso amor hacia aquellas regiones infelices”.

Sobre los misioneros de su Instituto escribe –con un lenguaje propio del tiempo, pero que expresa la profundidad de su alma– que “Los apóstoles que irán a aquella arriesgada conquista no traerán a Europa los despojos de los vencidos. Todo lo contrario, llevarán a los vencidos, con el Bautismo, el tesoro de la fe católica y de la civilización europea”. Comboni asociará la figura del Buen Pastor al Misterio del Corazón de Jesús. “De aquel Corazón nace la Iglesia”, repetirá Comboni usando una antigua expresión de los Padres de la Iglesia. Por ellos los Misioneros Combonianos se llaman “del Corazón de Jesús”. Tal es el origen de su actual nombre.

En la historia de la Iglesia, el Espíritu Santo actúa a través de figuras proféticas y suscita movimientos que dan testimonio de la belleza de ser cristiano en épocas en que el cansancio de la fe aparece como una especie de anemia y de abulia general. En relación al mundo africano, aquí se señala a Daniel Comboni como fundador de institutos misioneros que seguirán sus huellas: los Misioneros Combonianos y las Misioneras Combonianas, con una historia dramática en los comienzos y en los primeros 50 años de su trayectoria.

 

Francesco Sogaro con algunas de las misioneras combonianas que habían sido secuestradas por El Mahdi /Archivo Misioneros Combonianos

 

El Instituto se inicia como un simple seminario misionero para una África totalmente marginada. Sus miembros eran sacerdotes seculares a los que, desde el comienzo, se sumaron algunos laicos. Nace así, el 1 de junio de 1867, en Verona, el Seminario de las Misiones Africanas. ­Comboni deja muy pocos meses después Europa y se traslada a El Cairo con unos pocos compañeros sacerdotes y un exiguo grupo de religiosas francesas con experiencia de trabajo en el mundo árabe y algunos antiguos esclavos y esclavas africanas liberados por él. Es una experiencia muy frágil y precaria.

A partir de 1871 se delinea una fisonomía más precisa de este seminario-comunidad –todavía muy frágil– para las Misiones Africanas. Entramos así en una segunda fase de esta historia. Comboni ve que es necesario dar a esta comunidad una solidez jurídica y formativa mayor y por ello busca la aprobación de Roma. Todavía le faltaba a aquel incipiente instituto una precisión jurídica que sostuviese su forma “carismática”. Solo unían a sus miembros el ideal y la voluntad misionera y un juramento de consagración para siempre a la Misión, hasta el martirio si fuese necesario. Es entonces cuando ­Comboni escribe las Reglas del Instituto (1871), que más que reglas son una reflexión de experiencia de consagración total y sin límites a la Misión. Un año después, en 1872, la Santa Sede confía a Comboni y a su incipiente Instituto la responsabilidad máxima de la misión del África Central. Parecía una locura sin sentido.

 

Vacío jurídico

Desde 1872 hasta la muerte de ­Comboni la fisonomía del Instituto irá definiéndose lentamente, tanto en la mente del fundador como en los pocos discípulos que le siguen. No se trataba de una orden religiosa como las que entonces se veían en la Iglesia, ­porque no encajaban en lo que Comboni quería para unas situaciones inéditas e inexploradas jurídicamente. ¿Se trataba entonces de una especie de compañía misionera compuesta por sacerdotes y laicos consagrados a la Misión? De los documentos combonianos de entonces se trasluce la mente de Comboni. Pero su muerte prematura truncó las cosas, sin que se aclarara entonces jurídicamente el tema. El fallecimiento de Comboni a los 50 años (10 de octubre de 1881, en Jartum) interrumpió el desarrollo, dejando totalmente huérfanos y desamparados a aquellos misioneros lanzados a una empresa casi imposible.

Comboni exigía a sus discípulos aquella radicalidad de vida ­evangélica que se encuentra subrayada en la experiencia de los orígenes de toda auténtica vida consagrada, desde el tiempo de los apóstoles. Lo que él quería era poner en movimiento una compañía de misioneros radicalmente consagrados a Cristo y a su Iglesia en favor de la Misión Africana, con todas las características de la vida consagrada, siguiendo también las huellas de experiencias similares ya reconocidas por la Iglesia o en proceso de serlo. De 1871 a 1881, el Instituto Misionero Africano fundado por Comboni busca afanosamente una fisonomía propia, con vínculos sólidos de consagración radical a la Misión. En su desarrollo lógico, esto llevará cuatro años después de la muerte de Comboni, en 1885, al reconocimiento del Instituto misionero, jurídicamente formado como Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús, denominación que se mantiene hasta hoy.

Tocó a Francesco Sogaro, sucesor de Comboni como obispo de África Central, con la cooperación de algunos jesuitas, dar aquel paso al estilo de las nuevas congregaciones religiosas de finales del siglo XIX, incluyendo en la vida del Instituto muchos usos de la Compañía de Jesús. Uno de los primeros miembros del Instituto transformado, Antonio Roveggio, segundo sucesor de Comboni, morirá en 1902 a los 43 años en una estación de tren en pleno desierto sudanés, cuando quería viajar a Inglaterra a defender la causa de la Misión Africana.

Otra historia de esta dramática etapa que siguió al fallecimiento de Comboni –precedida y seguida de la muerte de muchos de sus compañeros de misión– tiene lugar entre 1881 y 1899, cuando un personaje del fundamentalismo islámico de entonces, Muhammad Ahmad, llamado El ­Mahdi, impone su poder en todo Sudán, arrasa todas las misiones católicas, profana la tumba de ­Comboni en Jartum y convierte en esclavos a todos los misioneros y misioneras combonianos que habían permanecido en el país. La misión debe comenzar desde cero, en medio de incontables tribulaciones y oposiciones.

 

Una de las primeras misiones combonianas en Malbes / Archivo Misioneros Combonianos

 

Orígenes humildes

El Instituto comboniano no solo nace así, sin grandes apoyos, en medio de contradicciones y también de una tortuosa y tozuda oposición. Un superior general del Instituto escribirá en 1910 a los primeros combonianos del nuevo siglo: “Me basta solo recordaros aquí que este, como todas las obras de Dios, tuvo humildes los orígenes y tempestuosa la infancia”. Este juicio, que se refiere a los tiempos de la “transformación” de 1885, se debe también aplicar al nacimiento y tortuoso camino del Instituto desde aquel 1 de junio de 1867, cuando Comboni tuvo el coraje de comenzar un camino, acompañado tan solo de un viejo amigo y compañero supervi­viente de su primera experiencia misionera en Sudán desde finales de 1857, Alejandro dal Bosco. Este sería el primer rector del Instituto, pero moriría un año después de su fundación. A Comboni le costaría encontrar un sucesor adecuado.

El recién nacido Instituto para las Misiones Africanas parecía una obra sin futuro; se halló en la práctica abandonado por todos y en situación precaria, con la única aprobación formal del obispo de Verona y una benévola expectativa por parte de Roma, y con un apoyo teórico del entonces emperador de Austria, porque había sido bienhechor de la misión en sus comienzos y Comboni era ciudadano de aquel Imperio. En esta situación se entienden las palabras de Comboni al obispo de Verona en octubre de 1867: “Las repulsas, las batallas, las cruces manifiestan que nuestra Obra es toda de Dios”.

A estas dificultades, se sumaban otras: Comboni no tenía sede, ni apoyo económico, ni un grupo consistente de sacerdotes que continuaran su seminario. Los Gobiernos europeos, que muy pronto se darían prisa por repartirse África, le miraban con suspicacia. A la muerte de ­Comboni, todos los miembros del Instituto, distribuidos entre Europa, Egipto y las misiones de Sudán era 36, algunos de ellos murieron en el mismo mes que Comboni.

 

Cuadro de R. Stramondo, de 1964, que representa la visión de Daniel Comboni con María como intercesora de África / Archivo Misioneros Combonianos

 

 

El reto de África Central

Otra dificultad fue el inmenso campo de trabajo que la Santa Sede confiaba al nuevo Instituto: la Misión de África Central. Aquella letal Misión cosechó numerosas vidas entre los miembros del nuevo Instituto, no permitiéndole que se desarrollara suficientemente ni dar una adecuada formación a sus miembros a través de la asistencia asidua del fundador, que debía residir en África y solo ocasionalmente podía viajar a ­Europa. A estas dificultades se sumarán, después de la muerte de Comboni, las disposiciones de la Conferencia de Berlín (1884-85) que limitarán fuertemente la acción del Instituto porque nunca quiso alinearse con las potencias coloniales europeas, que se repartían África. Por todos estos motivos, muchos consideraron una locura la aventura de Daniel Comboni. En tal contexto, se entienden las continuas súplicas del fundador a todos sus amigos para que rezaran por aquella obra.

A este punto, es lícito hacerse una pregunta: ¿cuál es la raíz de las fundaciones misioneras combonianas? Una respuesta hay que buscarla en los dones que Dios da a su Iglesia como respuesta ante las distintas necesidades de cada época; la de Comboni fue precursora de las tremendas tragedias históricas que aún estamos viviendo. Aquella gracia impulsó sus fundaciones, configuró su fisonomía y dejó las huellas de una experiencia cristiana para sus discípulos.

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