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Por Nestor Nongo
Fotografía: Getty Images
No deja de impactarme cada vez que visito África el fenómeno de las iglesias independientes, técnicamente llamadas sectas. Cada día nacen nuevas ramas religiosas desgajadas de iglesias tradicionales. En Nigeria y Sudáfrica, por ejemplo, en el registro de religiones del Ministerio del Interior, en ambos casos, aparecen más de 10.000 de ellas.
Es un fenómeno mundial, pero con características singulares y llamativas en el continente negro. El caso más llamativo es el de R. D. de Congo. En Kinshasa las sectas crecen como hongos. Hay una en cada esquina. Debido a las vigilias, el descanso nocturno se convierte en un infierno debido a cánticos y músicas que proceden de esos templos, la mayoría de los cuales, por no decir todos, están en plena calle.
A pesar de las molestias que causan, este fenómeno no parece importar a nadie, y mucho menos a las autoridades. No hay un registro riguroso de las distintas religiones, como tampoco hay unos requisitos mínimos para su funcionamiento. Basta con saber leer la Biblia, convencer a unos cuantos de que se es un enviado especial de Jesús… y ya está. De ahí que abunden pastores, evangelistas, profetas, obispos y arzobispos. En algunas de ellas se puede encontrar hasta el mismísimo dios en persona…
Nadie criticaría la existencia de esas religiones si prestaran algún tipo de servicio útil a la sociedad y ayudaran al pueblo a caminar en la senda del Señor; o despertaran al pueblo congoleño de su larga siesta para que, de una vez, tome en serio su destino y construya un país próspero y dinámico. Sin embargo, la explosión de esas sectas en los últimos dos decenios va unida a una degradación moral. ¿Cómo entender que en un país donde todo el mundo va asiduamente a rezar a alguna iglesia las cosas vayan tan mal?
Los hechos no admiten paños calientes ni excusas: a pesar de la presencia de la Biblia en todas las familias, la corrupción campa a sus anchas en todos los niveles de la sociedad: una clase dirigente –que se aprovecha de los innumerables recursos naturales– cada vez más rica y el resto de la población cada vez más pobre; los niños de la calle forman ya parte del panorama de las grandes ciudades; el hambre y las enfermedades matan a diario a miles de personas; falta absoluta de infraestructuras; escuelas y hospitales en ruina…
Y lo más llamativo: la mayoría de los dirigentes y políticos congoleños son pastores de esas mismas sectas… Se aprovechan de los púlpitos para seguir manteniendo al pueblo controlado y, así, seguir saqueando el país. En sus sermones, las iglesias tradicionales son blanco de sus críticas porque representan un peligro para su negocio.
Diría que aquí sí se hace realidad la sentencia de Marx: “La religión es el opio del pueblo”; se desvía de su cometido y sirve a los intereses de los poderosos, anestesiando al pueblo. Al Gobierno le viene muy bien que la gente esté distraída por largas e interminables ceremonias religiosas que hagan soportable la miseria que le atenaza.
Siempre que analizo este fenómeno recuerdo las palabras del profeta Oseas: “Mi pueblo perece por falta de conocimiento”. Y es así, porque esos predicadores que abundan en tierras africanas se aprovechan de la falta de formación del pueblo. Solo confío en que algún día la ilustración se abra camino.
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