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Por Jorge Naranjo, desde Dubái (Emiratos Árabes Unidos)
El estallido de la guerra en Sudán el pasado 15 de abril me sorprendió de vacaciones en España y en el momento de escribir estas líneas todavía no he podido regresar a mi país de misión.
A finales de julio partí de Madrid con destino a la ciudad costera de Port Sudan con escala en Dubái. Viajaba con la ilusión de encontrar a «mi gente» en Sudán. Tras aterrizar en el aeropuerto del emirato recogí las maletas y me desplacé a la terminal desde la que partía el segundo avión. Tras unas horas de espera, nos informaron de que el vuelo se había cancelado. No se nos dio ninguna explicación. Después leí que un avión del Ejército sudanés se había estrellado y el aeropuerto de Port Sudan había sido cerrado temporalmente.
Volví al aeropuerto la madrugada siguiente. Mientras los sudaneses facturaban sus equipajes, me informaban de que nuevas regulaciones de emergencia impedían la entrada en Sudán a los extranjeros, a menos que tuvieran pasaporte diplomático o una autorización especial, así que mi estancia en Dubái se prolonga mientras mis hermanos en Port Sudan luchan por obtener la autorización necesaria. Más de tres millones de sudaneses, principalmente habitantes del estado de Jartum y de la región de Darfur, han dejado sus hogares huyendo de los enfrentamientos. Algunos, incluidos profesores de la universidad que dirijo en Jartum, el Comboni College of Science and Technology, han llegado hasta esta ciudad de Emiratos Árabes Unidos.
Aquí se encuentra también Isrá, una de las gestoras de proyectos de la incubadora de empresas que la universidad fundó en 2019 (ver MN 659, pp.28-31). Isrá no llegó hasta aquí como consecuencia de la guerra. Antes de que estallara el conflicto me había anunciado que dejaba Sudán para buscarse un futuro en Dubái. En aquel momento, la situación económica no dejaba de deteriorarse y el proceso de transición hacia un gobierno democrático parecía estancado. Isrá me preguntó: «Y tú, ¿por qué te quedas?» Recuerdo que le respondí: «Porque esta es mi misión y este es mi pueblo». Isrá es musulmana y se sorprendió con la respuesta de aquel extranjero.
Mucho antes de aquella conversación, en el lejano 2012, cuando ya se había producido la independencia de Sudán del Sur, el Gobierno sudanés quiso reducir el personal misionero en Sudán y el vicario general de la archidiócesis de Jartum nos dijo a los misioneros extranjeros: «Quizás no consiga permisos de residencia para todos. Si alguno no está convencido de querer quedarse es mejor que me lo diga pues tendré que luchar por cada permiso». Yo le respondí con convicción: «Entiendo la misión como un matrimonio. Me he desposado con este pueblo y no se deja a la esposa cuando hay dificultades».
Precisamente ahora, lejos de Sudán e intentando volver, me vienen a la memoria estos recuerdos. Hoy, con la distancia, diría que el misionero se identifica con Cristo a través del pueblo al que es enviado.
Mientras buscamos diferentes posibilidades para entran en Sudán, he encontrado refugio en la parroquia de Santa María de Dubái, donde las misioneras combonianas tienen una comunidad y colaboran con los seis sacerdotes que prestan servicio a 150.000 parroquianos de 50 nacionalidades, predominantemente indios y filipinos, pero también chinos, vietnamitas, pakistaníes, surcoreanos, libaneses, sirios, egipcios… Todos trabajan en esta ciudad en jornadas laborales que fácilmente alcanzan las 11 horas.
En la iglesia encuentran su lugar de reposo. Vista desde fuera, parece un hangar o almacén, pues no se permite que una cruz externa dé visibilidad a este templo cristiano, pero su interior es inequívoco. Cada domingo se celebran 14 misas y cuatro entre semana. En la misa diaria de las siete de la tarde participan unas 2.000 personas y cuenta con la animación litúrgica de un pianista, un violinista y un coro que canta maravillosamente. La gente participa con pasión en cada celebración.
Hay 6.000 niños y jóvenes en los grupos de catequesis para la primera comunión y la confirmación. Es increíble encontrar una comunidad cristiana tan viva en un país como Emiratos Árabes Unidos. Os podéis imaginar el gran número de laicos comprometidos que se necesitan para acompañar a los 264 grupos de catequesis que abarrotan las aulas de las tres escuelas del complejo parroquial o para distribuir la comunión en cada misa. Pero esta no es la única parroquia de la ciudad, que tiene una población que supera los tres millones de habitantes. Los franciscanos administran una segunda parroquia en Dubái. También en los otros emiratos del país se encuentran realidades semejantes a la que me he encontrado en Santa María, con miles de parroquianos, sobre todo orientales.
Durante mi exilio forzado estoy teniendo la oportunidad de pasear por Dubái. Es una ciudad extremadamente limpia, bien organizada y lujosa. Puedo entender que Isrá prefiera este «paraíso terrenal» a los desafíos de Sudán. Pero ese no es mi caso. Sigo deseando volver y abrazar a la gente maravillosa a la que el Señor me ha enviado, y mucho más ahora que están en dificultades. No cejo en el esfuerzo por encontrar la manera de entrar en Sudán.
En la imagen superior, celebración eucarística en la parroquia de Santa María de Dubái. Fotografía: P. Jorge Naranjo
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